Cualquiera, menos los Steelers
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Cualquiera, menos los Steelers
Foto: Roberto Vargas

En los tochitos que se armaban por las tardes de principios de los 80 en el estacionamiento del D-5, en Torres de Mixcoac, la mayoría de los niños soñaban con ser Terry Bradshaw, Franco Harris o Lynn Swan. Ni por asomo alguien mencionaba a Roger Staubach, Tony Dorsett o Drew Pearson. Claro, los Steelers habían ganado cuatro Super Bowls en la década reciente y los campeonatos se imponían al bombardeo mediático que decía que los Dallas Cowboys eran el equipo más popular de México.

El primer jersey que tuve en mi vida traía en la espalda el número 12 de Staubach. En realidad era una camiseta con “mangas tres cuartos” que, según mi viejo álbum fotográfico, usé el día que cumplí siete años. No sé si mi papá simpatizaba con los Vaqueros, pero compraba la revista Auto Mundo Deportivo, que cada año presentaba su especial de inicio de temporada con fotos del equipo de la estrella solitaria en la portada. Por eso crecí leyendo historias del equipo de Tom Landry, ya que además, por esos años, el desaparecido diario Novedades sacaba los sábados un suplemento a color de los Cowboys, que también comprábamos. La única otra prenda que tuve de Dallas es una chamarra que me compraron en Aurrerá.

Mis hermanos y yo nos poníamos los artículos que mi papá nos compraba en el supermercado o en Suburbia. Recuerdo una chamarra de los Houston Oilers y un jersey de los Washington Redskins que tuvo Omar; a Iván con sudadera de Raiders y una camiseta de Chargers; yo tuve un jersey rojo de los Atlanta Falcons con el 10 de Steve Bartkowski, que era mi fascinación. De Chicago, el tío Domingo nos trajo un banderín de los Osos y en algún momento aparecieron por la casa dos jerseys de Walter Payton y uno con el 24 de los Leones de Detroit, que me gustaba porque sus colores eran los que más se parecían a los de Lobos de Plateros. Cuando dejamos ese equipo para jugar en Leopardos, yo me aparecí por los campos de la Prepa 8 con el 34 de Chicago y la firme convicción de dejar la línea ofensiva para convertirme en corredor. El cambio de casa acabó con mi incipiente carrera de full back.

A mi papá nunca le simpatizaron los Steelers, por eso nos compraba cosas de cualquier equipo, menos de Pittsburgh. Cosas de la vida, a Camila, mi hija, le comenzó a gustar ese equipo después de ver This is us, mientras yo aún sufro cuando veo la “inmaculada recepción”. Aunque mucha gente me conoce como fanático de los Raiders, mi identificación con ese equipo se comenzó a definir el 4 de enero de 1981.

La jugada que me hizo de Raiders

Con 49 segundos en el reloj y apenas dos puntos de ventaja, Oakland derrotaba 14-12 a los Cleveland Browns en uno de los partidos divisionales de la AFC. Aquella mañana en el estadio de Cleveland, la afamada “Perrera Municipal”, el reloj marcaba 16 centígrados bajo cero en el partido más frío desde el legendario Tazón del Hielo que disputaron Green Bay y Dallas, en 1967. Con el ovoide en la yarda 13 y tres oportunidades para anotar, todo parecía indicar que el coach de los Browns, Sam Rutigliano, mandaría al emparrillado al pateador Don Cockroft a intentar el gol de campo de la victoria, pero sorprendió al mandar una jugada conocida como “Red right 88”, que acabó con las aspiraciones de los “Kardiac Kids”. Mike Davis interceptó en las diagonales el pase que Brian Sipe lanzó a Ozzy Newsome y Raiders continuó su camino rumbo al Super Bowl XV, donde derrotó 27-10 a las Águilas de Filadelfia del coach Dick Vermeil.

Después de una década en la que disputó seis veces el campeonato de la Conferencia Americana, Oakland se convirtió en el primer equipo en ganar un Super Bowl avanzando desde el juego de comodines, pues fue a Houston a dejar fuera a los Oilers; a Cleveland, donde echó a los Browns, y a San Diego, donde dio cuenta de los Chargers de Dan Fouts.

Con hombres como Jim Plunkett, Cliff Branch, Art Shell, Jim Upshaw; los defensivos Rod Martin, Ted Hendricks, John Matuszak (el villano Tonda de la película “El Cavernícola”), el novato Matt Millen, Lester Hayes, y el entrenador de origen mexicano Tom Flores, desde aquel año en mi corazón no hubo lugar para otro equipo, a pesar de las tristezas y frustraciones que me ha dejado en las últimas décadas. A Raiders lo vi aplastar en el Super Bowl XVIII a los Washington Redskins, pero también caer en juegos de campeonato ante Bills y Ravens, y ser apaleados en el Super Bowl XXXVII por los Bucaneros de Tampa Bay. Sin excepción, cada verano renuevo mis esperanzas de que lleguen una vez más al “súper domingo” y nunca me he planteado cambiar de equipo, a pesar de que ahora juegan en Las Vegas. Con cuatro tatuajes de Raiders en el brazo izquierdo, me voy a ir a la tumba con el corazón pintado de negro y plata. Just win, baby!

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