Tanto que pensar, poco que decir
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Tanto que pensar, poco que decir
'El ser humano no puede permanecer indiferente a su contexto y, mucho menos, escapar de él'. Foto: Alexa Herrera / La-Lista

A mi madre y mi padre:

los dos pilares que sostienen el mundo , mi morada.

Y el susto

es para la madre que con  una desleída pancarta

exige justicia para sus hijos

secuestrados por las fuerzas

del orden, ¿asesinados?, el periodista

que criticó la corrupción del alcalde,

o el defensor de un bosque,

o de una comunidad muy pobre,

ante sus adinerados depredadores.

Y el susto es aparecer torturados, desmembrados,

desollados, casi irreconocibles, semanas después,

o no aparecer nunca.

Coral Bracho

Mi padre era Radio Francia Internacional, mi madre Radio Red y alguna revista, entonces de izquierdas, a la que estaba suscrita y buscaba ansiosa cada semana en la portería del edificio, en el casillero de madera para la correspondencia con el número 408 pintado en color blanco por Don Panchito, el conserje del condominio, decorador oficial de los triciclos de los niños para el desfile del día de la primavera y vigilante implacable de que los más chicos no se dieran a la fuga cuando pasaba el camión de los helados.

Don Panchito, de nombre completo desconocido, se sujetaba los pantalones cafés con un cinto descarapelado, arrastraba los pies al caminar y hacía móviles de aves de papel albenene en sus ratos libres y luego los vendía, como no queriendo la cosa, a las ancianas que los colgaban en los balcones de sus departamentos; en algún punto la fachada entera, vista en contrapicada, parecía un aviario japonés elevándose al viento, descrito por aquellos tiempos en puntos IMECAS y continuas exhalaciones del  volcán Popocatépetl.

Me desvié recordando aquél patio que tan bien conocí, no sólo en la horizontalidad de su sinuosa traza entre cajones de autos, adoquines flojos, coladeras con chicles y amplios claros ideales para el futbol y las bicicletas, sino también en su altitud desde la cual asomaban los gritos de abuelas y madres llamando a la cena, los indicios pardos de la caída de la tarde y los ventarrones encajonados que silbaban atemorizando a los críos, justo antes de la lluvia.

Ahora que lo pienso, sin embargo, la desviación es más bien un atajo, una manera oblicua de llegar al punto central de este escrito: mi madre, invariablemente, atravesaba ese patio a bordo de su “vochito” azul con las noticias a todo volumen, discutiendo con el locutor, sordo a sus argumentos, sobre la devaluación, el embargo atunero y la matanza de Acteal.

Además, también en aquél patio por donde todos los moradores del conjunto habitacional cruzaban a pie o en carro, era a un mismo tiempo área de juegos, ágora para las juntas de condóminos y espacio para la celebración de posadas vecinales. Alguna vez, siendo mi madre la administradora de nuestro edificio, convocó a los residentes a una jornada de limpieza, mantenimiento y mejora del espacio. Nunca había ocurrido algo así. Todos bajaron temprano el domingo, armados de café en termos y vasos para compartir, botes de pintura, brochas, rodillos, escobas y cubetas. Los cuatro edificios quedaron limpios y, sobre todo, embellecidos por la poesía de la escultura social que, sólo ese día, llegó a tal nivel de colaboración entre conversaciones, risas, niños jugando y una noción absolutamente genuina de la importancia de ser comunidad.

Jamás volví a vivir algo semejante, como tampoco hubo mañanas tan felices como aquellas en que mi padre me llevaba al colegio mientras comentábamos el noticiario matutino, intercambiando puntos de vista sobre la Franja de Gaza, las migraciones internacionales o la tragedia de Pasta de Conchos (tampoco puedo olvidar la cantidad de veces que intentó hacerme entender qué eran la inflación y las tasas de interés, aunque en eso no tuvo mucho éxito porque mi cabeza huía de los números y se encandilaba fácilmente en imaginación de las palabras).

Así que, como podría suponerse a estas alturas, pronto tuve opiniones sobre casi todo, con la suficiencia y sapiencia que dan los vertiginosos nueve años de edad. En la mesa familiar, entre caldillo duranguense, café y piloncillo, me manifestaba con cierta soltura a propósito de las conversaciones de los adultos de la familia sobre el zapatismo, la guerra en Yugoslavia o las urnas “embarazadas” de las elecciones pasadas, tan claramente sostenía yo, amañadas.

Supongo que a los visitantes que no formaban parte del núcleo familiar, pero por alguna razón habían sido invitados, les debo haber parecido curiosa, tierna o, por lo menos, peculiar. Pero es que en aquella mesa los niños éramos convidados a participar de la reunión de los adultos y, más aún, se esperaba emitiéramos una opinión, se nos escuchaba con atención e, incluso, se nos interpelaba o avalaba de ser pertinente. Los cinco párvulos de la tribu aprendimos ahí lo más importante en aquél momento de formación trascendental: la relevancia de poder sostener una conversación inteligente y argumentada con cierto nivel de pensamiento crítico.

Aprendimos a ser animales políticos. Luego comprendimos que nuestras conversaciones podían resultar demasiado graves para amigos, pretendientes, novios y hasta esposos. Pero eso éramos ya, no teníamos remedio: estábamos y estamos prestos siempre a las pláticas sobre actualidad y, aunque cada quien tenga una postura distinta de la de los demás sobre casi todo, se escucha, respeta y, sobre todo, aquilata. Porque es fundamental, hoy más que nunca, ser un individuo político, en el mejor de los sentidos:  ciudadanos partícipes del fenómeno social que implica una polis como espacio físico que se cohabita, pero también como sitio donde ocurre la formación intelectual y sentimental de los individuos.

La palabra griega que alude a la política está íntimamente relacionada con la que refiere a la pedagogía, la enseñanza y el trazo de un derrotero, entre miles posibles, para una vida que se abre ante sí misma y en comparecencia de otros. Sólo de ahí vendrá la posibilidad de vivir en sociedad en una dimensión ética mínima, aceptada por todos los individuos de cara al bien común: somos, entonces, animales sociales tanto como políticos. No tiene nada que ver con una filiación partidista o una postura de izquierda, centro o derecha, sino con una vinculación consciente, informada y activa en la vida común, donde la actividad no tiene que ocurrir en la forma de magnas obras caritativas o apologías ideológicas, sino en acciones mínimas de conciencia vinculante, como la participación informada en comicios o manifestaciones ciudadanas, y la congruencia entre la vida privada y el actuar público que siempre, siempre, tendrá un impacto en el entorno social.

            Pocas mentes he conocido tan aéreas, circulares, agudas y elegantes como la de Coral Bracho. En su poesía hay recuerdos, paisajes, corporeidades físicas y eidéticas moviéndose en la parsimoniosa danza de las palabras y sus sentidos. El día en que la escuché leer poemas violentamente sobrecogedores a cerca de los migrantes mexicanos en el sur de los Estados Unidos y los estudiantes de Ayotzinapa (citado en el epígrafe de este texto) comprendí que, en este momento de horror, caos y guerras particulares, locales, entre géneros, intestinas, regionales, transfronterizas, todas absurdas, todas criminales como escribe la propia Coral Bracho, el arte es irremediablemente político porque su autor no puede escapar, casi de ninguna manera, al fenómeno de comparecencia social. Nos encontramos, como individuos y sociedad, en una oscuridad abisal, que sólo se iluminará con la luz tenue, pero creciente de la reflexión y se comprenderá con el microscopio telescópico del pensamiento crítico, para jugar con las palabras de Paz.

El ser humano no puede permanecer indiferente a su contexto y, mucho menos, escapar de él. Habremos de abrir los ojos a la luz del arte que reflexiona sobre la realidad para, entonces, plantearnos nuestro propio lugar como seres de este tiempo, en este lugar: pasar del mero incidente de estar, al trascendental de ser en todas las dimensiones, incluyendo la política que desde niños tiene cabida, aunque se modele en el idilio del ludens compartido. Los análisis noticiosos y las mesas familiares de opinión, confeccionaron mi pensamiento político, pero también y por ende, el poético, el artístico. Me debo, entonces, toda, a eso que comprendí desde el amor y con el ejemplo: que soy yo porque estoy con otros y soy el otro, absolutamente equivalente. Nada es irrelevante en la formación de nuevos ciudadanos, futuros palpitantes donde radica la oportunidad de lo que soñamos merecer como sociedad.

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