Rueda: de fortuna, luz y azar
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Rueda: de fortuna, luz y azar
Foto: Tim Ball en Pixabay

Encuentro de río

agua que viene de las nubes

y de los manantiales

agua que me une a tu destino

agua libre que nunca vuelve

a sus orígenes

último ropaje para mi miedo

atraída hacia ti con una argolla en la nariz

hasta esta muerte

como una gota de agua la noche

llamando hasta que nos levantemos

trampa del fuego para quemarlo todo.

Alice Rahon

Comenzaba a anochecer cuando apareció la rueda de la fortuna intensamente iluminada en rosa y verde, tan blanca como antes, un tanto más pequeña que otras, recortada de la bóveda oscura y llena de magia como casi siempre. Ahí estaba, a un costado de la gran plaza central, como de costumbre, afuera de la iglesia de cantera y falso neoclásico, con un arcángel en lo más alto, disimulando la bocina en el campanal. Una fila larga de niños esperaba su turno para subir; la mayoría de ellos se agrupaban de a dos o tres, con las luces encendiendo sus sonrisas nerviosas en neón, carcajadas nerviosas de azúcar y la cauda de un frenesí vacacional. Una niña pequeña vestida azul, con una trenza a cada lado de la cabeza y un algodón de azúcar en la mano derecha, era sujetada por su abuela, que la acompañaría a subir en alguna de esas canastillas que la llevarían de paseo por el viento; en ella no había nervios sino pura fantasía, brillantina de cuentos saltando como agua de fuente de los deseos. Desde arriba se vería a la gente minúscula, saludándolos, comiendo helado o persiguiéndose alrededor del kiosco bajo el influjo energético de un helado cremoso,  propulsión a chorro iridiscente de un raspado recién bañado o el calor abrasador de unos plátanos leñosos untados con el calostro infantil de la leche evaporada. La casa propia, la de los abuelos y la calle del colegio, todo se buscaría en alguna de las doce vueltas de la rueda, estando en el punto más alto, donde uno se anhela permanecer al menos un rato. La verdadera magia vendrá, sin embargo, al ver las estrellas tan próximas como una farola o una luciérnaga, y con suerte la luna bien llena de misterio y espacio exterior inmenso, bañados por el viento fresco y la intuición certera de estar vivos, volando como golondrinas en ese momento que quedará suspendido en el recuerdo, imperturbable a pesar de los años, las tragedias y las vicisitudes de un mundo terrible donde, el resto del tiempo, todo se sabe tendiente al abismo infinito, a ir muriendo. 

Eso era lo que estaba ahí, en la plaza de un pueblo pequeño, celebrando al santo patrono o a la virgen votiva a quien se consagran niños, matrimonios y enfermos. Pero además estaba lo invisible. Los recuerdos de las ruedas de la fortuna de la infancia, en todas las que viajamos quienes mirábamos hacia arriba trazando la circunferencia del inmenso anillo luminiscente, fulgurando en la noche cálida donde parecía haberse detenido el tiempo por la magia de la luz giratoria y el sonido repetitivo de los engranes, brazos radiales circulando y abrazaderas sosteniendo los asientos mágicos para hacer volar los cabellos y los sueños, tan lejos y tan rápido que siempre se añorará volver a hacerlo. 

Siendo muy niña, en la primera casa familiar que habité con mis padres en un barrio popular, cada año una alucinante feria en honor a Santa Eduviges ocupaba la calle por todo lo ancho a lo largo de tres cuadras con luces neón, estrobos, música popular ensordecedora y juegos mecánicos cargados de miles de watts. A bordo de carros chocones, tazas giratorias, carruseles con todo tipo de animales y pinturas en el techo, naves espaciales estridente, sillas voladoras, montaña rusa y rueda de la fortuna, nadie pensaba en la santa patrona rodeada de flores blancas en el altar de la iglesia, pero sí en la semana más emocionante para la colonia, esa que se esperaba todo el año, los niños por la tarde y los adultos por la noche, ahí donde se anunciaba a todo volumen el espectáculo de horror con la aparición estelar de la mujer lagarto que quedó así, mitad animal mitad humana, por desobedecer a sus padres, la mujer barbona que se quería escapar con el novio y por indecente ese castigo recibió, o los siameses que estaban condenados a vivir pegados y se embriagaban con cerveza, tambaleándose adheridos por el entarimado desvencijado. Aquella perorata llegaba hasta mi cama durante todas las noches de esa semana, llenándome de miedo y obligándome a cubrir mis oídos con la almohada para poder conciliar el sueño. De día, sin embargo, la feria era otra: lugar de promesa coronado por la gloria de la rueda de la fortuna tan grande, tan blanca, iluminada del centro hacia afuera con luces que corrían como una bengala gigante, el más grande de los fuegos artificiales que rozaba los astros a diestra y siniestra, en aquella fiesta de la vida presente y de la posibilidad de suspender la realidad con el alto voltaje de la celebración popular y el ritual de vindicar al presente que, al menos en instantes así, refulge, vibra, palpita y estalla. 

La rueda de la fortuna de ahora, la de la mujer citadina metida en las líneas de lo cotidiano y la posibilidad de pensamientos aéreos que se suspendan como planetas de ideas y silencios, contenía a todas las demás, vistas y habitadas, recordadas e imaginadas, pero también las del azar. El juego que aparece como carta, como sube y baja, como carcajada de circunvolución revolucionada, propulsión energética del pensamiento que toma la delantera a un cuerpo, ya de por sí, surcando el viento. Estudiando la obra de los surrealistas, me sumergí en el Tarot de Marsella. El carro, el rey, la torre, el ahorcado. El arcano X, la rueda de la fortuna, circunferencia que se abre al porvenir o se cierra al pasado con una manivela, anuncio de lo que ha empezado, del ciclo que inicia como camino de transformación: no se es el mismo ser arriba que abajo, no sólo por la disposición espacial o la vista periférica sino, sobre todo, por la experiencia que se ha dejado atrás y la que se adivina en el nuevo trayecto que ha de iniciar donde se comenzó el viaje, la partida, la vida como escala o movimiento, según apetezca a quien se ha montado en el juego. Arriba no siempre es el punto más alto ni abajo la pena de sucumbir al tan temido fin, sino la inminencia del ascenso y el descenso, siempre venideros, siempre latentes, enigma eterno: el deseo de la espera. 

Aquella mañana no sabía que tendría en las yemas de los dedos la superficie arenosa y celeste de una de las obras más famosas de Alice Rahon, pintada entre 1955 y 1956: Balada de Frida Kahlo. El café era demasiado caliente para beberse en el auto, el viento demasiado frío y había olvidado que la lana del suéter verde que había elegido para ese día, picaba en los costados y los brazos. Las botas eran lo único cómodo y correcto; me ponían en acción con paso firme y, por fin, cierta certeza. Una llamada anunció la sorpresa de que debía revisar el estado de un puñado de obras que viajarían a una exposición en San Francisco, entre ellas el lienzo azul repleto de luces, casas iluminadas, papalotes tensos, templos, cirios, velas, animales fantásticos, gatos, más gatos, seres quizá humanos en procesión, danza templada frente a la pirámide de la historia. Al centro, una rueda de la fortuna como epicentro del islote mágico y atemporal: fiesta ensoñada en medio del agua o del cielo, tiempo etéreo entre el pasado inmemorial y el presente sincrético, sitio sagrado accesible en el viaje chamánico que propicia la fiesta como espacio de éxtasis, suspensión y solaz. Me tumbé en el piso, de costado junto a la pieza. Miré con atención cada milímetro, hice anotaciones y acaricié con toda calma a Frida y a Alice, al Coyoacán de un México esperanzado y rural, al amor loco del surrealismo de guerra, sueños y pulsiones oníricas, a mi deseo de ser maga cuando niña y niña un día atrás. Supe que yo iba en esa montaña rusa, la del lienzo y la de la infancia, viaje patrocinado por la mujer francesa que dibujó constelaciones perfectamente habitables sobre un plano bidimensional. Esa rueda de la fortuna también contenía todas las demás: el juego mecánico representa, en realidad, la posibilidad de moverse en todas dimensiones y direcciones. Lo importante es montarse, subir a eso que llamamos vida, en cualquier momento de lucidez en medio de la devoradora cotidianidad. 

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