Almuerzos gratuitos en la era de la posverdad
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

Almuerzos gratuitos en la era de la posverdad
Estatua de Adam Smith en Edimburgo. Foto: Pixabay

Quizá la frase que encapsula buena parte del entrenamiento de los economistas y su peculiar manera de mirar al mundo sea “no hay almuerzo gratuito”. Todo cuesta y es preciso sacrificar algo para obtener otra cosa a cambio, como lo dejó claro Adam Smith en el siglo XVIII y un par de siglos más adelante lo enfatizó con elocuencia el afamado premio Nobel de economía Milton Friedman. 

El aluminio que se usó para armar un automóvil no pudo usarse al mismo tiempo para producir latas de refresco. El trigo empleado para hornear un pastel no puede destinarse para una pizza. Los recursos aplicados al subsidio de la gasolina no pueden destinarse a la tortilla. El tiempo empleado para escribir este artículo ya no está disponible para escribir algún otro.

La frase, eslogan o mantra, según quien la profese, sería una obviedad de no ser porque el terreno de la competencia política está regado de propuestas para llegar a la tierra prometida sin esfuerzo. Un político plantea que la energía, el transporte, los alimentos, la vivienda y la educación serán más baratos y mejores si tan solo lo dejamos ejecutar su programa. Del otro lado nos esperan cielos azules, parques verdes, colonias seguras, sociedades justas y un sinfín de bondades disponibles a un costo nulo o ínfimo. Cuestión de mudar de ideología, designar a los funcionarios correctos o desplegar una verdadera voluntad para cambiar la situación.

Como los votantes anhelamos la tierra prometida mas no tenemos tiempo de sobra ni podemos abarcar el conjunto de conocimientos necesarios para revisar las minucias de tantas propuestas, recurrimos al atajo de la confianza para resolver por quién inclinarnos. Confiamos en las que creemos son sus buenas intenciones, probidad, disciplina o conocimiento. Suponemos que desde sus alturas pueden identificar el destino apropiado y la ruta correcta para llegar a algún paraíso sin tanto sacrificio.

Es fácil señalar a los políticos como los principales infractores, pero el mal puede aquejar a cualquiera que habite el mundo del análisis y propuestas de política pública. Puesto que es imposible ver al mundo en su totalidad, siempre habrá un costo o beneficio no identificado de antemano que terminará condicionando la efectividad de alguna política prometedora. Aplica una suerte de Ley de Murphy de las recomendaciones de política: si algo puede salir mal, saldrá mal, sin importar cuán sólido e irremediable sea nuestro optimismo.

Entre economistas es conocido el argumento de que, en principio, el libre comercio es mejor que el proteccionismo porque genera ahorros o “eficiencias” que no solo benefician a una mayoría, sino que alcanzan para compensar a los perdedores de la competencia internacional. Hay salvedades documentadas, exploradas y debatidas en tomos que llenan bibliotecas enteras, pero en el gremio el argumento es generalmente aceptado.

El problema, también ampliamente documentado, es que el resultado del estira y afloja de la política no siempre resulta en la adopción de medidas que compensen a los perdedores de la liberalización – medidas que se supone serían posibles de instrumentar aprovechando una parte de los excedentes obtenidos por los beneficiarios. Redistribuir ingresos no es tan fácil. Del plato a la boca, se cae la sopa.

En este atorón se quedaron, por ejemplo, muchos trabajadores estadounidenses del medio oeste industrial. La competencia con las exportaciones chinas y los trabajadores migrantes, la disponibilidad de créditos baratos mal respaldados, la rienda suelta a la industria farmacéutica, la creencia en que el mercado podía resolverlo todo y que los hacedores de políticas públicas podían por lo tanto irse de vacaciones, entre otros, desembocaron en un mar de desempleo regional y desesperanza que elevó la tasa de adicciones y suicidios. Los costos económicos se tradujeron en costos sociales, políticos e institucionales.

Si la estanflación de los años setenta dejó claro que el Estado Benefactor nunca brindó almuerzos gratuitos, la crisis financiera de 2008 y la pandemia pusieron de relieve que el neoliberalismo tampoco podía ofrecerlos, con todo y los discursos y propuestas que “en teoría” brindarían grandes resultados. La realidad resultó más compleja y, como de costumbre, más imaginativa que la ficción.

En tiempos de gestación de otro ciclo de política económica post-liberal, esta vez atrapado en un ciclo político de posverdad, el idealismo sigue siendo imprescindible, pero conviene recordar que no hay recetas de política infalibles por siempre y en todas partes. Hay la seguridad de almuerzos caros y de paquetes de costos y beneficios que no pueden identificarse plenamente de antemano. 

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