Caminar hacia el blanco (con pies de titanio)
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Caminar hacia el blanco (con pies de titanio)

[…] De las luces mismas sobrevino

una inhalación

y cambiaron su rumbo.

Y fueron escindidas.

Y se asentaron en la cabeza.

Y desde estas luces escindidas surgió

eso que te duele

en su errar por el mundo […]

Anne Carson

Unas cuantas veces en la vida sucede que no hay marcha atrás. Lo mismo ocurre con la historia como fenómeno social y cultural. Eso es un umbral. Más que un espacio arquitectónicamente delimitado, mucho más que una piedra clave sosteniendo un muro o un vano, un umbral es una circunstancia. Un ser se sorprende detenido ahí, a punto de cruzar un dintel, avanzar un escalón, atravesar una puerta.  Más vale que lo haga pronto porque los umbrales se cierran, mutan o devoran. El umbral como pormenor es el brevísimo instante en que el individuo se detiene a observar ese acto, evolutivo o no, de ponerse en marcha y, al hacerlo, cambiar completamente el rumbo de la existencia suya y, quizá, la de una civilización. En ese sentido, el umbral es un claro momento que marca el fin de un estadio y el inicio de otro. Etimológicamente se relaciona con liminar, límite: entonces, es grado cero, punto de arranque, magnitud mínima para, a partir de ella, enfrentar, enfrentarse. Encarar, darle la cara a lo que recién comienza y ponerle rostro a ese nuevo espacio, condición, situación, perspectiva. Aojar un umbral es entrar a un espacio vacío, una vida, una particularidad, una historia o un momento, y entrar implica tanto acceder, como arremeter y acometer: se requiere de agallas para cortar ciertos umbrales o de valor para vérselas con aquello que aguardaba del otro lado. Porque la palabra umbral perdió su primera letra al perforar el tiempo desde el limbrar latino, hasta su actual grafía, pero era también lumbral: lumen, lumbre, limen, liminis, límite. Lo encendido, la fuente de luz que combustiona y, al hacerlo, calienta e ilumina un camino alterno, otro espacio que, al habitarse es tanto lugar como condición, pero sobre todo implica un nuevo ser. Una nueva faceta como decir un nuevo rostro. No la otra cara de una moneda o de un astro en la bóveda celeste sino, de hecho, ser uno nuevo que emerge de ese umbral tan veloz o lentamente como se pudo, para iluminarse con una luz distinta que lo revela todo diferente, incluso ese que se observa a sí mismo ahí.

En 1993, un hombre, nacido en Alemania, en el umbral que ponía fin de la Segunda Guerra Mundial y revelaba las ruinas de una Europa devastada, empobrecida y sin metarrelatos que la sostuvieran, deliberadamente cruzó zendo umbral y decidió dejar absolutamente todo para mudarse a una antigua fábrica de seda abandonada en Barjac, Francia, geografía de meseta calcárea y cavidades subterráneas: en el medio, el nuevo él. No era la primera vez que había atravesado un umbral: lo hizo al abandonar el Derecho y optar por las Artes con Joseph Beuys como uno de sus maestros; al fotografiarse por distintos países haciendo el saludo nazi para evitar la desmemoria, el cinismo y la mentira; luego al optar por  hacer a un lado el performance y su exhibición en registros o residuos y, en cambio, regresar a un arte pictórico poderosamente matérico y abrevar sobre nociones como el tiempo, el lenguaje, el mito, el proceso, el despojo, el accidente y la pátina del tiempo sobre la imprimatura de lo teóricamente permanente, obra que algunos llamarían neorrealista pero es bastante más: acto de reflexión histórica, filosófica, epistemológica, literaria, teológica y filológica desde la plástica. Perpetró otro umbral al optar por muestras transgresoras tanto como crípticas que, con piezas de gran formato y objetos creados y luego transgredidos, heridos, destruidos y reinventados, dislocaron para siempre la noción de la instalación, el espacio de exposición sacralizante y el arte como un elemento hermético, inerte e incontingente. Quizá, sin embargo, lo de abandonar todo y mudarse a aquella fábrica que hoy es una plataforma de despegue para su arte, al mismo tiempo que un laboratorio de ideas, procesos y un experimento de largo plazo sobre la ciudad que se erige dentro y fuera de una superficie territorial destinada a sucumbir devorada por la naturaleza y vulnerada como consecuencia de los procesos propios de su esencia, sea el umbral más escandalosamente cruzado por él y por la mayor parte de los creadores del mundo contemporáneo. Anselm Kiefer es ese sujeto aquí descrito, ese que parece saber algunas cosas sobre cruzar umbrales y comprender lo verdaderamente importante o, al menos, intentar comprenderlo: que la vida es una ilusión y el arte es la soga que nos une a ella. La suya es una obra poética con forma desafiante y fondo infinito dispuesto a la labor hermenéutica.

Quiero aprender a cruzar umbrales, por eso esta columna es un himno a Anselm Kiefer. Quiero narrarlo después, desde arriba y abajo para mirar mejor en medio y escribir en libros de plomo sobre ello; que el lenguaje sea territorio de descubrimientos. Pienso, como él, que la memoria es mi patria y que, por ello precisa de un palacio construido, más que con pinturas o palabras, con ideas que se transformen, muten, sean ocupadas, habitadas o queden maravillosamente vacías, en espera de algo. Deseo aprender a cruzar un umbral definitivo hacia la vida, la luz que lo modifica todo —las formas, los colores, el cariz de las cosas— y el calor que lo moldea todo, a veces sutilmente como en el agua tibia que enjuaga las lágrimas y purifica los pensamientos, pero otras tantas, con la abrupta violencia del soplete con el que Kiefer ataca óleo, tela, alambre, tierra, barro, semen, metal y hormigón que conforman sus piezas. Es normal que lleguen momentos así en la vida de los seres humanos. Cualquiera de quienes estamos vivos y nos preguntamos sobre el estar, su trascendencia —o, en todo caso, su intrascendencia frente a la gran Historia, el tiempo universal o los umbrales del cosmos— y el lugar que, quien (se) piensa, ocupa en el mundo. Intuyo que también es normal no saber cómo cruzar ese umbral, un poco por vértigo, porque traspasar umbrales a veces implica un salto al vacío, pero también porque hay un cierto apego a lo que se deja atrás. Pero ocurre que, con frecuencia, uno no puede detenerse a pesar en el umbral como si se tratara de un arco de medio punto con una barroca yesería frente a una húmeda campiña, sino que el umbral arremete contra el ser, escindiéndolo, abriendo una hendidura en el alma, que es donde se ubica el verdadero umbral, epicentro de una mina recién hecha explotar en el grado cero de la existencia propia y, por tanto, en la puerta de acceso a la vivencia como fenómeno compartido.

En medio de esa vida barrenada y puesta en un estado de flotación ingrávida previa al aterrizaje forzoso, apareció en la pantalla de mi teléfono la obra Die Ordung Der Engel (El orden de los ángeles) y entonces recordé todo en un veloz proceso semiótico: que se trataba de una obra de Anselm Kiefer y que ese era el artista cuya obra Das Geviert (haciendo referencia a la idea de la cuadratura en Heiddegger) había contemplado durante infinidad de tardes en el Detroit Institute of Art y así me había logrado mantener en pie en una vida gélida, me había afianzado  a un pensamiento humanista que, me juré, no debía ralentizarse y tenía que transformarse y transformarme en algo más, algo distinto de lo que hasta entonces había sido. Superpuesto a ese pensamiento vino el de las tres jerarquías angélicas a las que se refiere el título de la obra, que con vehemencia había estudiado en la Capilla de los Ángeles de la Catedral Metropolitana, ahí donde no sólo intuía que el estudio del arte había definido mi porvenir, sino que sabía que el cuerpo adolescente que me albergaba era ya otro, a punto de transformarse en una identidad que sigo construyendo hasta hoy, sin siempre comprenderla bien, pero atesorándola como propia. Miré las ropas flotando en círculos hacia lo eterno, vestigios corpóreos y espirituales como en los que hoy veía convertidas mis prendas desde el lecho de la convalecencia, vaticinando un fin determinado para todos, pero esporádicamente olisqueado hasta erizar la nuca y empujar a correr en sentido opuesto y vivir. Comprendí que era momento de saltar el umbral, uno que es apresurarse a abrazar la vida en presente, en gerundio, en verso suelto y blanco (no falsamente teñido de blanco titanio, sino armado con pies de titanio). La cuadratura está en darme a mí misma.

Somos ciudades de seda, contiguas o superpuestas y, sobre nosotros, habrá de crecer la hierba. Antes de ello, podremos tejer como gusanos, hilanderas o moiras, pero tejer en serio, una tela que resista embates, cortes y vientos pero que, sobre todo, sirva para recostarse, alojar a otros, ser ecosistema dinámico y parte de verdad activa de esto que hoy se llama aquí y ahora, pero pronto será allá y entonces. Que sea, éste, momento de atravesar, ensamblar y levantar desde el amor, con el salvoconducto del acto poético. La poesía no como género, sino como manera de entender la vida, vivirla con sus umbrales e iluminarla de blanco que permanezca, incluso después del final.

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