Ya no digas picardías
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Ya no digas picardías
Malas palabras. Foto: Envato Elements

No sé a ustedes, pero a mí todavía me resulta chocante escuchar “malas palabras” en la televisión o en la radio. Hace algunas semanas, mientras lavaba los trastes de la cena escuché un “carajo” de Claudia Mollinedo, la colaboradora del noticiero nocturno de Ciro Gómez Leyva, que me hizo voltear a la TV con una sonrisa, porque yo utilizo esa palabra todo el tiempo, sin embargo, fue mucha mi molestia cuando en menos de 10 minutos escuché tres veces la palabra “verg*” en La casa de los famosos, el exitoso reality show producido por Televisa que terminó hace algunas semanas.

Más que escandalizarme, en aquel momento me pregunté si aún existe la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), un órgano creado en 1977 dentro de la Secretaría de Gobernación, cuya función, se supone, es supervisar los contenidos emitidos a través de los medios electrónicos de comunicación y el cine, para su clasificación y posterior exhibición.

La anécdota me hizo recordar un cuento de José Agustín llamado No hay censura, publicado en 1989 en el libro del mismo nombre, pero escrito seguramente en los oscuros años en que la hermana del presidente José López Portillo, Margarita, estuvo al frente de RTC (1977-82). En el relato, un supervisor de contenidos es despedido por no quitar las palabras pinche, carajo y cabrón de Fe, esperanza y caridad (1974), una película que consta de tres partes dirigidas por Alberto Bojórquez, Luis Alcoriza y Jorge Fons, respectivamente.

En el cuento, Agustín enlista las recomendaciones que le hacen al supervisor cuando es contratado y que retratan la moral de toda una época: “Mucha atención a las malas palabras, albures o corrienteces dizque populares; a los desnudos o escenas de corte erótico ‘atrevido’ (whatever that means); nada contra el presidente, el partido y el sistema en general; nada irrespetuoso contra los héroes o la patria; nada, o lo menos, sobre los partidos de oposición, ni de guerrilleros o comunistas o santones izquierdistas, como el Che Guevara o John Lennon, ese tipo de gente; nada sobre el 68 o los jipis; nada de rocanrol o chavos marginales; de drogas o narcotraficantes, y mucho cuidado en cosas de la familia y la religión”. ¡Ah, cómo han cambiado los tiempos!

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¿Quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras? Foto: Envato Elements

Las malas palabras

Mientras escribía este texto, recordé una canción de Francisco Gabilondo Soler, “Negrito Sandía”, en la que Cri Cri cuenta la historia de un niño que al aprender a hablar “resultó más deslenguado que un perico de arrabal”. La “inocente” canción también habla de los garrotazos que le iban a dar a aquel infante de piel morena por decir “picardías” mientras el hombre que lo acusa se muere de risa. Pero, ¿qué son las malas palabras y quién las clasificó de esa manera?

En el III Congreso de la Lengua Española, que se celebró en Rosario (Argentina), el 20 de noviembre de 2004, el dibujante y escritor rosarino Roberto Fontanarrosa, dio una charla titulada “Sobre las malas palabras”, que arrancó sonrisas entre los asistentes.

“¿Por qué son malas las malas palabras?”, preguntó el creador de Boogie, El Aceitoso, a los académicos y público presentes. “¿Quién las define? ¿Por qué, qué actitud tienen las malas palabras? ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad, o sea, cuando uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar? ¿Tienen actitudes reñidas con la moral? Sí, obviamente. Pero no sé quién las define como malas palabras. Tal vez nosotros, al marginarlas, las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?”

No sé a qué edad dije mi primera grosería, pero recuerdo que la única bofetada que recibí de mi papá fue a los nueve o 10 años por decirle “maricón” a un vecino que nos tiraba agua desde la ventana cuando jugábamos en el jardín que estaba debajo de su departamento. A muchos años de distancia, la reprimenda de mi padre me resulta de una doble moral bochornosa, porque él y otros vecinos de aquel edificio se referían con adjetivos mucho más despectivos a aquel hombre por su condición de homosexual.

Con los años me volví muy malhablado y cuando iba al estadio como aficionado, era una máquina de proferir insultos, sobre todo contra los jugadores de mi equipo. Era una forma de descargar la ansiedad que me causaba ver jugar tan mal a Pumas. Sobre eso también hizo un apunte Fontanarrosa: “Atendamos a la condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que son imprescindibles para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas”. El Negro tenía toda la razón, nada más liberador que una mentada de madre en el momento oportuno.

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