El ciclista preocupón
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

El ciclista preocupón
Foto: Roberto Vargas

Cuando rodaba las noches de los jueves con “Incendiarios” solía ser el ciclista iracundo, que se enojaba por todo: si alguien llegaba tarde; si otro no traía luces; si alguno de mis compañeros se subía a la banqueta o se pasaba la luz roja del semáforo o si terminábamos comiendo tacos cuando yo prefería pizza o hamburguesas, pero ahora soy un ciclista taciturno y preocupón. Las recientes muertes de Jessica Zúñiga y Tiffany Mundo, dos chicas ciclistas, en céntricas avenidas de la Ciudad de México, me ponen los pelos de punta, porque yo tengo una hija que se desplaza en bicicleta muy cerca de donde ocurrieron esas muertes.

A Camila le compré una bicicleta de Hello Kitty cuando tenía cinco años y le insistí mucho para que aprendiera a usarla sin rueditas. Me ilusionaba rodar con esa chica en algún momento. Pero creo que tanta fue mi insistencia para que aprendiera a andar en bicicleta, que después de hacerlo, la dejó durante algún tiempo. Hace un par de años, cuando entró a trabajar, vio que la mayoría de sus compañeros llegaba a la cafetería en bicicleta y se animó a pedalear de nuevo. Le regalé una Benotto modelo 1973 de colección, de esas color champagne con cintas azules, como la que yo siempre quise. Desde entonces, apenas hemos rodado juntos un par de veces. Camila usa casco y luces, la veo muy segura y prudente al desplazarse de la Condesa a la Colonia Cuauhtémoc, donde trabajaba, aunque a veces me platica que va al centro y ha llegado hasta la Cineteca Nacional o Coyoacán. Las recomendaciones que yo le pueda dar están de más, sólo le ruego a Dios que no se vaya a encontrar en su camino a uno de esos energúmenos que abundan en esta ciudad, en la que el odio hacia quien usa bicicleta no solo es tolerado, sino hasta celebrado como un chiste por muchos.

El ciclista iracundo

Tuve mi primera bicicleta a los cuatro años y desde entonces no he dejado de pedalear. De montaña, de ruta, urbana y fixie… De las ocho bicicletas que tuve en algún momento, conservo cuatro. No me da miedo rodar por las calles de esta ciudad, a pesar del riesgo que conlleva. Durante tres años, cuando trabajaba en Televisa Chapultepec, por lo menos cuatro días a la semana llegaba a la oficina en bicicleta. Me acostumbré a pedalear por avenidas muy transitadas como Calzada de Tlalpan, Izazaga, A venida Chapultepec o Cuauhtémoc, aunque siempre buscaba (aún lo hago) calles secundarias para desplazarme. Me gustaba, sobre todo, pedalear a la media noche de regreso a casa, cuando la circulación de autos era mínima y los carriles del metrobús estaban despejados. Cuando comencé a usar la fixie (o de piñón fijo), mi reto era llegar del trabajo a casa (unos seis kilómetros) sin bajar los pies una sola vez. Lo conseguí en dos ocasiones. En todos mis años como ciclista urbano sólo he sufrido dos caídas fuertes (no pasó de luxaciones y raspones) y en ambas el accidente ocurrió por mi imprudencia. En los dos casos, el casco me salvó la vida. La pandemia lanzó a la calle a decenas de ciclistas, pero ya no sé si fue bueno o malo. A mediados de 2020 retomé la costumbre de ir a trabajar en bicicleta y todos los días veía a nuevos ciclistas. Eran fáciles de identificar: no usaban casco, traían los audífonos puestos, se subían a las banquetas o circulaban en sentido contrario. La altura del asiento también los delata. Algunos somos ciclistas y otros “bicicleteros”.

Hace algunos años dejé de ser el ciclista iracundo, que tiraba celulares o botellas de agua a los peatones que se metían a los carriles confinados; el que mentaba madres todo el tiempo o llevaba en su mochila un par de bujías usadas para “por si se ofrecían” o aquel que quiso comprarse un dispositivo taser (de esos que dan descargas eléctricas) para “disciplinar” microbuseros. A lo largo de los años he tenido decenas de discusiones con automovilistas, peatones, motociclistas y otros ciclistas, y también he recibido muchos insultos. Pero ninguno tan ingenioso como el de aquel taxista que, cuando lo obligué a salirse del carril confinado sobre Avenida Chapultepec me gritó con el acento más ñero que pudo: “¡No estás en París, puto!”

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