El pueblo masacrado que espera a las luciérnagas
Zona de silencio

Periodista especializado en crimen organizado y seguridad pública. Ganador del Premio Periodismo Judicial y el Premio Género y Justicia. Guionista del documental "Una Jauría Llamada Ernesto" y convencido de que la paz de las calles se consigue pacificando las prisiones.

X: @oscarbalmen

El pueblo masacrado que espera a las luciérnagas

Antes de la guerra existió una comunidad llamada El Tarasco. Sus madrugadas eran azules, iluminadas por luciérnagas, y sus amaneceres tan rojos que parecía que el Sol nomás les alumbrara a ellos. Vivían hombres y mujeres de bien como si fueran los últimos de la especie: sembraban milpas gordas y altas por donde se paseaban venados, conejos y hasta pumas que retozaban bajo las miradas de aves canoras.

El Tarasco era un edén vigilado por Dios. Un paraíso secretamente instalado arriba de los cerros de Las Parotas en Heliodoro Castillo, Guerrero. Los Adanes y Evas que ahí vivían construyeron casas de pino y encino donde vivían sabrosamente entre mezquitas y tepehuajes. La vida era lánguida, espesa y buena. Hasta que llegó la guerra.

Dicen que por ahí del 2014 llegaron a pie varias personas resecas como corteza vieja desde Cerro Pelón y Rancho Viejo. Hombres coyote, hombres tigres, hombres puma que no sabían cosechar, sólo intimidar y tragar. No tenían ojos sino dos pozos oscuros bajo las cejas. No tenían boca sino heridas que apestaban a pulque y hierba quemada.

Esos humanos con garras de gavilán anunciaron a los Adanes y Evas que el Tarasco era más edén de lo que pensaban. Más abajo de donde las culebras se protegían del sol había yacimientos de oro, plata, cobre y granates. Un fruto oculto que alegró a los hombres y mujeres de bien, quienes se tiraron a las hamacas a soñar con la futura abundancia. Pero la manzana estaba envenenada.

A las pocas semanas llegaron más hombres depredadores. Cargaban picos y bombas caseras. Querían meterse a las entrañas de la tierra a sacar los minerales. Hirieron el monte y espantaron a los animales. Las ardillas dejaron de columpiarse y los coyotes se mudaron a montañas menos ruidosas. Entonces, los Adanes y Evas levantaron la voz y expulsaron a esos hombres víboras de cascabel con la esperanza de que las luciérnagas sintieran su ausencia y volvieran.

Un día de 2015, mientras Dios estaba distraído, los hombres alacranes volvieron. Quemaron vivos a los adanes. Violaron y machetearon hasta la muerte a las Evas. A los niños los aventaron a los precipicios para que murieran con los huesos rotos y apretados en las fisuras que ellos mismos abrieron con dinamita. Saquearon las casas y se robaron hasta a las gallinas. Acabaron con todo y todos para extraer los minerales a su ritmo y sin preocupaciones ante el silencio de las otras comunidades de Heliodoro Castillo, Guerrero, que sufrían calladamente el asedio de los grupos criminales.

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Hoy no hay nadie en El Tarasco. Tampoco en El Zoquial, La Uva o Tlalchitín. Varias masacres silenciosas despoblaron esos diminutos paraísos. Las noches siguen siendo de cobalto y las mañanas coloradas, aunque ya nadie las vea. Allá vivieron hombres y mujeres de bien a quienes les arrebataron la esperanza de ver el regreso de las luciérnagas. Que no se nos olvide: antes de la guerra existió una comunidad llamada El Tarasco. Y eran muy felices.

GRITO.  Heliodoro Castillo, Guerrero, es el municipio atacado por drones artillados el 6 de enero pasado. El atentado dejó entre cinco y 30 muertos y ha provocado que más comunidades se vuelvan pueblos fantasma.

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