Si tuviéramos que identificar éxitos de la política industrial en México, probablemente entrarían en consideración los tres ejemplos que dan título a este artículo.
Son las tres Cs más destacadas en la atracción de divisas y derrama económica en el país durante los últimos sesenta años, junto con la maquila fronteriza.
En los tres casos, emblemáticos de la industria automotriz, turística y petrolera, el estado mexicano jugó un papel determinante sobre su desarrollo, para bien y para mal.
Emitió decretos y regulaciones, declaró prioridades estratégicas, introdujo subsidios y exenciones fiscales, erigió barreras comerciales, creó bancos y fondos para brindar apoyo financiero, entre otros. Intentar entender la evolución de estos sectores sin prestar atención a los programas del gobierno sería un ejercicio incompleto.
Ahora bien, resumir en un espacio tan breve como éste la historia de las políticas industriales en estos sectores es imposible, si no es que injusto. Las líneas que siguen son apenas un bosquejo a grandísimos brochazos, trazado más para sugerir que para concluir.
Hacia 1960, la oferta automotriz en México provenía de importaciones de vehículos terminados y de los ensamblados por una docena de empresas que empezaron a instalarse en México a partir de la primera inversión de Ford en 1925.
La producción nacional consistía en el armado en fábricas relativamente pequeñas de partes primordialmente importadas.
La política industrial desde 1947, pero especialmente a partir del decreto automotriz de 1962, al que le siguieron otros cinco (1972, 1977, 1983, 1989, 2003), se orientó a elevar el contenido nacional de los automóviles fabricados en México y a crear condiciones para su competitividad internacional.
El decreto de 1962, planteado desde el gobierno, pero consultado y negociado con empresas privadas (su intenso cabildeo influyó en la estructura final del decreto), buscó “racionalizar” la producción fijando límites a la cantidad de modelos, requisitos de contenido nacional y otros objetivos apoyados con políticas comerciales y financieras.
Estas medidas propiciarían la instalación de plantas de mayor tamaño y reducirían el costo de producción de cada vehículo, como en efecto sucedió.
Los decretos subsecuentes, construidos también con la retroalimentación de empresas e inversionistas, profundizaron en estos objetivos, si bien los instrumentos fueron cambiando con el tránsito de una economía cerrada a una abierta.
En conjunto, sentaron las bases para que México aprovechara el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, hoy T-MEC, integrándolo a una cadena de valor competitiva regional. Hoy es uno de los países líderes de la producción de automóviles.
La política turística que dio origen a Cancún es significativa por cuando menos dos razones. Primera, fue ideada desde cero en el gobierno mexicano, en el Banco de México durante la segunda mitad de la década de los sesenta, con el propósito de crear una fuente de divisas adicional.
Ningún empresario se acercó al gobierno con la propuesta de lanzar un nuevo destino turístico en el extremo oriente del país, donde no había ni infraestructura ni un mercado identificado. Segunda, justamente por la limitante anterior, es un ejemplo de lo mínimo que se espera de un gobierno en estos casos: resolver mediante el tendido de infraestructura, coinversiones, facilidades fiscales y financieras un problema de coordinación que impide a varias empresas formar un ecosistema de servicios. Cancún, un éxito mundial, fue parte de una estrategia más amplia para crear cinco polos de desarrollo turístico. Los Cabos se ha consolidado como otro destino de gran atractivo internacional.
El éxito de Loreto, Huatulco e Ixtapa ha sido menos espectacular pero aun así es significativo.
El descubrimiento y desarrollo de Cantarell, el más grande yacimiento jamás encontrado en México, cuya producción alcanzó más de dos millones de barriles diarios, se llevó a cabo desde el gobierno porque era la única opción: la industria petrolera estaba cerrada al sector privado. Pero la política de compras de Pemex apoyó la expansión de una industria nacional de servicios petroleros. Aunque muchas de sus actividades requieren todavía de equipos importados, ha desarrollado capacidades que ciertamente no tenía antes de la expropiación petrolera de 1938 y que siguen apoyando a la industria petrolera actual.
Una lectura de la enorme bibliografía sobre el desarrollo industrial de México revelaría un gran conjunto de errores y aciertos. Estos tres programas de desarrollo industrial alcanzaron la rentabilidad, de ahí que puedan considerarse como éxitos potenciales de política industrial, pero hay notables ejemplos de elefantes blancos e inversiones que nunca lograron sobrevivir sin el apoyo gubernamental. Como sea, el estado aceleró el despegue de la industria automotriz y creó las oportunidades en Cancún.
Sin los decretos automotrices, se hubiera demorado la instalación de plantas de autopartes en México. Sin la provisión de infraestructura pública e incentivos púbicos en Cancún, probablemente ningún hotel se habría instalado en esa zona. El caso de la industria petrolera es más discutible: ahí la rentabilidad de la exploración y el nuevo yacimiento eran evidentes, pero el sector privado estaba impedido para invertir. Los excedentes de la extracción vendidos en el exterior sirvieron, no obstante, para apoyar el desarrollo de una industria de proveeduría nacional.
En los tres casos el estado incentivó o invirtió en donde ya había ventajas comparativas aparentes. Esto contrasta con la experiencia de Taiwán en la fabricación de semiconductores y Corea del Sur en la industria pesada y química, donde los gobiernos lograron (con mucha suerte) crear ventajas comparativas donde para nada era claro que existían. En México, además de la vecindad con Estados Unidos, que aseguraba bajos costos de transporte para exportar e importar, había salarios bajos en la fabricación de coches, playas atractivas en Cancún, petróleo abundante en Cantarell.
Dado que México ya tenía esas ventajas comparativas, ¿no podría el sector privado aprovecharlas por sí solo? En Cancún, queda claro que el sector privado no hubiera hecho las inversiones iniciales de infraestructura para el despegue de ese polo de desarrollo regional.
En la industria automotriz, el sector privado identificó como rentable a un modelo de negocio basado en la importación de partes a ser ensambladas, mas no fabricadas, en México. Pero había beneficios de la integración de cadenas de valor -consolidación de industrias de soporte y de insumos, apropiación y diseminación de conocimiento, difusión tecnológica- inaccesibles a menos que las empresas armadoras fueran inducidas a producir más componentes dentro de México.
Quizá la industria automotriz hubiera llegado por sí sola a un esquema de mucho mayor integración de contenido nacional, pero los tiempos empresariales son distintos de los políticos y sociales. Las presiones de balanza de pagos, la intención de diversificar la economía y el imperativo de generar más empleos motivó las medidas gubernamentales para acelerar la integración de cadenas de valor.
La nueva política industrial deberá privilegiar dos Cs más: el conocimiento y el (combate al) cambio climático. Las grandes bases de datos, la inteligencia artificial, la biotecnología, las redes energéticas inteligentes, las energías renovables y un sinfín de emergentes industrias descansan en la generación de conocimiento e innovación.
Las políticas de antaño son solo un referente. No basta con mano de obra barata, recursos naturales y la localización geográfica para triunfar en estas nuevas industrias. Será preciso establecer un nuevo marco de inversión, apropiado para las realidades del siglo XXI.