Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.
Desgajar para renacer
Historia y arquitectura de la cúpula de Santa María del Fiore en Florencia, diseñada por Brunelleschi.
Historia y arquitectura de la cúpula de Santa María del Fiore en Florencia, diseñada por Brunelleschi.
[…] Estoy sentado en un barco
Y no hay una sola persona
Estoy sentado en un barco y soy
Un agua sin ondas
No soy una persona
Y hay calma
Porque ya no soy persona
Soy calma en un barco
Soy la oscuridad en un barco
Y todo es azul y está oscuro
Tan húmedo y oscuro.
Jon Fosse
Lo monumental se siembra rotundo en la existencia humana cuando su proceder es oblicuo y sorpresivo. Sabía que estaba cerca. Me había guiado su imagen a varios kilómetros de distancia y fue lo primero que quise ver apenas pisé esa laureada tierra. Fui serpenteando por pequeñas calles con figuras marianas de porcelana adosadas en las esquinas, permitiéndome ser encaminada por eso que tanto buscaba, sin mirar nombres ni cartografías, sintiendo la sola fuerza atracción.
Finalmente, tras unos minutos de enérgico andar, llegué por un costado, no de frente como suelen hacerlo visitantes o devotos. Durante las siguientes semanas me apegué a la misma ruta como una especie de ritual entre el lugar y yo, él llamándome y yo acudiendo como entregada vestal, más que como sumisa novicia.
Antes de cruzar la acera para, por fin, tocarla, olerla, sentirla, atestaron violentamente sus campanas, haciendo temblar el antiquísimo suelo empedrado y causándome un sobresalto que pasó de ser vuelco a producir la más absoluta alegría, presentida como un llamado íntimo a dialogar con un tiempo que me había fascinado al grado de la obsesión estofada por el sueño renacentista italiano y el nacimiento de la modernidad.
Ahí estaba, mi Santa María del Fiore, revestida de un blanco prístino de Carrara, ataviada de rojo de Maremma y verde de Prato, mármoles convertidos en finísima marquetería de tabernáculos, arcos ojivales, ojos de buey y ornamentos gotizantes arreglados en con tales ritmo y armonía que, incluso a inicios del siglo XIV, anunciaban la llegada a la gloria del ser humano que renacía.
Santa María del Fiore —flor dedicada a la pureza de la inmaculada Virgen María, cuyo símbolo era el lirio blanco que Florencia convertiría en emblema distintivo frente a otros estados— había sido erigida en el lugar de la antigua catedral de Santa Reparata.
¿Que no repararnos deberíamos todos, del pasado remoto y la herida inmediata, para pensar en renacer siendo dulce belleza, estilo nuevo coronado dedicado a lo sublime de estar viviendo?
El nuevo templo pretendía demostrar, por todo lo alto, el poder de la ciudad, de sus acaudalados nobles, flamantes burgueses y dedicados ciudadanos, para lo cual Arnolfo di Cambio, en 1296, proyectó una gigantesca planta con enorme cúpula, la mayor de su tiempo.
¿No es que los seres humanos llegamos, casi por necesidad, a momentos en que debemos reconstruirnos para sobrevivir y decir así lo que somos o, de entrada, aspiramos a ser, sin saber bien cómo habremos de lograrlo, pero con el firme objetivo de volvernos oro y flama?
El proyecto pasó por las manos de distintos constructores y artistas, ninguno de los cuales atinó a dar con una solución arquitectónica viable para cubrir el inmenso espacio sobre el altar. El nombre de la ciudad, nada más ni nada menos, estaba en juego y el fracaso evidenciaría una inferioridad en la tan perseguida conoscenza que, políticamente, era sinónimo de poderío económico y potencial político e intelectual.
En 1420, después de un concurso que evaluó las propuestas de una larga lista de afamados arquitectos, Filippo Brunelleschi fue elegido para llevar a cabo la acompleja y decisiva empresa, con una solución que mantuvo casi en secreto de no ser por haber revelado un par de detalles: que para conseguirla no haría uso de cimbra de madera y que su idea se inspiraba en la estructura de un huevo. Brunelleschi no era un arquitecto ni un maestro constructor como otros reputados que edificaban fama por la Toscana, sino que se había formado como orfebre en el finísimo arte del oro florentino.
Al parecer, ese talento le proporcionó una manera absolutamente distinta de concebir y resolver un problema no sólo ornamental, sino primordialmente tectónico y estructural: poseía una mente excéntrica, liberada de toda convención y prejuicio. Su nombre había saltado a la escena del arte al quedar, años atrás, en segundo lugar, en el concurso por las puertas de bronce del Baptisterio de la ciudad, derrotado por el proyecto un tanto más clásico de su acérrimo rival, Lorenzo Ghiberti quien, para la construcción de la cúpula, sería designado como su segundo de abordo.
Haciendo a un lado el chisme histórico que bien que existe y aguarda el zumo de esos que también fueron humanos de carne y hueso, desvalidos, defectuosos y frágiles, diré que el proyecto se convirtió, en 1436, uno de los mayores logros y símbolos de la inteligencia humana que idolatraba la época, numen para la cúpula de San Pedro de Miguel Ángel. Sobre un cimborrio o tambor poligonal, se alzó una cúpula gallonada de ladrillo, conformada por arcos ojivales como gajos de doble capa, coronada majestuosamente por una linternilla a través de la cual se filtra una gloriosa luz hacia el interior del ábside.
¿No somos los seres humanos, precisamente, construcciones con muchas fases y doble naturaleza, visible una cara desde fuera y la otra reservada a un interior que resguarda los mayores misterios de la propia existencia?
Brunelleschi se había inspirado en el Panteón romano de Agripa, cuyos casetones aligeraban el hormigón y permitían el glorioso óculo que marcaría un hito en la arquitectura occidental. Comprendió que se trataba, entonces, de aligerar cargas y guiar la curvatura adaptando el material a ella, cosa que consiguió con la utilización de ladrillo formado con la curvatura precisa para cada momento de la estructura y armado con un sistema absolutamente innovador, denominado “espina pez”, que alternaba ladrillos horizontales afianzados por verticales que reducían la presencia de argamasa y, por lo tanto, la posibilidad de agrietamiento y quiebre.
¿No se trata, también en los individuos, de aligerar cargas liberándonos de lastres, culpas, remordimientos y odios, erigiendo nuestra alma como un tejido precioso, casi como una filigrana que nos vuelva fuertes, presentes, flexibles a la vez que resistentes a todo embate pero, sobre todo, a las tensiones, asentamientos y vibraciones en nuestro propio ser?
A pesar de la estructura múltiple, la trama de ladrillos hacía que la cúpula, tectónicamente, se comportara como unidad y distribuyera uniforme y armónicamente el peso del inmenso cuerpo.
¿No deberíamos, a la manera oriental, concebirnos como una entidad armónica que logre darse luz y ser vista a la distancia, reconocible, bella en su propio estilo y forma?
Filippo consiguió lo soñado por toda una metrópoli gracias, por un lado, a decenas de avisados trabajadores que pendían en lo más alto pero confiaban en el maestro y, por el otro, a un sistema único de elevador de materiales que subía o bajaba, dependiendo de la manera en que se embonaran dos ruedas de polea que hacía girar la fuerza de un animal de carga.
¿No deberíamos hallar nuestro propio camino para llegar ahí donde tanto hemos soñado, hermanándonos con aquellos que han confiado en el sueño y flotan como seres celestiales que nos salvan?
El individuo no será confeccionado por un demiurgo externo, ya sea dios, pensador supremo o arquitecto, sino por sí mismo con aquello de lo que vaya armándose, sujeto a la contingencia pero, también a la voluntad que de suya tiene como cualidad para el ejercicio de todas las posibilidades de su naturaleza.
Cada cual hallará, entonces, su “espina pez” para volverse uniforme y estable, los espacios que dejar libres y aireados para permitirse andar liviano, independiente de pesos innecesarios que acaben por derrumbarlo, aniquilarlo y hieran a otros como efecto colateral. Al final, la luz acabará por entrar e iluminar el fresco interior que cuente la celeste historia que cada cual elija como narrativa de su propio espíritu. A su lado, entonces, podrá elegir la compañía de un otro, como el Campanile de Giotto, par equidistante y equivalente con quien dialogar al caer la tarde y recibir la dicha al aparecer el sol con el clarear de la mañana.