Una Ítaca llamada Libertad
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Una Ítaca llamada Libertad
Las heroínas buscaban el regreso a una Ítaca llamada Libertad.

El abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos

me parecían una danza mortal […]

Nunca pensé que el sexo pudiera tener relación

con nada más.

Annie Ernaux en El acontecimiento.

Ese día se sentía muy cansada para ir en bicicleta al trabajo. Optó por llamar un taxi, aunque ello implicara perder la mitad del dinero que cuidadosamente racionaba para las comidas en el pequeño bistró a la vuelta de la oficina. Tras haber cruzado a baja velocidad un par de cuadras, comenzó a sentirse dulcemente arrullada por la resolana que acariciaba su cara. El viento frío de la mañana la hizo cruzar los brazos y durmió, plácidamente, por cerca de cuarenta minutos, hasta que la despertara el sonido de las luces intermitentes que el conductor había encendido para indicarle, discretamente, que habían llegado, debía pagar y bajar del auto. A media mañana, comprendió que algo en su cuerpo no era normal e, inmediatamente, supo de qué se trataba. Estaba embarazada y ser madre, en ese momento, con un compañero internado por una salud francamente menguada, no era una opción viable. A pesar de tenerlo a su lado, acariciando su espalda y amándola, no podrían criar a otro ser humano libre de malestares, pesares e incertidumbre. Sabía que debía hacerse cargo sola porque él aún estaba débil y frecuentemente desorientado. El día transcurrió entre sobresaltos, palpitaciones, sudoraciones y un humor que la irritó con compañeros y clientes, consigo misma por haber acabado ahí, donde nunca creyó que estaría.

Le gustaba ordenar los frascos de la alacena con las etiquetas hacia el frente, catalogar las películas que coleccionaba y su biblioteca era tan prolija como las libretas de cuando asistía al colegio de monjas. Así que se procuraba una vida serena y placentera teniendo también control de su cuerpo. Estaba atenta a ciclos, cambios y sensaciones distintas. Cuidaba escrupulosamente su alimentación desde la residencia de arte que la había llevado a vivir casi tres años en Japón, vigilando raciones, ingredientes y manteniéndose en movimiento. Esto rompía con todo. Con el control que precisaba fuera y dentro de su cuerpo, ese que era lo único que realmente le pertenecía. Distorsionaba su realidad, le impedía concentrarse, la descolocaba y desenfocaba ese microscopio con el que se observaba concienzudamente. Caminó hasta la entrada del Metro, transbordó cuatro estaciones después y, un par más adelante, llegó a la dirección indicada en el sitio web. Una mujer visiblemente harta, exhausta de trabajar hasta esas horas, le pidió su identificación, anotó sus datos en un libro contable de pasta dura, le asignó el número consecutivo en la larga lista de nombres femeninos y, sin levantar siquiera la cabeza, le indicó que debía llegar al día siguiente antes de las 6 de la mañana.

Así fue. Tres horas después estaba explicándole al médico, entre sollozos, que tenía una sola pareja, que era una relación estable, pero que no podía conservar eso que él había llamado “producto”, que estarían destinados los tres a la infelicidad, que todo era muy complicado, que ella nunca había hecho algo así, que sentía vergüenza. Mientras lo decía, pensaba en su hermana, su madre, sus tías, sus abuelas, todas intachables, buenas según el dicho de vecinos y amigos, desteñidas de toda mácula y proyectadas perfectas en el teatro de su mente. Había sucumbido ante el hombre, abatida por la preocupación y lo que, fácilmente comprendió, era la mano invisible de una sociedad que la señalaba y juzgaba desde su interior con frases que había escuchado sobre otras, sobre mujeres “así”, que eran capaces de hacer “algo semejante”. El médico tampoco levantó la cabeza. Anotó la fecha de su última menstruación, sin alergias, sin otros padecimientos, le dijo que seria rápido y saldría de ahí por su propio pie, que debía cuidarse de aquí en adelante. Una enfermera la condujo detrás de un biombo tubular con telas blancas, le entregó una bata y le dijo que la acompañaría en todo el proceso, que no se apartaría de ella y que todo estaría bien; muy pronto, en menos de lo que imaginaba, todo habría pasado y sería un mal sueño, cada vez más lejano. Casi de inmediato estaba reclinada, con las piernas separadas y llorando a mares porque aquello dolía tremendamente. Retorcía la espalda y las lágrimas mojaban su cara; el resto del cuerpo estaba empapado en sudor, tenso, más bien tieso, crispado, aullaba dentro y fuera de la piel. Pareció eterno. Imaginaba una retroexcavadora perforándola hasta la garganta, hasta el cerebelo, hasta lo más profundo del alma. Sabía que eso, ese ahí, la tatuaba silenciosamente: un dibujo serpenteante del vientre a la nuca, uno que sólo ella vería, hasta el día de su muerte.

Dos meses después, estaba de pie, frente al gran protón de la clínica nuevamente. Había llevado a su sobrina, a quien el conocido de un amigo había forzado en el baño de un bar y la había noqueado, dejándola inconsciente hasta el amanecer. La policía dijo que seis días después era imposible levantar el acta, que el médico legista no había encontrado rastros de nada y que ella había bebido demasiado como para estar segura de que no había sido consensuado, que mejor se pusiera a estudiar y dejara las malas compañías y la fiesta, no estaba bien para ninguna chica de su edad. Luego comenzaron los malestares. La buscó a ella, su único apoyo desde niña. Caminaron juntas y se tomaron de la mano todo el tiempo, comprendiéndose, protegiéndose, sabiendo que ninguna de las dos estaría sola, que se tenían. Contundente ternura radical. Otras como ellas, en otros lugares del mismo país, debían esconderse, obtener las referencias de sitios clandestinos en secreto, pedir prestado para pagar por atención y por silencio, sabiendo que podían ser delatadas, arrestadas, juzgadas y encarceladas. Ellas sí, pero los violentadores en escuelas, bares y hogares, no.

Sus cuerpos eran un campo de batalla. Madeja de emociones, mezcla heterogénea saturada de dudas y certidumbres, confundiendo lo propio con lo ajeno. Ágora para la deliberación pública sobre el derecho individual y la estigmatización pública. Cuando, con temple de acero, me narra esa odisea donde las heroínas buscaban el regreso a una Ítaca llamada Libertad, pregunto la fecha. Fue 2016, responde sin dudar un instante. Bien decía Voltaire que la casualidad es la causa ignorada de un efecto desconocido: ese año ella, la sobrina, Barbara Kruger y al menos 12 mil mujeres más ocuparon sus mentes en el aborto como opción para salvaguardar sus vidas, alternativa anhelosamente segura. Ese noviembre la artista estadounidense, intervino la estación Bellas Artes del Metro capitalino con el proyecto Empatía. Su potente obra vuelve constantemente al tema de la violencia táctica de género en una sociedad patriarcal, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y la utilización del cuerpo femenino como objeto anónimo de comercialización, abuso y ejercicios múltiples de poder que dejan fuera la voluntad de quienes viven dentro de él. En Empatía se leía, entre otras frases ocupando andenes y escaleras, el cuestionamiento “¿Quién es dueño de qué?” La alusión era multívoca: se refería a los dueños de las riquezas materiales en medio de altísimas tasas de delincuencia producto de desigualdad y falta de oportunidades, a los verdaderos dueños del territorio nacional frente al avance del narcotráfico, a los crecientes índices de pobreza extrema en un país con un puñado de millonarios blue chip, pero también a la imposibilidad de las mujeres a ser dueñas de su cuerpo en un territorio con números alarmantes de violencia de género, violencia ginecobstétrica y el aborto ilegal como tercera causa de muerte durante el embarazo, pues sólo 3 de 32 estados permitían su interrupción legal y las personas gestantes que optaron por ello son criminalizadas.

El 7 de septiembre de 2023, la Suprema Corte de Justicia de la Nación despenalizó el aborto a nivel federal. Las instituciones públicas de salud deberán practicar el aborto de manera gratuita, el personal médico no podrá ser perseguido por hacerlo y ninguna persona gestante podrá ser procesada por interrumpir el embarazo. La marea verde es bocanada de aire fresco para recuperar la vitalidad en una nación violenta, particularmente para mujeres, niños y divergencias de toda índole. El patriarcado deberá, para poder ser una nación libre y soberana, caer para que la verdadera empatía pueda florecer.

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