La “gente bien” se siente más cómoda hablando de “gentrificación” que llamándole a las cosas por su nombre: despojo, desplazamiento y segregación. Los amos del mercado inmobiliario, sus operadores y emprendedores anexos seguro se sienten más tranquilos presumiendo los éxitos del aburguesamiento de los barrios y colonias que mirando la agonía y sufrimiento de los sectores sociales pauperizados que son obligados con la ley en la mano y hasta con lujo de violencia a buscar alternativas de vivienda adecuadas a su situación económica. Hace meses que el Estado mexicano debió haber actuado en defensa de una población vulnerada por una dinámica incesante de acumulación de capital que compromete e incluso anula sus derechos fundamentales.
Lo que está en disputa fundamentalmente es la propiedad y renta de la tierra. Quienes no pueden pagar por un inmueble son desalojados y excluidos de un determinado ámbito de convivencia. Quienes sí pueden pagar se apropian del espacio y son parte de su reconfiguración. En el fondo, la segregación es una política demográfica orientada al control social y la administración de la población, así como de los recursos e infraestructuras espaciales. Y es que la gentrificación implica la creación de un entorno mercantil de base territorial donde se busca garantizar el intercambio concentrado entre múltiples actores cualificados.
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La dinámica económica que domina el territorio y su destino vence la identidad, la cultura y la memoria de un sujeto social desprovisto del sustento geográfico de su propia reproducción. Los entornos vitales estilizados y encarecidos son transformados en nichos de mercado definidos por el poder adquisitivo de sus nuevos dueños, poseedores o usuarios. Incluso, ciertas infraestructuras y servicios públicos se vuelven exclusivos de la colectividad sobreimpuesta, por no mencionar los espacios públicos que quedan indisponibles para otros sectores de la población ajenas al espacio reconfigurado.
En la gentrificación se entremezclan la desigualdad y la discriminación clasista con políticas de despojo y desplazamiento en la disputa salvaje por espacios urbanos, vivienda y entornos vitales sin mucha más regulación que la que impone la correlación de fuerzas entre los actores del negocio inmobiliario y sus modelos de inversión. La escasez de vivienda sin política pública que atienda la demanda social creciente origina la especulación del suelo y los inmuebles, que puede derivar en la expulsión de población nativa. De igual manera, el control oligopólico del mercado facilita la manipulación de los precios de compra y renta de bienes raíces, que también redunda en el rechazo de la población local. Finalmente, la gentrificación requiere un alto componente de corrupción. No es raro que funcionarios públicos sean cómplices y hasta socios de los desarrolladores y agencias inmobiliarias.
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Ahora bien, la gentrificación no es un fenómeno exclusivo de la Ciudad de México o Guadalajara y tampoco es nuevo en el país, por más que la palabra sea de uso más o menos reciente. De alguna manera, ya lo han vivido las comunidades indígenas y campesinas, los habitantes de pueblos mágicos como Tepoztlán, Cholula o San Miguel de Allende, y todas aquellas poblaciones que ocupan territorios con algún atractivo de negocio para los inversionistas. En todos los casos, siempre los más pobres son sistemáticamente empujados hacia la periferia, donde siguen viviendo en condiciones acordes a su clase social. Algo así también pasó durante la colonia en el centro de la Ciudad de México y si revisamos los siglos XIX y XX veremos que la lucha contra los despojos y el desplazamiento de la población originaria forma parte de las batallas asimétricas cotidianas en la ciudad.
En muchos sentidos, la gentrificación expresa la crisis de vivienda por la que atraviesan metrópolis como Nueva York, Londres, Madrid, Barcelona, Sao Paolo, Río de Janeiro, Buenos Aires o la Ciudad de México. La reconfiguración espacial de las relaciones sociales es una manera de garantizar la reproducción del capital. Por eso la gentrificación es un fenómeno global, no tanto por las pretensiones neocoloniales de los nuevos dueños corporativos del suelo o por el hecho de que los nuevos ocupantes del inmueble sean extranjeros. El factor determinante no es la nacionalidad ni el origen étnico, sino el nivel de ingresos de las personas. No son “los gringos” sino el tipo de cambio del dólar en el contexto del mercado mundial capitalista. Precisamente por ello, las protestas contra la gentrificación no pueden banalizarse ni reducirse a consignas xenofóbicas, mucho menos motivar medidas antimigratorias, como sucede en Estados Unidos.
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La resistencia frente a la gentrificación es una lucha colectiva por el espacio en sociedades empobrecidas y desiguales, que busca contener el desplazamiento forzado por causas económicas, así como la consiguiente inaccesibilidad a infraestructuras y servicios públicos. En la defensa de la comunidad frente a la gentrificación se ponen en juego múltiples derechos fundamentales, como el derecho a una vivienda adecuada, el derecho a la ciudad e incluso el derecho al agua, el derecho a la alimentación, el derecho a la movilidad y el derecho al trabajo. Pero, particularmente se disputan derechos patrimoniales en torno a la propiedad y la seguridad jurídica sobre la posesión y arrendamiento de bienes inmuebles. Al respecto, las autoridades deben tener presente que las protestas sociales contra la gentrificación ya no son aisladas, por lo que en la atención a sus demandas el Estado debe ofrecer soluciones estructurales e integrales en todo el país, así como evitar la criminalización de la pobreza.
Vale la pena tener presente que la lucha histórica del movimiento urbano popular en la Ciudad de México ha tenido precisamente como núcleo articulador la reivindicación del derecho a la vivienda, reconocido en México desde 1981 dada la ratificación del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, además de previsto en la Constitución desde 1983 con una reforma importante de 2024. El MUP es no sólo la base social efectiva que le ha dado vida al derecho a la vivienda en la Ciudad de México y a la lucha por los servicios públicos, sino también la vanguardia en la configuración del derecho a la ciudad a favor de la población más desfavorecida y ahora punta de lanza en la resistencia contra el despojo y el desplazamiento clasistas que sintetiza la palabra “gentrificación”.