Historia del verdadero unicornio
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Historia del verdadero unicornio

Una piedad indecible

se esconde en el corazón del amor:

quienes compran y venden

las nubes en sus altos viajes,

los vientos fríos y húmedos que siempre soplan,

y el bosque fantasmal de los avellanos

donde aguas grises corren

amenazan esa cabeza que amo.

William B. Yeats

A Antonio:

El 20 de mayo de 1515 el primer rinoceronte indio caminó por suelo europeo, desde tiempos de Alejandro Magno. Ese mismo año se fundaría La Habana en Cuba, Tiziano pintaría su célebre Amor sagrado y Amor profano, y nacería Teresa de Jesús, sin embargo, pocas historias tan fascinantes como la del rinoceronte que desbordó con su figura acorazada y el cuerno corto sobre la nariz. Las mentes de aquella época, especialmente de miembros de la corte que hubieran podido contemplarlo frente a frente, gente que lo vio desfilar por grandes ciudades y naturalistas que lo dibujaron y describieron para beneplácito de eruditos y, sobre todo, para la inspiración de artistas ávidos de conocimiento y revelaciones, hasta en los rincones más apartados del que, en ese momento, era el mapa múltiple de la civilización renacentista. Imagino al prodigio gris como martillado en plata, de pie, completamente sólo en el centro de un palacete clásico, tan fuera de su contexto natural pero, al mismo tiempo, tan pertinente para pensar en un contexto histórico de conquistas, colonizaciones, guerras y fascinación ante el encuentro con otredades, todas rotundas, bellas, fascinantes, invariablemente incomprensibles. Nunca, ningún ejército había sido provisto de armadura semejante, de tal poderío físico y de tan extraña envergadura, completamente disímbolo de cualquier animal hasta entonces visto o imaginado.

Se trataba de un regalo del sultán de Cambay al gobernador de la India portuguesa, Alfonso de Albuquerque, como una especie de compensación ante la negativa del primero a la construcción de un puente, por parte del segundo, en la isla de Diu. El presente iba dirigido al rey Manuel I de Portugal, de quien bien se conocía el gusto por los animales exóticos, especias y tesoros obtenidos de aquellos territorios hasta los que se había extendido la potestad política y militar de las grandes monarquías. El viaje duró cuatro meses, días eternos en los que el imponente animal, alimentado de granos y paja, hizo escalas en las islas Azores, Madagascar y Santa Helena, hasta llegar a su destino final: una Lisboa que vistió su saudade de sorpresa y júbilo, pues por sus calles pasaba aquel portento que, hasta entonces, pertenecía únicamente al imaginario fantástico y a bestiarios de herencia latina, tan legendarios como increíbles.

Amén de que el rey portugués tuvo la brillante idea de enfrentar al rinoceronte con un elefante que, al ver a su contrincante, huyó de inmediato, el perisodáctilo indio fue el epicentro de la admiración para luego, como reliquia preciosa, partir rumbo al Vaticano. El monarca de cuyo tesoro real hasta entonces formaba parte, lo regaló al Papa León X, de quien precisaba injerencia y apoyo para la apropiación de lo que hoy conocemos como Brasil. Así, el bellísimo animal pasó de mano en mano, como un presente extraño, hirviendo, incomprensible, infravalorado, puesto en paralelo con objetos codiciados como gemas, especias o pieles, cosificado por ser, en el fondo, ente atemorizante, símbolo total del repelús por la otredad. Cuando las antípodas se aproximan, el capricho ambicionado se convierte en némesis por dilapidar. Dado que el animal viajaba de Portugal a Italia encadenado en el interior de un barco y la nave se impactó en un arrecife para, luego, hundirse estrepitosamente, el celebrado rinoceronte que puso a volar a Europa, murió tras unos meses de faena, ajetreo, admiración y, seguramente, inenarrables penurias. Su efigie, sin embargo, perduró y viajó a distantes latitudes, acompañada de descripciones de reputados humanistas y llegó a manos de artistas como Rafael Sanzio y, por su puesto, Alberto Durero.

Durero habrá tenido, en el momento de recibir el impacto de la ilustración del rinoceronte en Nuremberg, unos cuarenta y cuatro años. Para entonces, ya habría pintado muchos de sus reverenciados lienzos y experimentado con las posibilidades estéticas y el largo alcance del grabado. Entonces, él, experto en el delineado como recurso ideal para plasmar con contundencia observaciones precisas de un referente dado, eligió la xilografía como la técnica ideal para plasmar la huella del rinoceronte en su sensibilidad humanista italianizante, impregnada de sorpresa científica y gusto preciosista alemán. Ya antes caballos, perros, bestias demoniacas y, por su puesto, perfiles humanos, todos con meticulosa corrección anatómica que reflejaba, no sólo la observación científica, sino su interés por capturar ánimos y temperamentos, habían llenado sus obras pictóricas plagadas de símbolos, detalles, ornamentos y complejas narrativas religiosas, mitológicas, humanas e, incluso, cabría decir, psicológicas y filosóficas.

El genio renacentista ponía ahora su mirada en un rinoceronte, fantasía cuya existencia recién se había comprobado y ahora él capturaba y salpimentada con líneas que daban la apariencia de escamas, placas, tegumentos, garras, vellosidades en boca y orejas, un diminuto ojo en el perfil y, además del cuerno nasal, otro pequeño sobre las cervicales. De pie en un montículo de tierra y piedras, el inmenso animal aparece tímido, humillado, inofensivo e, incluso, atemorizado: Durero deja entrever una especie de compasión y, aún, amor por ese ser que jamás vio pero supo reconocer como la comprobación de lo extraordinario, la revelación del misterio de la vida concretada en infinitas posibilidades. El rinoceronte adquiere en el dibujo y el grabado, la misma ternura que le confirió a la liebre joven reposando sobre la nieve años atrás.

La dulzura puede tener muchos rostros y detonarse, incluso, entre seres que jamás se rocen con las yemas, pero sí con el pensamiento, sobre todo de orden poético. Al retrato de ese espécimen no podía aplicarle las reglas de proporción matemática que tanto le interesaba descubrir en la anatomía humana como señal de la posibilidad de comprender la totalidad del ser y, por ende, la voluntad de Dios puesta en esa, su más grande creación; no, el rinoceronte respondía a su propia naturaleza, reflejo de una faz divina desconocida que se dice en múltiples lenguas. Quizá la avidez por entender el habla de las deidades, compartida con natura pero hermética para el ser humano, lo llevó a viajar a Zelanda al escuchar la noticia de una ballena que había quedado varada en la costa. Durero habrá querido estudiarla, tocarla, olerla, quizá diseccionarla, dibujarla y luego distribuirla en grabados obsesivamente detallados. Cuando el artista llegó al sitio señalado, la ballena había desaparecido y él contrajo una fiebre palúdica que mermó su salud hasta terminar con su vida al poco tiempo. Necesitaba escribir sobre Durero pero, particularmente sobre ese rinoceronte casi fantástico, impreciso en los detalles anatómicos pero brillante en la percepción de la vida como acontecimiento incesantemente sorprendente, impredecible y mágico, el verdadero unicornio de Lineo perseguido por su belleza ósea y las supuestas propiedades medicinales de la mítica calcificación que signa su rostro y su clasificación.

A últimas fechas la tierna figura de un rinoceronte se apoderó de mi mente con la imagen delineada por el maestro del renacimiento alemán: un arte, de alguna manera idealizado pero mayormente tocado en lo más hondo, había sustituido al ejemplar real y me hacía, desde la destilación poética, volver a él como organismo vivo admirado y deificado por el genio. La mente y su semiosis infinita puesta en marcha a partir de la labor hermenéutica tras la conmoción derivada del objeto estético. ¿No es esa, precisamente, la repercusión (que no función) primordial del arte: revivir, reanimar, hacer sentir para desencadenar el pensamiento y, entonces, ser verdaderamente humanos? Vale más el rinoceronte de Durero, más aún el rinoceronte mismo, blanco, de la India o de Java, más que tantos humanos empeñados en destruir sociedades, aniquilar individuos, sofocar ideas y justificar sus acciones con una supuesta racionalidad de altos vuelos. Sugiero al lector imprimir, en vil papel y tinta, dibujar si se quiere o describir al rinoceronte de Durero, o quizá otro fotografiado de pie frente a un lago y llevarlo siempre como recordatorio simbólico de lo importante: mirar con ternura a eso que parece lejano, pero no es más que reflejo de lo próximo que hemos olvidado o dado por sentado.

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