Mientras aumentan los discursos transexcluyentes y de violencia contra las mujeres, plantear preguntas alrededor del género y del camino que aún nos falta por recorrer para abandonar estereotipos, ideas e imágenes de lo que para nosotros constituye un cuerpo femenino y masculino es fundamental.
Poner los cuerpos en el centro es una trampa moderna pero no podemos evitar encarnar el mundo que habitamos, así que el desafío está en entender cómo hemos construido cuerpos de forma diferenciada, y cómo necesitamos repensar y desmantelar esas construcciones, pero para lograrlo hay que empezar por los ojos.
En Occidente, el sentido de la vista ha sido central para conformar la ley social en la que los cuerpos han sido leídos igual que un libro, interpretados y abiertos a la creación de narrativas, no hay par de ojos que observen exactamente lo mismo, y hay algunos ojos que se han concentrado en contemplar la diferencia.
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Hay un pacto visual que generó la imagen correcta, y su otra correspondiente, en el caso de los pueblos colonizados, el colonizador creó al cuerpo correcto y al cuerpo otro; un cuerpo que es diferente, que encarna todo lo que el colono no es y no le gusta.
Uno de los argumentos para dejar de utilizar la palabra “colonia” en los discursos actuales es pensarlo como una anacronía, una suerte de salto sin sentido hacia el pasado, pero para estar seguros cuando decimos que el género – y muchas otras cosas más – son coloniales, hay que pensar en clave de colonialidad y colonialismo.
El colonialismo es un proceso histórico que inició en 1492 e implicó el establecimiento de relaciones de dominación directa de los colonizadores hacia los colonizados. Por otro lado, podríamos definir a la colonialidad como los estragos del colonialismo. La colonialidad es un sistema, un patrón de poder que introdujo categorías, formas de vida y pensamiento, cosmosensaciones y percepciones particulares del mundo.
Estos sentidos del mundo ya no dependen, en realidad, de la existencia de colonias, porque los hemos interiorizado a través de la historia, nos han formado. La colonialidad empapa todas las dimensiones de la vida: la educación, el conocimiento, el trabajo, las relaciones afectivas, la relación que tenemos con la naturaleza y, sobre todo, el cuerpo, la raza y el género.
La raza y el género son dos de las categorías centrales en la conformación de la sociedad como la conocemos; justificadas en la realidad biológica, (ya desmentida, por cierto), se crearon las ideas de lo masculino y femenino, del hombre (blanco, indígena y negro) y la mujer (blanca, indígena y negra), además, se jerarquizaron y se pensaron como narrativas únicas e inamovibles.
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El sistema sexo-género que nos rige y dicta las formas en que nos identificamos es colonial; en la precolonialidad, muchos de los pueblos del Abya Yala y África no tenían, si quiera, un sistema de género que se tradujera en las esferas políticas o sociales; la lengua y la vida no “hacían” género. Por ejemplo, la autora Oyeronké Oyewumi diría que, al menos en África, la mujer negra fue inventada, y Aura Cumes explicaría que los pueblos mayas no priorizaban las diferencias sexo genéricas.
Imaginemos esto: si el género es colonial, las “reglas” que queremos ponerle también lo son. Para las personas racializadas se suman más y más restricciones para la expresión de su identidad de género y su sexualidad, porque les oprime el sistema racista y el sistema sexo-género, ambos coloniales.
Estas categorías, lastres del pacto visual colonial, nos llevan a discursos peligrosos como la transfobia o la homofobia al establecer una estética y moralidad correcta y, por otro lado, señalar y castigar la diferencia. De manera estructural, nadie le escapa al género como una ley social, pero no hay sentido en pensar que eso es inamovible. Cuestionarnos las categorías coloniales nos acerca a una vida mucho más digna para todas y todes.