La política industrial, ese conjunto de subsidios, exenciones fiscales, aranceles y regulaciones para apoyar a la expansión de industrias seleccionadas desde el gobierno, nunca se ha ido de las conversaciones de estrategia económica, pero después de tres décadas de ocupar un lugar secundario ha vuelto de lleno al centro de la discusión. Un análisis de la base de datos Factiva, un agregador de noticias con más de 30 mil fuentes de Estados Unidos y el resto del mundo, da cuenta de la magnitud del cambio en la conversación.
En 1990, este término no alcanzaba mil menciones en los principales medios de negocios internacionales. Era la época en que, después del agotamiento de la estrategia de industrialización vía sustitución de importaciones, de la crisis de la deuda y del asociado desprestigio del activismo estatal como agente protagónico del desarrollo, se popularizó en los círculos de élite económica la convicción de que la mejor política industrial era la que no existía. El mantra implicaba liberalizar, privatizar y desregular para dejar a los mercados lograr su magia.
Casi quince años después, en 2004, cuando se empezó a sentir de lleno en Occidente el impacto de la vertiginosa escalada en las exportaciones manufactureras chinas, las menciones a la política industrial se habían multiplicado por seis. La activista política industrial de China a partir de 1978, volcada sobre todo a la atracción de inversión extranjera directa y la exportación, y responsable de un milagro económico inédito, era el objeto de atención mundial. Si cientos de millones de ciudadanos chinos estaban saliendo de la pobreza y si los mercados mundiales eran inundados por mercancías chinas, ya no era tan claro que la mejor política industrial era no tenerla.
Otros quince años después, en 2019, la política industrial apareció mencionada 18 mil veces en los diarios internacionales. Además del fenómeno exportador chino y de su real o aparente contribución a la desindustrialización de algunas zonas manufactureras de Estados Unidos, los estragos de la crisis financiera de 2008, notablemente el desempleo, las quiebras y la eventual elección de Donald Trump en 2016, acentuaron la percepción en Estados Unidos de una rivalidad económica con el gigante asiático. Había que aplicar un paquete de políticas proteccionistas y de estímulo a la inversión. De lo contrario, se argumentaba, más fábricas y empleos se perderían para siempre frente a una potencia crecientemente hostil a los intereses de Estados Unidos.
Luego llegaron la pandemia del covid y la crisis energética desencadenada por la invasión de Rusia a Ucrania. La integración de cadenas de valor transcontinentales, con su fuerte dosis de especialización regional en la fabricación de componentes (chips especializados en Taiwán, semiconductores en Japón, manufacturas en China, autopartes en México, entre un larguísimo conjunto de ejemplos), mostró una debilidad insospechada ante el choque de la pandemia.
En Estados Unidos provocó una enorme incomodidad descubrir la indisponibilidad de su aparato industrial interno para responder a una crisis de salud como ésta. En el corto plazo los cubrebocas y respiradores tendrían que venir de países hacia donde las plantas industriales habían migrado para aprovechar los costos de producción más bajos. Y para dejar de depender lo más pronto posible de importaciones de componentes fabricados en la poderosa China y el vulnerable Taiwán, la administración Biden lanzó sus programas CHIPS e IRA, en conjunto la más ambiciosa política industrial en décadas para promover industrias consideradas estratégicas.
En Europa, la amenaza de una interrupción en el suministro de gas natural ruso, materializada en un aumento drástico en su precio, persuadió de nuevo a los gobiernos que la política energética era demasiado importante para dejársela solo a los mercados. No importaba si la dependencia del gas de Rusia se debía a acuerdos promovidos de manera entusiasta décadas atrás por los gobiernos de Alemania y Francia, con el apoyo o bajo la sugerencia de sus grandes empresas energéticas, para construir más ductos que conectaran a los yacimientos rusos con los puntos de demanda clave del oeste europeo. Disminuir esa dependencia exigía la reorientación de subsidios y exenciones fiscales para acelerar la construcción de terminales de importación de gas licuado del resto del mundo y el despliegue de energías verdes.
En el trasfondo de estas tendencias subyacía otra más que llevaba décadas inquietando a las sociedades occidentales y que con la publicación de El Capital en el Siglo XXI, de Thomas Piketty, se puso también en el centro del debate: el crecimiento de la desigualdad. Aunque los debates académicos respecto a su medición siguen siendo intensos, parte del fenómeno fue atribuido a las políticas de libre mercado, o bien, a la renuncia a la política industrial y a la retirada del compromiso estatal con políticas de bienestar.
La confluencia de los factores anteriores, todos indicadores de una mayor desconfianza, apunta a que el nuevo ciclo de políticas industriales en el mundo perdurará cuando menos un par de décadas. Con suerte, la experiencia de los últimos cincuenta años servirá para que los aciertos superen a los errores.