No es secreto que cuando critican a nuestros hijos solemos reaccionar con indignación profunda, como si nos atacaran de forma vil y despiadada. Como si nuestros angelitos fueran incapaces de matar una mosca. La crítica ajena se convierte en una herida personal, pues lo que duele no es solamente el error, sino la amenaza a nuestra imagen perfecta como padres. Vemos a nuestros hijos como una extensión de nosotros mismos, como una obra perfecta, y el cuestionamiento de esa “perfección” nos desborda.
Si trasladamos esta reacción a la política, al gobierno actual y a las acusaciones de vínculos con el crimen organizado, la verdad se nos hace más dolorosa. Las críticas amplifican la impotencia del Estado y despojan al gobierno de su discurso triunfalista. En lugar de confrontar a las organizaciones criminales, las sospechas nos sugieren que se han negociado acuerdos. Así, un gobierno que parece cómplice y un pueblo constantemente vulnerado surgen como las sombras de una nación desgarrada.
La indignación oficialista ante los señalamientos no aclara nada, solo genera más dudas. Defenderse sin ofrecer soluciones solo siembra confusión. Y cuando la crítica llega desde fuera de nuestro círculo cercano, nos escondemos tras el escudo del ofendido. Es más fácil levantar barreras que mirarnos al espejo con los ojos transparentes, porque la mirada ajena nos desnuda tal cual somos, y la vulnerabilidad de ser vistos por fuera se vuelve insoportable. En esos momentos, la vergüenza y la rabia se entrelazan, pues el espejo nos refleja lo que preferíamos ocultar. La crítica externa no es solo una amenaza a nuestro orgullo; es una oportunidad perdida para la reflexión genuina sobre lo que somos y los errores que hemos permitido.
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A pesar de la posible hipocresía detrás de las críticas provenientes de la oposición o de quienes nos juzgan del otro lado de la frontera, estas no dejan de reflejar verdades dolorosas. Es cierto que aquellos que hoy nos señalan también ocultan sus sombras, pero lo que dicen destapan una realidad que no podemos ignorar: gobiernos incapaces que no han resuelto los problemas que nos asfixian.
En un país como México, la esperanza de un cambio se ahoga en la negación de quienes podrían cambiar el rumbo. La desilusión no nace de la falta de ánimo, sino desde la confirmación de que el poder está en manos de quienes han corrompido al sistema y allanado el camino a la delincuencia. En este contexto, la autocrítica no es un lujo, sino una necesidad urgente.
El reto no está en defenderse en aras de una soberanía mal entendida, sino en actuar con resultados concretos. La lucha contra la violencia debe ser inmediata, porque la crítica externa solo acentúa el sufrimiento de una nación atrapada entre el deseo de sanar y la brutalidad de una guerra que dejó de ser invisible hace tiempo.
El desafío es dejar de victimizarse ante las críticas y empezar a actuar con eficacia. El gobierno no puede seguir defendiendo su postura con discursos vacíos, desplegados sincronizados o cartas indignadas. Es hora de ofrecer resultados concretos. La violencia no es una pesadilla lejana, es una realidad cotidiana que exige acción inmediata.
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Nos preocupamos por los aranceles a las exportaciones mexicanas y olvidamos que no hay impuesto más alto que el que cobra el crimen organizado todos los días.
La autocrítica, tanto en casa como en el gobierno, es un ejercicio doloroso pero necesario. Nos obliga a mirarnos sin máscaras, a ver nuestras imperfecciones. Si nos refugiamos en la negación, quedaremos atrapados en la mentira que nos repite que todo está bien, que no hay errores si no los nombramos.
Esa falta de autocrítica, esa indignación, esa huida constante de la realidad, nos condena a un futuro de fracasos continuos, tanto para nuestros hijos, como para el país.