Graduado de Periodismo por el Tec de Monterrey y Máster en Psicoanálisis y Teoría de la Cultura por la Complutense de Madrid. Cuenta con más de una década de experiencia en medios nacionales e internacionales, reportero del conflicto Rusia-Ucrania en Europa, donde reside desde hace un lustro.
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En este Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, el nombre de Gisèle Pelicot se alza como un grito de resistencia y un llamado a la justicia. Durante los últimos meses, esta mujer ha transformado su sufrimiento en una lucha pública que ha sacudido los cimientos de la indiferencia social. Su caso no es solo un relato de atrocidades, sino una denuncia contra un sistema que permitió, durante años, su abuso sistemático.
El caso Pelicot es estremecedor. Gisèle fue drogada regularmente por su esposo, Dominique Pelicot, para ser violada por al menos 51 hombres. La magnitud de la violencia es difícil de procesar: más de 200 grabaciones documentaron los abusos, pruebas que Dominique almacenaba como trofeos de su depravación. Lo que resulta aún más escalofriante es la aparente normalidad de los agresores: hombres con familias, trabajos e identidades socialmente aceptadas que no mostraron remordimiento alguno. Gisèle los enfrentó en un tribunal público, porque, en sus propias palabras, “la vergüenza debe cambiar de bando”, una frase que se ha convertido ya en un estandarte.
La crudeza de este caso no se limita a los hechos, sino que se amplifica en el juicio. Apenas la semana pasada, uno de los abogados de los acusados afirmó que “un dedo no es violación”, una declaración que no solo minimiza el horror sufrido por Gisèle, sino que ejemplifica la cultura de la violencia sexual que sigue latente.
Asimismo, las palabras de Dominique, lejos de mostrar arrepentimiento, buscaron desviar su ominosa responsabilidad en los hechos: “Fueron acuerdos entre adultos”, sugirió, ignorando por completo que Gisèle estaba bajo sumisión química y privada de toda voluntad cuando sufría estos aberrantes abusos sexuales.
Frente a esta falta de humanidad, Gisèle ha mostrado una fortaleza que ha impactado al mundo y resignificado la lucha de las mujeres contra la violencia machista. Su declaración “Ninguno intentó detenerlo” resonó como un dardo en el tribunal y en la sociedad. No solo acusó a sus agresores, sino también a quienes, por omisión o complicidad pasiva, perpetúan la violencia contra las mujeres. Más allá del juicio, Gisèle se ha convertido en un símbolo de valentía y resiliencia, inspirando a otras mujeres a alzar la voz. “Soy una mujer completamente destruida y no sé cómo me voy a levantar”, confesó, pero es precisamente su acto de enfrentar esta oscuridad lo que ha iluminado un camino para miles de víctimas.
El juicio de ‘los violadores de Mazan’ también expone las grietas profundas en los sistemas legales. En Francia, como en otros países, la definición de violación sigue anclada en conceptos arcaicos que priorizan la resistencia física sobre el consentimiento explícito. Este vacío permitió a los acusados justificar sus acciones, alegando ignorancia sobre el estado de Gisèle. Sin embargo, los videos presentados en el tribunal dejaron claro que ella fue tratada como un objeto, despojada de toda humanidad y dignidad.
El impacto de este caso va más allá de las fronteras francesas. En el contexto del 25-N, la historia de Gisèle es un llamado urgente a actuar contra una epidemia global de violencia de género. Su decisión de llevar este caso a la luz pública rompe con el estigma que silencia a tantas víctimas y exige sistemas legales más firmes y una sociedad que deje de mirar hacia otro lado.
No obstante, no podemos permitir que esta lucha recaiga únicamente en las víctimas. Como sociedad, debemos cuestionarnos cómo hemos normalizado discursos como “un dedo no es violación” y cómo hemos permitido que historias como la de Gisèle permanezcan ocultas durante años. Este caso nos obliga a reflexionar sobre nuestra responsabilidad colectiva y a exigir cambios estructurales para proteger a las mujeres.Gisèle Pelicot nos ha mostrado que la valentía de una sola mujer puede cambiarlo todo. Su lucha no solo busca justicia para ella, sino para todas las mujeres que han sido silenciadas.
En este 25-N, su caso debe inspirarnos a transformar el dolor en acción, a construir un mundo donde la justicia no sea un privilegio, sino un derecho universal. Que este sea el inicio de una revolución que erradique para siempre la violencia contra las mujeres. Para que la vergüenza cambie de bando.