Aunque en la vida real apenas le llevaba seis años a él y ocho a su “hija” en la película “El graduado”, Anne Bancroft (1931-2005), se convirtió en un símbolo de la seducción para varias generaciones. Cuando se estrenó la película faltaban varios años para que yo naciera, pero la señora Robinson marcó mi vida.
“Señora Robinson, ¿está usted intentando seducirme, no es verdad?”, le pregunta Benjamin Braddock, el personaje interpretado por Dustin Hoffman.
No sé cuántos años tenía cuando vi por primera vez la película dirigida por Mike Nichols en 1967 y con la que ganó el Oscar al mejor director, seguramente fue a mediados de los 80, pero recuerdo la perturbadora portada de un LP que tenía mi tía Victoria: en primer plano se aprecia la pierna de Bancroft mientras se quita una media negra. De fondo, Braddock la mira con las manos en los bolsillos.
El consumo de alcohol y cigarrillos en la película hacen parecer más grande a la señora Robinson, mucho mayor que los 21 años que se supone que tiene Hoffman en la cinta. A mis ojos, eso la hacía más interesante.
No les voy a contar la película, estrenada el 29 de mayo de 1969 en los cines mexicanos, pero la actuación de Anna María Louisa Italiano (Bancroft), que ya había ganado un Oscar como mejor actriz en 1952 por The miracle worker, definió mi gusto por las mujeres más grandes que yo. No creo que haya sido espontáneo, otras películas alimentaron mi fantasía. Una de ellas fue American Gigolo (Paul Schrader 1980), donde Lauren Hutton saca de apuros al guaperas Richard Gere. Para cuando yo tenía mis primeras salidas, el mexicano Luis Mandoki dirigía White Palace (1990), en la que la empleada de un restaurante de comida rápida, de 43 años, Nora Baker (Susan Sarandon), seduce a Max Baron (James Spader), un joven abogado de 27.
En 2004 vi los pechos al aire de Margarita Gralia cuando interpretó a la señora Robinson en la puesta en escena de El graduado en México. Lo siento, yo seguía pensando en la señora Bancroft, que murió un año más tarde. El libro, la película y el soundtrack, de la película y la obra de teatro, están en mis libreros.
Otras miradas
Éramos cinco adolescentes en un campamento en Atizapán de Zaragoza. Eran dos parejas en sus 40, con bastantes cervezas encima, que nos pidieron ayuda para encender un asador. Una de las mujeres, apenada por su estado, pidió algo para cortarse la borrachera. Le acerqué un vaso con agua, hielos y un Alka Seltzer. La mujer dio las gracias y tomó mi mano, me acarició el pelo y mis amigos regresaron a la prepa diciendo que me había ligado a una señora. Dos años después, a los 18, salía con mi maestra de inglés, ocho años mayor que yo. En nuestro primer encuentro me citó en un Toks. Yo, aterrado, le pedí a mi primo Abraham que se apareciera casualmente por el restaurante. Los tres platicamos y tomamos café. Lo demás fue otras historia.
Nunca tuve suerte con mujeres más jóvenes, sobre todo en mis veintes o los treintas. Generalmente le gustaba a las amigas más grandes, a las tías o a las mamás de esas chicas. Cuando comencé a trabajar mi panorama se amplió y conocí a más personas, pero el patrón se repitió. No me puedo quejar, la he pasado muy bien. La diferencia más grande ha sido de 19 años. Yo tenía 26 años y ella 45. Era mi primer año como reportero y vivía mi propia versión de “Mirada de mujer”, aquella telenovela protagonizada por Angélica Aragón y el “periodista” Ari Telch en 1997. El día que me conocieron sus amigas se acabó el romance.
Cuando comencé a utilizar aplicaciones de citas, mis amigos criticaban que saliera con mujeres con algunos meses o varios años más que yo. A muchos les molestan las arruguitas, las canas o las estrías. Uno de ellos me dijo que una señora que conocí en Twitter no le gustaba por un pliegue que se le formaba arriba de la boca: “¡Me recuerda a una amiga de mi mamá!”
Mi madre era cuatro años más grande que mi papá; la mamá de Camila es mayor que yo. ¿Inconscientemente he buscado relaciones así? No lo sé. Nunca se lo he planteado a mis terapeutas. ¡Lo único que puedo decir es gracias, señora Robinson!