Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.
Lo cristalino transparente | En memoria de David Huerta
En deuda quedo contigo, David, pintor de versos transparentes, bautista de almas avistadas por las palabras, de poéticas trascendentales en este hoy tan tremebundo, sin ti, a penas incurable.
En deuda quedo contigo, David, pintor de versos transparentes, bautista de almas avistadas por las palabras, de poéticas trascendentales en este hoy tan tremebundo, sin ti, a penas incurable.
Acércate y saca de las inflamaciones del agua
las imágenes que necesitas:
un alfiler de oro,
un vaso de transparente blancura,
un anillo manchado de barro,
un pedazo de papel con tu nombre escrito
a tinta y desesperación.
El agua es una fulguración
en el ansia de tus manos.
Las imágenes laten,
corazones intempestivos,
bajo la superficie.
David Huerta, fragmento de Bajo el agua, 2006.
El arte suele herir el núcleo del alma irremediablemente, de forma fatal desde la entraña y atravesando el meollo mismo de la existencia. La pulpa del ser es traspasada por el arrasador y contundente poder de la belleza, pequeño ente finito frente a la desmesura atemporal de la poesía. La primera vez que tal corte a punta de lanza ocurrió para mí, estaba aún en la pubertad, frente a El entierro del Señor de Orgaz, pintado por El Greco en la Parroquia de Santo Tomé en Toledo, España. La segunda vez, decisiva para abandonarme suavemente al contubernio de las letras, fue ya siendo una adulta, con el Incurable de David Huerta. De ninguna de las dos logré sanar y, en cambio, entregué el ánima entera, elemento cristalino incandescente, al arte como conjuro, ritual, estructura proteica primigenia, bocanada neonatal. Dudo que se haya tratado de un llamado divino a una profesión de fe casi litúrgica que implicara la entrega total de la vida. Era más bien de una especie de contubernio amoroso, de rendición de la mente a cuenta de la génesis de ideas y su construcción estética, ofrenda del sistema neurálgico de lo sensible, al imperio irrefrenable de la belleza.
El talle al fulgor aproxima una mano labrada.
El fulgor se mueve, labra el exceso de la mano.
El talle rodea el espejo del silencio, el silencio del cuerpo.
El cuerpo en su espejo es una calcinada luminosidad […]
La luz rodea: la curva del silencio, fulgor sobre fulgor.
Fragmento de El espejo del cuerpo, 1980.
A penas me cabía el corazón en el pecho, convertido en una aratinga que no hallaba sitio sereno estando frente a aquel fúnebre homenaje, antes mejor alumbramiento a la eternidad, de un alma que abandonaba el bello y ajuareado cuerpo de un hombre cuyo título nobiliario importaba ya tan poco como sus miles de maravedíes, la preciosista armadura damasquinada y todo lo que dejaba atrás en la realidad terrena, incluidos los dolientes en procesión cuyos rostros pormenorizara en el lienzo Domenico Theotocopoulos. Dos santos (San Agustín y San Esteban) han descendido de los cielos para enterrar los restos que son depuestos en mortaja impoluta: el cuerpo lánguido en esviaje, la piel ceniza y el afilado rostro cadavérico, no pertenecen más a lo terreno. El alma, en la forma de un inocente recién nacido, ha ascendido con la ayuda de un áurico ángel en escorzo, hacia un mundo celestial profusamente iluminado donde reina lo divino. La mañana era helada y los músculos de todo el cuerpo se habían contraído. Caminaba, incauta de lo que hallaría, junto a mi padre. El gran óleo casi oculto en aquella capilla adosada a la iglesia, caló mi pupila y un tanto más mi alma, de forma absolutamente definitiva. Mi padre lo supo y por eso mismo salió del salón repleto de espectadores cautivados por aquello que, a vista de todos, abandonaba su carácter material obvio, para transmutar la capa oleica en una presencia etérea de la más alta belleza: poema pictórico lúgubre, venido del misterio de la vida que se desvanece y de la desmesurada orfandad que experimentan los humanos frente a la muerte como acaecimiento inevitable. La obra, su forma avasalladoramente bella pero también su sobrecogedor significado, eran un altar celebratorio, no sólo del milagro de la espiritualidad y el poder de la sacralidad, sino sobre todo, del desmedido poder del arte: la conmoción como afectación trascendental del sentir y el entendimiento humanos, al grado de la transformación del mundo allende de ese ser, a partir del contacto con el objeto estético capaz de tal fenómeno ontológico.
Los misterios son tus reflejos en mi excavada postergación, los cables cojean como bestias por la extensión y yo camino con un cigarro lento como la muerte. Mi humo es tus imágenes y tus manos entran en mí para tocar las astillas de mi vivir, amor, amor.
Fragmento de Incurable, 1987.
Si algo tienen en común el Entierro del Señor de Orgaz y el Incurable (como tantos otros poemas de David Huerta), además de la cosa fortuita de estar ambos fijos en este ser como las más altas experiencias estéticas, es la transparencia, la diafanidad. La limpidez, al grado de la invisibilidad, al menos inmediata, del oxígeno, del agua, del vidrio a través del cual fluye lo líquido contenido, del cielo que se despeja para revelar las estrellas que desde niño fascinaron a David, del cristalino ocular, de la vida que se desvanece: del alma como divisa de lo absolutamente humano. En la pintura de El Greco esa diafanidad es fundamental en el mensaje y, por ende, en el lenguaje pictórico; se manifiesta a través de veladuras, transparencias, luces y blancos de titanio que acentúan su claridad con las sombras que los rodean, particularmente en el plano sagrado. Al conde desfallecido lo llamó el frío, también claro, blanco níveo de texturas y sensaciones múltiples. Estuvo, como David Huerta, metido en una piel dada, hasta que la deidad lo reclamó y ascendió a la gloria, al esplendor donde la Poesía es toda letra capitular, por fin el alivio, donde se desmaterializa la voz del cuerpo y queda sólo la voz poética: esa que para David estaba latente pero había de reconciliar tras la ardua y trascendental lucha de la escritura. En el Incurable esa batalla es evidente, no sólo en la polifonía del largo poema, sino en el pathos, vehemente enfrentamiento entre pasión y sufrimiento, Eros y Tanatos, lo sagrado y lo profano, el horror y la belleza. La síntesis dialéctica se halla precisamente en el coro de esas voces que acaban por determinar decir o callarse para, entonces, sumergirse en el eco silencioso de la mente anonadada, herida para siempre al concluir la lectura donde se ha vertido todo: lo cristalino derramado es el espíritu del poeta.
El mundo relampaguea en mi cara. El mundo es otro cuerpo, como el mío, pero está hecho de enormes chispas, de resplandores. El mundo es una mancha luminosa que voy tragándome.
Está amaneciendo pero yo no lo creo. Me levanto, dudo de todo. Me entrego a la luz, otra vez me levanto. El mundo es una mancha en el espejo. La Luz va dándome nombre, no lo quiero.
El mundo me dice lo que tiene que ser. Hay una llama viva. Tendré que decir lo que tenga que decir -o callarme.
Fragmento de Incurable, 1987.
En el fondo de las cristalinas palabras de David Huerta estuvo siempre la cruda limpidez de la crítica y resistencia sociales, de mirar a través de uno hacia el otro, desde el movimiento estudiantil de 1968 y hasta los 43 de Ayotzinapa. Blancos los silencios, los decesos anónimos, los espacios vacíos, la lesión por donde se cuela la verdad que enluta a un país desde hace ya tanto tiempo: blanco el incurable dolor del espacio poético que queda deshabitado tras su partida. La transparencia a través de la cual es posible cruzar para encontrar y hallarse, que no el blanco denso que encierra asépticamente, siempre estuvo en sus palabras. Poesía la suya, levantada en el espacio aéreo, para llegar hacia las “difusas lunimosidades” (como se lee en un verso) del amor, el dolor, la duda, la certeza, la deidad, la mundanidad: la conformidad humana entre existencia y mundo. También sucede en El Greco: los blancos siempre sucios, contaminados por los demás colores porque lo que desea lograr es el efecto de la transparencia a partir del uso de capas pictóricas sutiles que se sobreponen y revelan algo más: el misterio desvelado por la luz a penas matinal, esa de, incluso, hiriente verdad. Huerta y El Greco revelan lo trascendental de este venir siendo, y han continuado haciéndolo aún al paso de los tiempos: el reflejo propio, la otra yo que espera detrás, a través, después, ulterior a la experiencia del arte, la transformación del ser sensible tras la experiencia transmutadora e irreversible de la belleza. En deuda quedo contigo, David, pintor de versos transparentes, bautista de almas avistadas por las palabras, de poéticas trascendentales en este hoy tan tremebundo, sin ti, a penas incurable.
Entreguemos a los muertos
A nuestros muertos jóvenes
El pan del cielo
La espiga de las aguas
El esplendor de toda tristeza
La blancura de nuestra condena
El olvido del mundo
Y la memoria quebrantada
De todos los vivos.
Fragmento de Ayotzinapa: México, 2014.