El único lugar en donde le pongo azúcar y crema al café es Sanborns: dos cucharadas y un “conito” de sustituto de leche. En ese lugar siempre pido huevos motuleños. Para mí, esa es una señal de vejez. En agosto cumplo 54 años.
Todos los fines de semana me despierto antes de las 7:00, creo que esa es otra señal. Odiar las migajas es una más. No las soporto. Ver pedazos de pan sobre la mesa es un sinónimo de mugre, de “dejadez”.
Entreno crossfit tres o cuatro veces por semana, algunos días lo hago con otros “chavos” que tienen más de 50 años, como yo, los llamo “El Club del infarto”. Ningún “treintón” levanta lo que nosotros. Comer lo mismo en los restaurantes de siempre, usar el mismo modelo de jeans desde el 86 es una prueba inequívoca de vejez.
Mi hermano le baja al volumen cada vez que se va a estacionar; Lu sacude los zapatos para no encontrar un alacrán, aunque vive en un octavo piso en Ciudad de México; ver jugar al hijo del “Chaco” Giménez cuando yo reputeé al papá desde una tribuna te dice que ya eres viejo.
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Un día le hablé a Camila de las televisiones en blanco y negro. Me volteó a ver como si le hablara de una “derivada”, “¿Cómo blanco y negro?”. Fue como si a mi papá le hablara de Youtube.
En 2007 compré una BlackBerry y mi viejo me dijo que era esclavizante. Afortunadamente él ya no conoció las redes sociales. A veces escucho música y digo: “Es de hace 20 años”. “No, cabrón, no es de hace 20, Erasure estaba de moda hace 40, cuando tú tenías 14”.
Martín, un treintañero del que fui jefe siempre me hace recordar mi edad. Dice que mi crisis de los 40 fue cuando me compré un Mini Cooper. A mis 53, me critica por escuchar y asistir a festivales de música electrónica. Hace tres semanas fui a ver una banda punk de los 80 , Mudhoney, y fui feliz.
Peinar canas, leer viejas revistas y libros, tomar un café a media tarde son cosas de viejo. Me siento bien, Muy bien.