Si no defendemos la libertad de expresión, vivimos en la tiranía: Salman Rushdie lo demuestra
'Salman Rushdie nunca perdió la oportunidad de hablar en nombre de los principios que encarnó durante toda su vida como escritor'. El autor en febrero de 1989. Foto: Adam Butler/PA

Hace mucho tiempo –el 7 de diciembre de 1992, para ser exactos– me encontraba entre los bastidores de un teatro en Toronto, quitándome un Stetson. Junto con otros dos escritores, Timothy Findley y Paul Quarrington, había interpretado un popurrí de clásicos del country y el western de los años 50, adaptados para escritores: Ghost Writers in the Sky, If I Had the Wings of an Agent y otras parodias fatuas de esa índole. Era un beneficio del PEN Canadá de aquella época: los escritores se disfrazaban y hacían el ridículo para ayudar a los escritores que eran perseguidos por los gobiernos por cosas que habían escrito.

Justo cuando los tres nos lamentábamos de cuán mal lo habíamos hecho, tocaron la puerta. Los bastidores estaban cerrados, nos dijeron. Salman Rushdie había sido trasladado al país. Estaba a punto de aparecer en el escenario con Bob Rae, el primer ministro de Ontario, el primer jefe de gobierno del mundo que lo apoyaba públicamente. “Y tú, Margaret, como expresidenta de PEN Canadá, lo vas a presentar”, me dijeron.

Tragué saliva. “Oh, de acuerdo”, dije. Y eso hice. Fue un momento de predicar con el ejemplo.

Y, con el reciente ataque contra él, también lo es este momento.

Rushdie irrumpió en la escena literaria en 1981 con su segunda novela, Hijos de la medianoche, que ganó el premio Booker ese año. No era de extrañar: su ingenio, variedad, alcance histórico y destreza verbal eran impresionantes, y le abrió la puerta a las siguientes generaciones de escritores que anteriormente podrían haber sentido que sus identidades o temas los excluían del móvil que es la literatura en lengua inglesa. El escritor ha sido galardonado con todos los premios, excepto el Nobel: fue nombrado caballero, figura en la lista de escritores británicos importantes de todos, ha acumulado un impresionante ramillete de premios y distinciones y, lo que es más importante, ha conmovido e inspirado a un gran número de personas en todo el mundo. Un gran número de escritores y lectores están en deuda con él desde hace mucho tiempo.

De repente, le deben algo más. Ha defendido desde hace mucho tiempo la libertad de expresión artística contra todos los adversarios; ahora, incluso si se recupera de sus heridas, es un mártir de la misma.

En todo futuro monumento dedicado a los escritores asesinados, torturados, encarcelados y perseguidos, Rushdie ocupará un lugar destacado. El 12 de agosto fue apuñalado en el escenario por un agresor en un evento literario en Chautauqua, una venerable institución estadounidense ubicada al norte del estado de Nueva York. Una vez más se ha demostrado que el “ese tipo de cosas nunca ocurren aquí” es falso: en nuestro mundo actual, cualquier cosa puede ocurrir en cualquier lugar. La democracia estadounidense se encuentra más amenazada que nunca: el intento de asesinato de un escritor no es sino un síntoma más.

Sin duda alguna, este ataque iba dirigido contra él debido a que su cuarta novela, Los versos satánicos, una fantasía satírica que él mismo creía que trataba sobre la desorientación que sienten los inmigrantes que llegan (por ejemplo) de la India a Gran Bretaña, fue utilizada como una herramienta en una lucha por el poder político en un país lejano.

Cuando tu régimen se encuentra bajo presión, una pequeña quema de libros crea una distracción popular. Los escritores no tienen un ejército. No tienen miles de millones de dólares. No tienen un grupo de votantes cautivos. Por lo tanto, constituyen chivos expiatorios económicos. Es muy fácil culparlos: su medio son las palabras, las cuales son ambiguas por naturaleza y están sujetas a malinterpretaciones, y ellos mismos con frecuencia son bocones, si no es que francamente malhumorados. Peor aún, con frecuencia le dicen la verdad al poder. Incluso aparte de eso, sus libros molestarán a algunas personas. Como los propios escritores han dicho con frecuencia, si lo que escribes le gusta a todo el mundo, debes estar haciendo algo mal. Pero cuando ofendes a un gobernante, las cosas se pueden volver letales, tal como han descubierto muchos escritores.

En el caso de Rushdie, el poder que lo utilizó como peón fue el ayatola Jomeini de Irán. En 1989, emitió una fatua, un equivalente aproximado a las bulas de excomunión que utilizaban los papas católicos medievales y renacentistas como armas contra los gobernantes profanos y los desafiantes teológicos como Martin Luther. Jomeini también ofreció una gran recompensa a la persona que asesinara a Rushdie. Se produjeron numerosos asesinatos e intentos de asesinato, incluido el apuñalamiento del traductor japonés Hitoshi Igarashi en 1991. El mismo Rushdie pasó muchos años en la clandestinidad forzosa, sin embargo, poco a poco fue saliendo de su capullo –el evento del PEN en Toronto fue el primer paso más significativo– y, en las últimas dos décadas, había llevado una vida relativamente normal.

No obstante, nunca perdió la oportunidad de hablar en nombre de los principios que encarnó durante toda su vida como escritor. La libertad de expresión era uno de los más importantes. Este concepto, que antes era un cliché liberal aburrido, se ha convertido en un tema candente, ya que la extrema derecha ha intentado secuestrarlo al servicio de la difamación, las mentiras y el odio, y la extrema izquierda ha intentado dejarlo de lado al servicio de su versión de la perfección terrenal. No se necesita una bola de cristal para prever muchas mesas redondas sobre el tema, en caso de que lleguemos a un momento en el que el debate racional sea posible. Sin embargo, independientemente de cómo sea, el derecho a la libertad de expresión no incluye el derecho a difamar, a mentir maliciosa y perjudicialmente sobre hechos comprobables, a lanzar amenazas de muerte o a abogar por el asesinato. Esto debería ser penado por la ley.

En lo que respecta a aquellos que siguen diciendo “sí, pero…” sobre Rushdie –alguna versión de “debería haberlo sabido”, al igual que “sí, qué mal lo de la violación, pero por qué estaba usando esa falda tan reveladora”– solo puedo comentar que no existen víctimas perfectas. De hecho, no existen artistas perfectos, ni existe el arte perfecto. Las personas que se oponen a la censura con frecuencia se ven obligadas a defender obras que, de otro modo, criticarían mordazmente, no obstante, tales defensas son necesarias, a menos que a todos nos extirpen las cuerdas vocales.

Hace mucho tiempo, un miembro del parlamento canadiense describió el ballet como “un montón de frutas saltando en ropa interior larga”. ¡Que salten, digo yo! El hecho de vivir en una democracia pluralista significa estar rodeado de una multitud de voces, de las cuales algunas dirán cosas que no te gustan. A no ser que estés dispuesto a defender su derecho a hablar, como lo ha hecho Salman Rushdie en tantas ocasiones, terminarás viviendo en una tiranía.

Salman Rushdie no planeaba convertirse en un héroe de la libertad de expresión, pero ahora lo es. Los escritores de todo el mundo –aquellos que no trabajan para el Estado o que no son robots con el cerebro lavado– le deben un enorme voto de agradecimiento.
Margaret Atwood es una novelista.

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