Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.
Palabras de grasa y fieltro
El poder de las palabras y el amor se funden en este análisis profundo de la influencia de Joseph Beuys en el arte y la sociedad.
El poder de las palabras y el amor se funden en este análisis profundo de la influencia de Joseph Beuys en el arte y la sociedad.
[…] Tanto pudo, amorosamente,
Tu aparecer, detrás del armario se colocó
alto, encubierto, tu destino, y en los pliegues de la cortina
se ciñó su intranquilo futuro, que se desplazó
suavemente […]
Rainer Maria Rilke
Era uno de esos días en que todo dolía. Elecciones y sus exclusiones habían conducido hasta ese extraño punto de quiebre, donde no se quiebran los versos sino la voz con voluntad de ser luz ahora. La verdadera causa, empero, había sido el azar, acaso objetivo. En una mano lo que deseábamos que ocurriera, en la otra lo que el mundo enfrentaba al deseo, afrenta más que encuentro, lo incierto convertido en frágil escenario de la realidad palpable.
Intentaba encontrar caminos, senderos cristalinos flanqueados por coníferas que evadieran los campos minados, los llanos en llamas. Pero la realidad nos había puesto en otro sitio, el de lo extraño posible. El acontecer era ineludible. Hipérboles y elipsis conducían siempre al mismo paraje de blanquísimos y gélidos pasillos que se abrían como espectros mortecinos, máquinas aullando con ansiosas lenguas alcalinas, lechos embistiendo furiosos en monstruoso acto de resistencia a los huecos que no dejaban de abrirse en todo cuanto oliera a tierra reblandecida.
Quería pensar, “ouspenskianamente“, en una cuarta dimensión perpendicular a las tres que ya eran miedo, presentimiento y pena; perforar el espacio para entrar en el todo múltiple del tiempo y ver, no en perspectiva, sino desde un telescopio microscópico que me permitiera tocar el alma marcada por la pena. Recordé el fieltro, la grasa, la miel, los cantos: sobre eso estos párrafos.
Ahí, en esos signos objetuales más comprensibles que nunca, la tan anhelada respuesta proveniente de la memoria atravesada por los recuerdos bélicos de un hombre alemán que no conozco, pero intuyo.
¿Cómo habría él podido hacer un arte tradicional acorde a las convenciones occidentales, si el tiempo (la cuarta dimensión) se había fracturado tanto como el espacio, con bombardeos, genocidios, tanques y combates cuerpo a cuerpo, justo como ahora? ¿Cómo no continuar el camino del azar trazado por los surrealistas y el feroz cuestionamiento de la realidad ensamblado por Duchamp, y llevarlos a su máxima expresión con un concepto ampliado de la creación humana que incitara a desasirse de la realidad para reconfigurarla de múltiples formas que sanaran el cuerpo y la mente del gran organismo social?
Mi hijo en aquella cama, yo cantando las nanas aprendidas en ayeres, alimentándolo con caldos, cubriéndolo con mi piel, danzando en torno a él como bruja antigua, hablando sobre liebres y coyotes que fueron mucho más que algunos humanos que se pasan la vida hablando.
Todos alguna vez somos Joseph Beuys. Nunca mencioné su nombre, pero sabía que dentro de mi hijo había una guerra como la que lo abandonó a él en Crimea, ahí donde hoy, como en Gaza y Tierra Caliente, pierden la vida miles de inocentes por causas que les resultarán eternamente incomprensibles. Si un grupo de tártaros había podido curarlo con cebo y miel, envolviéndolo en fieltros y arrullándolo con cantos ceremoniales, yo también podría sanar la vida de mi vida. Convertí el espacio séptico en templo del amor; las palabras, el tacto y el calor, en himnos que no precisaban formación académica alguna, basadas en la misteriosa comprensión de lo hondamente humano que se vierte en la creación.
Aquello, cosa aprendida de ese hombre que transformó el arte y lo condujo del objeto a la idea, del individuo al cuerpo social, del taller al aula, del museo al espacio público, todo desde lo más profundo de la vivencia íntima transmutada en la acción poética como ritual sanador, edificante, aglutinante.
El imaginario de Beuys se construyó no sólo alrededor de referentes particulares como la obra de Leonardo da Vinci y Edvard Munch, sino también en su interés por la botánica, la zoología, la experimentación científica y las ideas de Linneo; la historia, la literatura de Goethe, la música de Strauss, la filosofía de Kierkegaard y el estudio de las religiones y las lenguas germanas. Su alma se formó en la contemplación del escultor “degenerado” Wilhelm Lehmbruck, a quien concebía como un violador de los límites volumétricos y transubstanciador del espacio por el cuerpo humano.
Es allí donde Beuys compuso su idea de la escultura ampliada y activadora del observador: la idea, más que la materia, ocupa un lugar físico y psíquico, donde los soportes y medios de acción no se restringen a materiales convencionales, sino que se distienden hacia el tiempo y la calidez de lo vivo. La unión de arte, mito –de culto religioso o personal- y ciencia, son los sitios hacia donde se expanden todas sus obras y materiales.
En Beuys el arte puede obrar, no sólo como una alternativa al entendimiento del ser, sino como un medio de renovación civil por el conducto de la educación, una especie de cuerpo proteico que condensa el desarrollo armónico de los poderes humanos. A través de la autoreferencialidad y una especie de autointertextualidad —que de tan íntimos acaban por volverse universales— convertidos en signos constituyentes de procesos, acciones, instalaciones y múltiples, Beuys logró convertir toda creación plástica —ejecutada en solitario, con discípulos en la Kunst Academy, en la Free International University, en la documenta de Ksassel, en espacios públicos o medios de comunicación— en signo.
Debajo de cada signo cabe entonces, se sabe desde los estoicos hasta Saussure, un vasto tesoro de imágenes y tradición: es decir, pensamiento. Es natural llegar así a lo más profundo de la idea del campo expandido de Beuys, donde el pensamiento mismo es escultura, unión de la representación que se ejecuta y la intuición recordada, según Hegel, real en caso de que se obre de manera consciente.
¿No es eso lo que constituye, más que ningún otro, el lenguaje amoroso entre seres pensantes y sintientes? ¿La posibilidad de dar realidad, hacer autopresente en el exterior, algo que está ya presente en el interior? ¿No el amor habla por sí sólo una vez que se manifiesta y queda ahí, suspendido como oralidad efímera pero inmanente en los seres que la emiten y reciben? Hacer amor y derramarse en él, es levantar una escultura monumental que impacta lo individual y, en el largo plazo y amplio espectro, lo colectivo que se ligará conformando una plástica social.
A mayor cantidad de individuos que se amen entre sí, mejor será la defensa que se haga de lo importante y del bien común. Idearios que se han vaciado con la realidad como el de democracia directa, pedagogía libre, arte expandido y, por encima de cualquier otro, amor incondicional, recobrarán sentido, valía e importancia como pilares constitutivos de la humanidad, si volvemos a mirarnos con benevolencia, sanarnos con palabras, envolvernos con ternura radical.
La obra de pensadores como Beuys fue hecha para abandonar los museos y las galerías y, en cambio, vivir en la realidad, porque pone el dedo en las más afectadas llagas humanas en pos de la transformación de una especie en crisis. La vivencia amorosa de cada núcleo social hará que haya valido la pena toda la historia del arte y la filosofía universal.
Más de la autora: Eso de escribir