Pobre Estados Unidos, tan cerca de Latinoamérica
Si de algo podían jactarse en la primera potencia del mundo era de la institucionalidad: la figura presidencial, los procesos, las investiduras y hasta los monumentos se respetan. Este miércoles pasará a la historia como el día en que eso ya no está garantizado.
Si de algo podían jactarse en la primera potencia del mundo era de la institucionalidad: la figura presidencial, los procesos, las investiduras y hasta los monumentos se respetan. Este miércoles pasará a la historia como el día en que eso ya no está garantizado.
Un grupo de fanáticos entrando a un edificio público rompiendo todo a su paso y prendiendo fuego en las escalinatas; humo, desconcierto y corrida de funcionarios públicos dentro de un Congreso; un Presidente llamando a la calma con una doble discurso que más que agua parece gasolina sobre una fogata.
No, no es Venezuela; no es Bolivia; no es Perú; no es México.
Es Estados Unidos, un país que acaba de mostrar el cobre en un intento chapucero por agarrarse con nudillos blancos a la silla presidencial del Salón Oval.
Donald Trump es Donald Trump es Donald Trump, digo robándole la inspiración a Gertrude Stein con su archifamoso aforismo “A rose is a rose is a rose”. Es decir, las cosas son lo que son.
Estados Unidos, que ha invadido países y tomado partido en conflictos ajenos en nombre de la democracia hoy tomó una cucharada de su propia medicina: la democracia es una planta exótica, que necesita mucho cuidado y que en manos de un mal ‘jardinero’ o líder radical (que usa los extremos como catapulta) puede ser frágil y errática.
Dos presidentes al mismo tiempo (uno en funciones y otro a punto de tomar posesión) dando discursos por televisión con mensajes de calma pero sin olvidar el doble discurso a su favor. Una transición desordenada, violenta, irracional no era a lo que nos tenía acostumbrados Estados Unidos.
Llamé ayer por la tarde a Rosario Marín, mientras las imágenes de manifestantes cubiertos con pieles y con las caras pintadas se tomaban fotos rompiendo y robando objetos del Capitolio. Ella, la mexicana que ostentó el cargo más alto en una administración federal (ex Tesorera de EEUU en la presidencia de George W. Bush) y que trabajó a favor de la campaña presidencial de Joe Biden para “quitar ese cáncer de la Casa Blanca”, me dijo con la voz quebrada, “hoy, este día, vivirá en la infamia”.
Y no es que debajo del Río Bravo, detrás del muro que nunca se terminó de levantar, seamos unos expertos en este tipo de situaciones pero las hemos vivido más seguido.
En toda la región vimos cómo la oposición ya no es ‘el partido que perdió’ y le toca reclamar desde la banqueta de enfrente con la altura de pedir rendición de cuentas. Ahora se llama ‘la grieta’, donde el otro el que está en el poder (o sin él) es el enemigo.
El fanatismo ciego detrás de discursos plagados de mentiras o de promesas incumplibles no solo es un fenómeno de las ‘democracias nuevas’ sino que ahora es una característica de la ‘democracia decana’.
¿Cambió tanto Estados Unidos en solo cuatro años? ¿Qué despertó la presidencia y sobre todo la personalidad y la impronta de Donald Trump?
Tal vez sea como aquel viejo adagio, que los países no tienen los gobernantes que se merecen sino los que se le parecen.
La tarea para Joe Biden y los demócratas no será menor a partir de este mes: gobernar un país que ha demostrado que está a un tweet de una tarde de anarquía, gobernar un país donde los otros, donde la grieta no estará quieta ni tranquila pensando que fueron robados y que les mintieron.
Lo sabemos en los países latinoamericanos, que desde hace décadas vivimos en esos pendulares procesos donde los malos y los buenos solo se cambian las camisetas al terminar un mandato.
Ya no es la oposición en la banqueta de enfrente: es el encono quemando edificios y minando la credibilidad.
Pobre Estados Unidos… tan lejos de Dios y tan cerca (ahora) de Latinoamérica.