Cultura analgésica: ¿replantear el dolor puede hacer que se vaya?
Foto: StockSnap en Pixabay.

Todos tenemos una historia de dolor. Tal vez es la del día que te rompiste el brazo patinando, o cuando terminaste el partido con el tobillo torcido, o las diez horas de labor de parto sin epidural. Tal vez tu historia de dolor es una historia de violencia, el daño y el trauma de un ataque. Tal vez es una historia de terror. O el corazón roto, la profundidad interminable del duelo y la desazón después de una pérdida. Sea lo que sea, casi todos nosotros hemos experimentado dolor y no tenemos prisa de volver a experimentarlo.

¿Alguna vez has tratado de definir el dolor? Cuando cuentas una historia ¿cómo explicas el dolor? ¿Tratas de cuantificar el dolor? ¿Cuántos huesos rotos, el tamaño del moretón, la cantidad de sangre? ¿O describes la causa? ¿El tipo de células cancerosas, el bebé que corona, el cuchillo filoso? ¿Y cuando no hay causa evidente? ¿Cómo comunicas la intensidad? ¿Es una quemadura aguda o arde,  la presión punza o se expande, el dolor de cabeza martillea o lacera? ¿Es peor que una picadura de abeja pero no tan malo como una mordida de perro?

Cuando hablamos de dolor tendemos a no ser específicos, sólo decimos que duele y a veces ni siquiera podemos decir en dónde. Decimos que una endodoncia duele, y un dedo cortado, y la quimioterapia, y la artritis, y el dolor muscular, y los chiles muy picantes, y un corazón roto, y todas esas experiencias son muy diferentes entre sí. Lo único que tienen en común es que usamos esta palabra flexible pero insuficiente para describir todo. Mientras más nos cuestionamos esto, más nos enfrentamos al hecho de que el dolor es complejo, difícil de describir y más difícil de entender.

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El dolor es un gran concepto. Se construye no sólo con estructuras anatómicas y fenómenos neuroquímicos, también tiene que ver el lugar donde estamos, con quien estamos, las razones por las que estamos allí, nuestra experiencia previa con el dolor, lo que esperamos sentir y lo que queremos. Cómo reaccionamos en el momento y cómo pensamos en retrospectiva determina que sea parte de la ocasión o del trauma. Se forma a partir de nuestro material genético, el ambiente físico en el que nacimos y nos criaron, y nuestros valores personales y morales, que a su vez se forman en una cultura que los determina, como la religión o la política.

Y justo en este momento estamos padeciendo los síntomas de una relación disfuncional con el dolor. El dolor es un fenómeno complejo pero no la forma en que lo tratamos. Tenemos muchas formas de controlar el dolor farmacológicamente, pero los opioides y los analgésicos de venta libre muchas veces causan más problemas que los que resuelven. La creciente disponibilidad de drogas cada vez más poderosas quiere decir que cada vez más, esperamos vivir sin dolor. Y cuando no es así, las consecuencias para nuestra salud y nuestra felicidad son serias. La ironía es que mientras más tratemos de suprimir el dolor, más lo sentimos.

No sólo son las drogas las que prometen una existencia libre de dolor. Hay fuerzas poderosas, desde las grandes farmacéuticas e Instagram hasta la narrativa del consumismo, que nos dicen que merecemos sentirnos bien y que tenemos que sentirnos bien todo el tiempo.

En un artículo del blog de British Psychological Society, Christopher Eccleston, director del Centre for Pain Research en la Universidad de Bath, escribió: “El mundo del siglo XXI en el que vivimos podría caracterizarse como una “cultura analgésica”, una en la que trabajamos para evitar el dolor y la desazón. Cuando no podemos evitar el dolor nuestros primeros pensamientos son que el dolor tiene que durar poco, que tiene que tener un diagnóstico relevante, tratable y que es una causa de empatía, simpatía o asistencia social”. Cuando experimentamos dolor que se sale del criterio, duele más. Nuestra falla en la relación con el dolor se basa en nuestras expectativas y no tendríamos que padecerlo.

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En la década de los 80, el psiquiatra de Harvard, Arthur Banksy advirtió que EU se estaba convirtiendo en un país más sensible al dolor y ofreció algunos datos para respaldar esta afirmación. Señaló que había estudios en las comunidades de los años 20 que tenían individuos con 0.82 episodios de enfermedades serias al año, para los  años 80 los episodios habían subido a 2.12. Incluso haciendo un recuento del aumento en conciencia y expectativa de vida, la diferencia era importante. Los estadounidenses eran más sanos y aún así decían sentirse peor. Su argumento, y él no fue ni el primero ni el último en decirlo, era que nuestra tolerancia al malestar disminuyó y nuestra esperanza de comodidad aumentó.

En nuestra defensa, esta no es una expectativa poco razonable. Después de todo, durante el siglo XX, desarrollamos tratamientos y vacunas para muchas enfermedades graves e infecciosas, inventamos nuevos medios farmacéuticos para enfrentar el dolor, y nuestra esperanza de vida se duplicó, y la seguridad de nuestros hogares y lugares de trabajo se incrementó. Pero así como es difícil definir el dolor, también es difícil reducirlo completamente, ni siquiera los opioides más fuertes son confiables. La disparidad entre expectativa y realidad ha oscurecido nuestra percepción del dolor y ha hecho que sea peor.

Treinta años después, las tendencias que observó Banksy parecen haber crecido. En 2017, el National Bureau of Economic Research de EU, publicó un artículo que analiza información de encuestas de 2011. Mostraba que los estadounidenses reportaban más dolores y molestias que cualquier otro país. Según el estudio, 34.1% de los estadounidenses reportaban sentir dolor físico “con frecuencia” o “muy seguido”, Australia, 31.7%, y después Reino Unido en 29.4%.

Además, EU se gasta más dinero en cuidado de la salud que cualquier otro país, cerca de 11,272 dólares por persona en 2018. Y sin embargo, los estadounidenses dicen que se sienten peor. Hablando con The Atlantic, Barsky sugirió que los estadounidenses asumen que todos los dolores y molestias tienen que ser tratables y que por tanto es intolerable tener que aguantarlos. “El dolor que se puede curar es intolerable”, dijo a la revista. ‘Es cuando piensas que no tienes que sufrirlo, que tiene que haber otras soluciones, cuando se vuelve más intolerable”.

Cuando ajustamos nuestras vidas a evitar y suprimir el dolor internalizamos el mensaje de que no podemos aguantar el dolor. Y cuando limitamos nuestras posibilidades de lastimarnos, no nos enteramos de que podemos levantarnos de nuevo. Esto tiene consecuencias serias y demostrables para nuestra capacidad de enfrentarnos a dolor físico y emocional que la vida no puede evitar ponernos en el camino y entonces se crea el paradigma de que no creemos que podemos controlar el dolor sin la ayuda de las drogas, la cirugía o la intervención médica.

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Nuestra dependencia de las drogas y la cirugía es una consecuencia no intencional de los avances increíbles de la medicina. El dominio del modelo biomédico del cuerpo humano ayudó a fomentar esos avances, pero nos dejó un enorme punto ciego en lo referente a entender y manejar el dolor. Este modelo considera que el cuerpo humano está hecho de partes que pueden revisarse y repararse. Sólo se encuentra la parte dañada y se arregla. Tratar el cuerpo humano como si fuera un auto puede resultar útil, pero deja de lado el proceso emocional y cognitivo en la generación y el manejo del dolor. También quiere decir que muchos de nosotros pensamos que algunos dolores son más “reales” que otros, y esa es la razón por la que cuando alguien dice que “todo está en la mente”, el comentario no es amable.

La división inventada entre “emocional” y “físico” es el primer concepto equivocado que tenemos que desaprender. Nuestros estados emocionales tienen un impacto demostrable en nuestro estado físico y vice versa.

La división artificial de cuerpo y mente también significa que se han ignorado caminos potenciales para aliviar el dolor. Por ejemplo, un estudio de 2013 publicado en la revista Pain indicaba que cuando el significado de una experiencia dolorosa se cambiaba de dañina a benéfica, los participantes exhibían una mayor tolerancia. Pero lo más interesante era el hecho de que esta tolerancia mayor se debía a la coactivación de los sistemas de los opioides y los cannabinoides, nuestros analgésicos endógenos. La forma en la que pensamos en nuestras experiencias dolorosas tiene efectos neurobiológicos que pueden medirse y cambiar la forma en que sentimos el dolor.

Por ejemplo, maldecir puede disminuir la percepción del dolor. Por supuesto, alivia como cualquier grosería que se diga en un corto plazo pero no podemos estar maldiciendo todo el tiempo para mejorar nuestra relación con el dolor. Se necesita un poco más de trabajo.

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Este es un extracto de Ouch! Why Pain Hurts, and Why it Doesn’t Have To de Margee Kerr y Linda Rodríguez McRobbie, publicado por Bloomsbury SIgma.

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