Cuando las personas desaparecidas no quieren ser encontradas
Ilustración: Iker Ayestaran/The Guardian

A las 10 pm del viernes 29 de enero de 2016, Esther Beadle salió de su vida y cerró la puerta. La periodista de Oxford Mail fue vista saliendo de su domicilio compartido en Cowley, más o menos a una hora del centro de Oxford. Después desapareció

Cuando no llegó a una reunión con una amiga en Londres al día siguiente, las alarmas comenzaron a sonar. Horas más tarde había cientos de tuits sobre ella, con su descripción, los detalles de su última ubicación y solicitudes de información. 

Pero Esther no había planeado convertirse en una persona desaparecida. Tan solo quería un descanso, y se fue a otra parte para tener un poco de espacio. “Ante mis ojos, las personas estaban desaparecidas para mí”, dijo el verano pasado. “Me salí de todo, para intentar alejar al mundo”. 

Se reportan alrededor de 180,000 personas desaparecidas en Reino Unido cada año, pero se estima que esa cifra es demasiado pequeña. Entre ellas hay historias individuales que capturan nuestra atención colectiva horrorizada: hay personas secuestradas y heridas, o cuya desaparición parece, de inmediato, decirnos algo más allá de los hechos del caso, como la desaparición y muerte de Sarah Everard en marzo. 

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Pero hay razones innumerables por las que una persona puede desaparecer. Frecuentemente, ya sea consciente o inconscientemente, es un intento de ejercer control sobre una vida donde las cosas comenzaron a descarrilarse. No obstante, este control suele ser una ilusión; cuando surge una búsqueda en línea, la imagen de la persona desaparecida circula por todos los rincones de las redes sociales, y el contexto y la complejidad de su historia suelen desaparecer. 

Me cautivé al considerar estas historias como una forma de entender una desaparición en mi propia vida. Durante mi infancia en la década de los 90, mi padre, Cristobal, regresó desde Londres a su patria española, poco antes de la muerte de mi madre. Era un hombre joven, construido por un mosaico de vulnerabilidades. Tras una breve visita a su ciudad de origen unos meses más tarde, perdimos el contacto, el silencio gradualmente se transformó en alienación. En las décadas desde entonces, se convirtió en un desaparecido para mí, a diferencia del mundo que él conocía antes. Me colocó en un camino de descubrimientos: ¿realmente puedes cerrar un capítulo de tu vida? Si alguien te va a extrañar, ¿tienes el derecho a desaparecer?

Conocí a Esther durante una tarde nublada en el centro de Newcastle. Comparamos nuestros esfuerzos recientes para dejar de fumar mientras yo desechaba una colilla y ella sacaba un chicle de nicotina. Su vida actual, dice, es muy diferente de aquellos días desenfrenados. Es saludable y feliz, y da clases en la maestría de periodismo en la Newcastle University. 

El día que desapareció, Esther retiró 150 libras de un cajero y se fue a Londres, ciudad que conocía bien desde sus días como estudiante, y donde ya tenía una reservación de hotel. 

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Para la noche del sábado, la amiga con quien iba a reunirse percibió algo extraño y tuiteó que Esther, entonces tenía 27 años, no había llegado a su reunión con ella y una excompañera de departamento. Esto era, decía el tuit, “fuera de lo normal para ella”. 

Al día siguiente, escondida en un Travelodge cualquiera, Esther comenzó a notar lo que sucedía en línea. Su nombre estaba por todas partes, amplificado en Facebook y Twitter. La gente especulaba sobre su paradero y por qué había desaparecido. Su rostro y detalles personales aparecían por doquier. “¿Has visto a esta mujer? Pelirroja, lentes y un marcado acento geordie”: su vida entera resumida en una lista. Un tuit incluso especulaba sobre qué periódico sensacionalista iba a “pagar más” por la historia de su desaparición. 

“Había planeado permanecer en el hotel, me pareció muy razonable en el momento. Después pude ver las redes explotar. Mi rostro y los pensamientos de la gente sobre mí se compartían por todo Reino Unido y más allá”, confiesa Esther. Ella simplemente quería estar sola, pero la soledad no debía sentirse así. Su teléfono se llenaba de mensajes y llamadas de pánico, de parientes y extraños relativos, incluyendo a su profesor de geografía de las secundaria. Esther no pudo convencerse de responder. Y aparte estaban los verdaderos extraños; personas que se incrustaban en sus mensajes privados, preguntando a dónde se había ido y si pensaba volver. Durante la tarde del domingo 31 de enero, Esther se dirigió al hospital St. Thomas, a unos pasos de las multitudes de turistas en Westminster Bridge, y solicitó la atención de expertos en crisis de salud mental. Su episodio de desaparición, como el mundo entero parecía decirle, había terminado. La encontraron segura y saludable, por decirlo como la policía. 

Cuando alguien desaparece, suele ser a causa de una vulnerabilidad grave que se abrió. Aunque nunca puede reducirse a una sola causa, ocho de cada 10 adultos desaparecidos tienen una condición de salud mental. Tras el regreso de Esther, fue diagnosticada con trastorno del límite de la personalidad (TLP), condición que arrastra mucho estigma y malentendidos. 

El día de su desaparición tuvo signos de lo que ahora considera hipomanía, una manifestación común del TLP. “Sabía que no quería que nadie supiera dónde estaba, Simplemente sabía que quería estar lejos. Lejos de la existencia, supongo. Reservé un hotel por Expedia mientras estaba en la sala de mi casa, hablando con mi roomie que me decía que todo iba a estar bien, que yo iba a estar bien”. 

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En Reino Unido 85% de los adultos desaparecidos regresan, igual que Esther, después de dos días (la cifra es del 90% para los niños). En contraste con el volumen de la especulación invertida en los desaparecidos, el acto de volver casi nunca se discute. Esther ahora es activista por hacer obligatorias las “entrevistas del regreso” para las personas que sí vuelven a casa, para ayudar a comprender las presiones que llevaron a la desaparición y tratarlas antes de que culminen con otra desaparición. 

El énfasis, explicó Esther, suele ponerse sobre todo el mundo menos la persona desaparecida, “quien se encuentra en el vacío de apoyo y, potencialmente, realidad. Nunca he hablado sobre mi episodio dentro de ningún espacio terapéutico”. 

Casi todas las personas con las que he hablado dentro del mundo profesional de los desaparecidos (desde académicos y policías hasta los trabajadores de salud mental de primera línea y la organización caritativa Missing People) dijeron algo similar: que la persona en el centro del “episodio de desaparición” suele quedar en el olvido una vez que la encuentran. Suele haber muy poco apoyo para ayudarles a acceder a los servicios que necesitan, o para suavizar el impacto de su regreso, particularmente, para ayudarles a lidiar con sus seres queridos preocupados por encontrarlos; tal preocupación puede transformarse en enojo o resentimiento. Y no hay un programa para ayudar a las personas vulnerables a lidiar con el shock de la amplificación de su imagen, aparentemente interminable, a través de las redes sociales sin su consentimiento. 

Durante el verano de 2019, hablé con Joe Apps, director de la Missing Persons Unit de National Crime Agency, sobre la posibilidad de que el internet haya dificultado la desaparición de las personas. Él siente que sucede lo contrario. Sí, puedes tener redes sociales, me dijo, pero ¿qué tan robustas son las relaciones que generan? Y si las cosas comienzan a avanzar hasta el punto de la desaparición, ¿qué tanto tiempo pasa para que se den cuenta los contactos en línea?

El impulso de querer encontrar a una persona desaparecida es comprensible. Se siente como lo mejor (o tal vez lo único) que puedes hacer frente a esta específica forma de desesperación y duelo. Alguien puede sentirse como actor de una noble causa, para ayudar a localizar a alguien que se desvaneció. El adolescente perdido o el paciente deambulando con demencia, cuyo rostro te mira a los ojos en Facebook o Twitter desde una fotografía de baja resolución, sacada de sus cuentas de redes sociales junto a una petición de la policía o de su propia familia. 

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He pasado más tiempo de lo que es sano curioseando en las páginas de Facebook de detectives amateur dedicados a cazar a los desaparecidos, como en las que circuló la situación de Esther. Algunos se enfocan en un caso individual (usualmente como iniciativa de familiares o amigos), mientras que otras son tablones generales donde se publican decenas de búsquedas diarias, con diferentes grados de interés o éxito. 

Paula Adby, de 45 años, es fundadora de Help Find Missing People in the UK, uno de los grupos más grandes con casi 3,000. Su interés en las desapariciones surgió con un caso que conoció hace varios años, cerca de su casa en Surrey. A parte de la ocasional historia en los noticieros, no tenía idea de cuántas personas desaparecen cada día, en todo el país. “La impresión me paralizó. Cuando alguien desaparece quieres encontrarlo. Durante los últimos dos años, el grupo creció como loco”, dice. 

Han habido muchos casos donde la estrategia de los grupos de lanzar una red por todo internet ha resultado en reconexiones exitosas: en su mayoría personas que perdieron el contacto con un ser querido y ya no sabían a dónde ir. Pero Abdy dice que no había considerado el potencial impacto a largo plazo de las búsquedas en redes sociales sobre las personas que vuelven. Lo que la motivó, dice, fue la sensación de “pasar toda la noche despierta, pensando ‘¿dónde estás? Por favor vuelve’, especialmente si son personas muy jóvenes o con problemas mentales”. 

Aunque Adby y los otros administradores de la página tienen un deseo sincero de encontrar a los desaparecidos (voluntariamente dedicando una gran parte de su tiempo libre), no todos los que quieren usar el grupo son tan escrupulosos. Tienen que tener la guardia arriba. Recientemente, recibieron un mensaje de pánico de una mujer que huyó de un matrimonio abusivo y se llevó a su hijo. “Él publicaba en nuestro grupo intentando encontrarla. En otros casos nos han dicho, ‘Por favor eliminen esa publicación, no queremos que esa persona nos encuentre’ ”. Huir de la violencia no es un ejercicio del derecho a ser olvidado, sino una necesidad esencial, una instancia donde volver representa un peligro mayor que estar perdido. 

La búsqueda física se disipa con el tiempo. Los carteles en la parada de autobús se van a caer o alguien los quitará en los siguientes días, semanas y meses después de una desaparición. Pero un tuit viral no se desintegra. 

Eres lo que Google dice que eres, es una obviedad de la era digital. Si un motor de búsqueda o una vieja campaña de redes sociales dice que estás desaparecido, entonces así permaneces, hayas regresado o no. Los efectos sobre todas las cosas, desde opciones de empleo hasta preguntas fundamentales de autopercepción probablemente cambiarán dependiendo de la vulnerabilidad individual de una persona. 

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En un reportaje de 2017 sobre el impacto de las peticiones públicas en casos de niños extraviados, la madre de una adolescente que desapareció e intentó suicidarse a los 16 años expresó preocupaciones, dos años y medio más tarde, sobre el hecho de que su hija seguía topándose con artículos de noticias sobre el asunto. La Dra Karen Shalev Greene es directora del Centre for the Study of Missing Persons en University of Portsmouth, además de coautora del reportaje. Ella dice que las búsquedas en redes sociales son un arma de doble filo. 

“El instinto, como miembro de la familia, es gritar tan fuerte como sea posible. Quieres hacer todo y presionar cada botón”. No es que esté mal hacerlo, añade. ¿Cómo, por decirlo así, cuestionas la angustia de un padre que vive bajo la sombra de un hijo perdido? “Aceptarías hasta las probabilidades de un millón contra uno. Las familias lo aceptan porque están desesperadas, y tal vez esto les ayude”. 

Es casi imposible documentar adecuadamente la efectividad de las campañas de redes sociales, aunque, como explica Greene, ese no es su único propósito. Muchos niños perdidos, entrevistados por Missing People, dijeron que las peticiones en redes sociales los convencieron de que era seguro volver; de que había alguien preocupado por ellos. La amplificación puede hacerte sentir menos solo, de ambos lados de la búsqueda: los buscadores y los buscados. 

Algunas semanas después de su regreso, Esther se mudó de vuelta al noreste, determinada a encontrar apoyo para su salud mental. “Pasé de un grupo insensible a otro. Me quedaba en cama hasta las 4pm y no tenía fuerzas para ponerme los zapatos”. Cuando hablamos, tras meses de rebotar entre servicios, finalmente logró “reunir las piezas” que le han ayudado a adaptarse a sus nuevos ritmos más estables. 

Esther me dice que aún no sabe muy bien cómo explicar la naturaleza precisa de lo que le sucedió en enero de 2016, cuando huyó y dejó su existencia completa a disposición de la especulación indeseada. “¿Fue lo que hice, o lo que me sucedió? No logro ubicarme. Puede que sea una mezcla de ambos”. 

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Después de pasar tanto tiempo en el mundo de los desaparecidos, me di cuenta de que aquellos que buscan pueden acabar tan extraviados como los desaparecidos. El miedo y el desenfreno que consume a los amigos y familiares cuando alguien desaparece pueden nublar las acciones tras su regreso. 

Sería una fantasía sugerir que nunca he buscado variaciones del nombre de mi padre en Facebook o Google, en las azarosas ocasiones que la curiosidad le gana a mi buen juicio. Pero estas búsquedas no revelan nada, aparte de cuánto esfuerzo adicional me tomaría utilizar estos medios para rastrearlo. 

Hablar con Esther me hizo pensar que no todo el mundo quiere ser encontrado. O tal vez, después de tantos años, Cristobal me considera tan desaparecido de su vida como yo a él. 

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