Cómo la vida en la ciudad nos puede ofrecer el poder vital de la conexión
FOTO: Ilustración: Klawe Rzeczy

Durante la pandemia, los países de todo el mundo se dispusieron a reforzar enérgicamente las fronteras a su alrededor, y dentro de ellos mismos, ya que los estados restringieron las entradas. Durante los primeros confinamientos, según ACNUR, 168 de los 195 países del mundo cerraron parcial o completamente sus fronteras. Esto afectó especialmente a los refugiados. “El movimiento es vital para las personas que están huyendo”, dijo Filippo Grandi, el director de ACNUR. “Salvan sus vidas, huyendo”.

El virus no conoce fronteras; es el máximo globalizador. El Covid-19 acabó con la idea de que el Estado-nación europeo del siglo XIX es el acuerdo político al que todos deberíamos aspirar. El Estado-nación es un concepto obsoleto y no es útil para la emergencia actual. Los países desarrollados paralizaron la inmigración. Pero cuando la gente no se puede desplazar, tampoco puede ganar dinero. Las remesas globales -el dinero que envían a sus familias las personas que trabajan en el extranjero-, que suponen cuatro veces todo el volumen de ayuda exterior que los países ricos dan a los países pobres, han disminuido dos años seguidos. Los países pobres serán más pobres.

El sistema de inmigración de Estados Unidos básicamente quedó paralizado, tanto para los inmigrantes indocumentados como para aquellos que ya tenían la visa para entrar al país, y para las personas que huyen de la guerra o de la devastación provocada por el clima. En 2020, las visas para inmigrantes disminuyeron un 45% con respecto al año anterior. El gobierno avivó el miedo a los migrantes considerándolos una muchedumbre plagada de enfermedades.

“Tenemos gente que está siendo liberada en la frontera en este momento porque tiene Covid-19”, anunció la presentadora de Fox News Jeanine Pirro. “Tienen todo tipo de enfermedades. Los están liberando en los Estados Unidos”

Los gobiernos de todo el mundo han utilizado al Covid-19 como una excusa para retrasar o negar la entrada a su país. Se impusieron prohibiciones de viajes por motivos políticos, mientras que la pandemia brindó una nueva coartada a los xenófobos que querían demonizar a los inmigrantes. Una actriz kuwaití exigió que arrojaran al desierto a los inmigrantes (que constituyen el 70% de la población kuwaití) para liberar espacio en los hospitales para los kuwaitíes nacidos en el país. (Cuando las palabras de la actriz suscitaron el repudio en las redes sociales, respondió: “Mis palabras no salieron como pretendía… No los arrojaré al desierto. Pero tal vez se pueda construir algo en el desierto, de forma rápida y en pocos días”). Los sudafricanos atacaron a los migrantes de otras partes del continente. Colombia cerró su frontera con Venezuela, cortando una cuerda salvavidas para cientos de miles de personas desesperadas.

Mientras se cerraban las fronteras, se reflejaba la desigualdad del orden económico mundial en la brecha de las vacunas. Aunque la investigación y la fabricación se realizaron en todo el mundo, el suministro no ha sido equitativo. A fecha de 15 de diciembre, el 61% de los estadounidenses estaban completamente vacunados; el 62% de los indios y el 98% de los nigerianos, no lo estaban. Nunca he visto al mundo tan dividido, pero tampoco he visto al mundo tan unido. Nunca la ayuda médica extranjera fue un acto tan sumamente interesado. Como señala Grandi: “No estaremos seguros hasta que todos estemos seguros”.

El Covid-19 hizo que el gobierno volviera a ser central. El gobierno salvó la economía estadounidense: envió cheques para apoyar a sus ciudadanos. El gobierno fue el que movilizó a las empresas farmacéuticas, y las financió, para que crearan vacunas. Lo que ahora sabemos: no puedes combatir un virus a través de la empresa privada. Es la prueba suprema del gobierno.

La mejor lotería es la de la ciudadanía. Si uno es lo suficientemente afortunado como para nacer en un país con un buen sistema de salud pública y un gobierno funcional, como Taiwán o Nueva Zelanda, tiene mucha suerte. Si eres lo suficientemente desafortunado como para nacer en India, cuyos líderes mintieron sobre el alcance de los contagios, así como sobre su gravedad, estás arruinado. El gobierno ahora es una cuestión de vida o muerte. Del mismo modo en que el mundo está empezando a aceptar la noción de “refugiados climáticos”, podríamos imaginar una nueva categoría de refugiado: ¿una persona que huye de un mal, muy mal, mal gobierno que pone en peligro su vida?

En una época de crisis económica mundial, necesitamos más migración, no menos. Una de las características de un buen gobierno es la apertura a la inmigración y la resistencia al populismo impulsivo. Si las fronteras estuvieran realmente abiertas, el PIB mundial se duplicaría. De acuerdo con The Economist, seríamos más ricos gracias a 78 billones de dólares al año. El Occidente necesita trabajadores migrantes jóvenes y enérgicos para revivir sus ciudades. El último censo de Estados Unidos muestra un descenso de las cifras de población. Durante la última década, Estados Unidos creció al segundo ritmo más lento desde su fundación: hay más estadounidenses mayores de 80 años que menores de dos años. La gente creyó que los confinamientos por Covid-19 llevarían a un aumento de la natalidad; en cambio, los nacimientos en febrero de 2021 disminuyeron un 10% con respecto al mismo periodo del año anterior. ¿Cuál es la solución? No es incentivar a los estadounidenses para que tengan más bebés, lo que sería catastrófico para el planeta, ya que la población estadounidense, que representa alrededor del 4% del total mundial, es responsable de aproximadamente el 20% de todo el consumo energético del planeta. La solución es hacer espacio para los que ya nacieron en otros lugares.

Para el año 2030, uno de cada cinco estadounidenses estará en edad de jubilarse. Estados Unidos se está convirtiendo en un país de ancianos; no sobrevivirá si no tiene trabajadores jóvenes (el inmigrante promedio tiene 31 años, siete años menos que la edad promedio de los estadounidenses) y trabajadores (los inmigrantes forman parte de la fuerza laboral en mayor porcentaje que los nativos) que paguen impuestos para que los jubilados puedan disfrutar de su juego de tejo. Las personas mayores deberían encabezar la demanda de más inmigración, por puro interés propio.

Cuando nos confinamos, no fueron los descendientes del Mayflower los que mantuvieron la economía en funcionamiento. Los inmigrantes constituyen el 14% de la población estadounidense, pero el 29% de los médicos. El 40% de los científicos médicos y biólogos -los que trabajan en las vacunas- son inmigrantes. Más de la mitad de los doctorados otorgados en ingeniería e informática en Estados Unidos fueron obtenidos por estudiantes que no nacieron en el país. Los dos científicos que inventaron la vacuna de Pfizer son una pareja turca que emigró a Alemania. En el Reino Unido, el 15% del personal del Servicio Nacional de Salud, elogiado por su actuación durante la pandemia, es inmigrante.

Pero no solo se trata de los médicos. Las enfermeras y otros auxiliares del hospital -aquellos que vaciarán tus bacinicas y te bañarán cuando tu familia no tenga permitido hacerlo- son igualmente esenciales para nuestra supervivencia. Alrededor de la mitad de los 2.5 millones de trabajadores agrícolas de Estados Unidos son inmigrantes indocumentados, según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), aunque los productores y contratistas de mano de obra calculan que la cifra se acerca al 75%. Los inmigrantes no cualificados se quedarán y harán el tipo de trabajo que uno no puede hacer de forma remota.

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La frontera entre Estados Unidos y México en El Paso, Texas, cerrada al transporte no esencial el 21 de marzo de 2020. Foto: Paul Ratje/AFP/Getty

Sin embargo, nuestra ganancia puede ser su pérdida: desde que los talibanes tomaron el poder, Afganistán perdió un enorme número de intelectuales, profesores, tecnócratas y otros miembros de la sociedad civil que ahora son más necesarios que nunca para mantener al país funcionando frente a la catastrófica sequía y la continua lucha civil. La libertad de circulación no tiene por qué ser en una sola dirección, de los países en desarrollo a los desarrollados. Tomemos el ejemplo de los inmigrantes cualificados. Un inmigrante pakistaní en el Reino Unido puede aprender medicina y después regresar cada año para ayudar en alguna clínica rural, o regresar por completo y dirigir un hospital, como hacen muchos médicos.

Los gobiernos que reconocen la necesidad de la inmigración y la movilidad, consagrada en las leyes contra la discriminación, crean una sociedad más abierta que nos beneficia a todos. Unas fronteras más abiertas conducen a unas mentes más abiertas: abiertas a los flujos de conocimientos, a las diferentes formas de pensar, de adorar, de ser. Si reconocemos que nos necesitamos los unos a los otros, resulta mucho más fácil incorporar más gente a nuestras ya densamente pobladas ciudades.

Amo las ciudades tanto como odio las fronteras. No obstante, los habitantes de las ciudades sufrieron el año pasado: las órdenes de quedarse en casa y la escasez de viviendas agravaron algunos problemas que ya existían desde hace décadas. Tengo tres ideas para mejorar nuestras ciudades, corroboradas por la experiencia de la pandemia: aumentar la diversidad y promover la migración; darles a todas las personas acceso a un espacio de naturaleza; y crear espacios comunes para que las comunidades se expandan, colaboren e interactúen.

Las ciudades no son fijas. Una ciudad vital también es una ciudad en movimiento. El dinamismo puede revivir los vecindarios en dificultades con dinero, talento y energía renovados. No tienes derecho a vivir para siempre en la casa de tu infancia, pero sí a vivir en algún lugar de la ciudad donde puedas crear un nuevo hogar para tu hijo. Una ciudad justa y equitativa debería garantizar esto para cada ciudadano.

Para aquellos que dijeron: “¿Podrá Nueva York sobrevivir a la pandemia?” Tengo dos palabras como respuesta: “Jaikishan Heights”, la forma sudasiática de pronunciar Jackson Heights, un vecindario de Queens. Cuando mi familia llegó por primera vez a Nueva York en 1977, nos encontramos con una ciudad peligrosa y en bancarrota. Me asaltaron dos veces cuando era adolescente. Con frecuencia nos robaban el carro. Jackson Heights no era glamuroso ni acogedor.

Cuando estuvimos ahí, la mayoría de los sudasiáticos del vecindario eran indios, beneficiarios de la Ley de Inmigración de 1965, que suprimió las cuotas raciales y fomentó la reunificación familiar. Eran profesionales: ingenieros, médicos. Ahora, es una mezcla mucho más diversa de sudasiáticos: bangladesíes, nepalíes, tibetanos, butaneses. Son propietarios de tiendas, taxistas, trabajadores de fábricas de ropa. Muy pocos de los indios que conocí cuando crecí aquí en los años 70 todavía viven en este vecindario. Ahora estas calles atraen a gente de todas partes. La diversidad es fundamental para atraer al tipo de personas que crean riqueza, y reactivan la ciudad.

Durante el año de la epidemia, la naturaleza ha sido la única vía de escape permitida: los parques, las caminatas, la casa de verano para aquellos que se la podían permitir. En este sentido, es necesario revivir y ampliar los huertos, como los que visité en Leipzig, Alemania. El movimiento de los schrebergarten comenzó en 1864 para que los habitantes de las ciudades, incluso los pobres, pudieran disfrutar de la naturaleza. (Su homónimo, Moritz Schreber, afligió a generaciones de niños alemanes con sus teorías sobre la crianza). Se pagan mil euros por adelantado y 150 euros de arrendamiento anual por una de estas parcelas, un pequeño terreno que se alquila, pero nunca se posee. Cada parcela tiene una cabaña, en la que se puede dormir en caso de necesidad, pero no se trata de una casa para pasar las vacaciones: son más bien para dormir una siesta que para pasar la noche. Cada colonia tiene una pequeña casa club donde puedes tomar cerveza con tus vecinos, un club de campo para los trabajadores. Y, por supuesto, puedes cultivar algo. En la actualidad existen 1.4 millones de estos schrebergartens en toda Alemania.

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Un jardinero en su huerto en el sur de Londres durante la pandemia. Foto: Andy Hall/The Guardian

¿No sería maravilloso que todas las familias de clase trabajadora de las ciudades de todo el mundo tuvieran sus propios schrebergartens? ¿Que un trabajador de la industria de la comida rápida o un taxista tuvieran acceso a una parcela con una casita, justo al otro lado de la frontera de la ciudad, a la que pudieran ir con sus familias y cultivar pimientos y tomates y disfrutar del aire primaveral, y despertarse con el canto de los pájaros en lugar de las sirenas? El acceso a la naturaleza debería ser un derecho humano, y no solo para los ricos.

En el Reino Unido, la demanda de huertos aumentó durante la pandemia, y las solicitudes para inscribirse en las listas de espera se incrementaron hasta en un 300%, ya que la gente pedía un lugar en uno de los 330 mil huertos de Gran Bretaña, que en su mayoría son administrados por los ayuntamientos. La gente quería cultivar su propia fruta y verdura, de forma parecida a los “jardines de la victoria” que cultivaron una quinta parte de los productos del país durante la segunda guerra mundial. Uno de cada cinco londinenses tiene acceso a un jardín; los otros cuatro solo pueden contemplar con envidia.

Cuando salimos de nuestras casas, lo hicimos para protestar. Toda la ciudad se convirtió en un rincón de oradores. Hubo muchos gritos, aunque, a decir verdad, no hubo muchas conversaciones reales sobre la división política. ¿Podemos imaginar un espacio público en el que realmente se produzca un diálogo inesperado? ¿Donde un policía hable de verdad con un activista del movimiento Black Lives Matter? ¿Se puede diseñar eso?

Necesitamos un nuevo espacio común. ¿Dónde nos podemos reunir? ¿El bazar, la biblioteca, el parque? En las ciudades de todo el mundo, cada vez se privatiza más el espacio exterior, como los parques privados anexos a los departamentos costosos, supuestamente abiertos al público, pero provistos de guardias intimidantes que mantienen a los pobres a distancia.

En Nueva York, el nuevo parque más exitoso que conozco no es el High Line -que al parecer se utiliza sobre todo para transportar a los turistas desde los condominios excesivamente costosos de Hudson Yards hasta los restaurantes excesivamente costosos del Meatpacking District-, sino el Diversity Plaza, en Jackson Heights, donde, por simple conveniencia de prohibir el paso de los carros en la calle frente a la entrada del metro, nació un espacio común. Si uno desea enterarse de los debates sobre las elecciones en Bangladesh, o escuchar la disputa entre chinos y tibetanos, puede tomar una de las antipáticas sillas o bancos de metal que la ciudad pone a disposición, comprar un té chai en uno de los pequeños locales que dan a la plaza y acomodarse. Aquí encontrarás gente con tiempo libre e historias para contarte.

Cuando era adolescente y crecía en Jackson Heights, el lugar donde mis amigos y yo pasábamos el tiempo, coqueteábamos con las chicas, leíamos las noticias del mundo y tomábamos libros en 30 idiomas -porque pocos de mis compañeros inmigrantes podían permitirse comprarlos- era la sucursal de la Biblioteca Pública de Queens en la calle 81. Una biblioteca es, en palabras del sociólogo Eric Klinenberg, un palacio para el pueblo.

Ahora más que nunca necesitamos las bibliotecas porque, tras la pandemia, constituyen un lugar de trabajo o estudio para aquellos que no tienen espacio o acceso a internet en casa. Lo que no necesitamos son tonterías épicas como el proyecto del primer ministro indio, Narendra Modi, denominado Central Vista Redevelopment en Nueva Delhi, una extravagancia futurista de 3 mil millones de dólares. “Es como un antiguo barrio pobre, es como un pequeño pueblo”, dijo el arquitecto del proyecto, Bimal Patel, a CNN, explicando por qué pretendía demoler las estructuras patrimoniales existentes, y otros edificios que a lo largo de los años fueron reutilizados, como establos y barracas que hoy se usan como oficinas. Es el arma más antigua y pesada en la jerga de los urbanistas: “barrio pobre”. Robert Moses utilizó esa palabra en el sur del Bronx, el lobby inmobiliario la utilizó en los bastis de Mumbai, y la policía la utiliza contra las comunidades de Río.

Los magnates como Patel creen que la arquitectura urbana debe ser monumental e impresionante, para que los plebeyos se queden boquiabiertos al entrar y recuerden que existe una conexión directa entre Dios y su gobernante. La arquitectura se convierte en otro medio para recordarles a los seres humanos comunes su impotencia. Sin embargo, toda ciudad tiene pueblos.

La mejor forma de entender a las personas que son diferentes a ti es vivir entre ellas, incluso si eso provoca un conflicto, e incluso si llegan como antagonistas. Las Cruzadas enfrentaron a los cristianos con los musulmanes, pero también propiciaron la mayor transferencia de conocimientos entre el mundo árabe y Europa: el Occidente se familiarizó con Ptolomeo, el número cero y la arquitectura islámica.

Mi preocupación como escritor, en el nivel más esencial, es esta: el ser humano como individuo que lucha bajo el pie de la historia, personal y política. En la mitología hindú, Shiva baila sobre un pie con un círculo de fuego a su alrededor, y debajo hay un enano que lucha por salir de debajo del enorme pie de la historia. La historia está bajo su control y fuera de su control, y es esta lucha la que nosotros, como escritores, presenciamos y documentamos.

En la actualidad, la humanidad se ha fragmentado en una división tan absurda y arbitraria como un volante a la izquierda y a la derecha. Hemos perdido la capacidad, que nos regala la gran literatura, de diferenciar a los seres humanos individuales de un grupo o clase. Clasificamos a las personas en enormes categorías: negros, blancos, migrantes, trans, feministas, policías, demócratas, republicanos. Y entonces cada miembro de esa categoría tiene que caminar con el pesado peso de esta clasificación sobre su cabeza. Dentro de cada grupo, se supone que somos intercambiables. El ser humano como individuo es complejo, mucho más complejo que el virus. La diversidad, o la heterogeneidad, nos salvará. La imprevisibilidad, o incluso la excentricidad, nos ayudará. Somos criaturas de complejidad moral.

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Una fiesta de vecinos en Brooklyn, Nueva York. Foto: Simon Leigh/Alamy

Una vez escribí un artículo en la sagrada ciudad india de Benarés, estudiando un brutal brote de disturbios entre hindúes y musulmanes. La principal industria de la ciudad son los exquisitos saris de seda. Los musulmanes los tejen y los hindúes los venden: ambos han coexistido durante siglos. Sin embargo, a principios de la década de 1990, ese pacto se rompió y la ciudad estalló. Decenas de musulmanes fueron asesinados por hindúes afiliados al BJP.

Así que solicité una cita con el líder hindú del BJP, un hombre que fomentó los disturbios, y me pidió que fuera a su casa una mañana. Al entrar, me encontré con dos ancianos musulmanes en su porche, hablando entre ellos. Entré y hablé con el comerciante hindú, y él vomitó odio contra los musulmanes, diciéndome nada que no hubiera escuchado antes en la India: que los musulmanes son forasteros, que debieron irse a Pakistán en la época de la partición, etc.

Cuando estaba terminando esta entrevista poco valiosa, le pregunté qué hacían los dos viejos musulmanes en su porche. “Oh, vinieron a verme para resolver una disputa de propiedad entre ellos”, respondió. “¿Por qué usted?” le pregunté. “Pensé que los odiaba”.

“Sí, pero los odio a todos por igual”, respondió. Si los musulmanes acudían a una persona de su propia comunidad para que resolviera la disputa, esa persona probablemente sería pariente o estaría predispuesta en contra de uno u otro. Pero como sabían que este comerciante hindú los odiaba a todos por igual, podían confiar en que emitiría un juicio justo en el asunto de la disputa por la propiedad. Con razón la India vuelve locos a los periodistas extranjeros. La gente puede compartimentar diferentes partes de su mente, en este sentido no se considera que la hipocresía sea un vicio. En la filosofía india no existe la ley del tercero excluido. Algo puede ser verdadero, falso, ambas cosas o ninguna.

Mientras que la lógica aristotélica solo admite dos estados posibles de una premisa -que es verdadera o falsa, y no hay un término medio-, la lógica jainista los amplía a no menos de siete posibilidades. El nombre otorgado a esta concepción exquisitamente predicada de la verdad es syadvada: “La ciencia de la posibilidad”.

Para progresar, a todos nos convendría un poco de posibilidad. Desterrar lo binario. Incluir el término medio. Y la franja, y la parte superior e inferior. El universo no es una lucha maniquea a muerte eterna. El virus está en nuestra contra, pero, desde el pasado febrero, cuando me vacuné, también vive en mí. Forma parte de mí, y me defiende contra los suyos que pretenden invadirme y matarme.

Para vencer al virus, tenemos que unirnos como un solo super organismo. No solo para esta pandemia, sino para todas las pandemias que con toda seguridad llegarán. ¿Qué nos une y qué nos separa? Y ¿realmente queremos estar todos juntos, o muchos preferirían permanecer separados? El coronavirus -más que el 11 de septiembre de 2001, más que la crisis financiera de 2008- ha sido una prueba para la humanidad. Sin embargo, la prueba más importante está por llegar, para las naciones y las ciudades: el colapso climático. El Covid-19 no es más que un ensayo general.

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