Por qué necesitamos una nueva definición de comida chatarra
Ilustración: Elia Barbieri/The Guardian

Por extraño que pueda parecer, los alimentos han sustituido al tabaco como principal causa de muerte prematura a nivel mundial. Cada año, en Estados Unidos mueren más personas por enfermedades causadas por una dieta inadecuada que las que murieron luchando en todas las guerras de la historia del país juntas. En el Reino Unido la situación es igualmente grave.

Oficialmente, los efectos de los alimentos en la salud se deben exclusivamente a su contenido nutricional, es decir, la cantidad de grasa, sal, azúcar y fibra que contienen. El sistema actual te deja la tarea de leer la información detallada que aparece en el envase y decidir cuánto comer basándote en los niveles recomendados, y si tienes hijos también tendrás que conocer los niveles recomendados para ellos. Esto es casi imposible para la mayoría de las personas, pero incluso si pudiéramos calcular exactamente cuánta grasa, sal y azúcar consumimos en cada bocado, seguiríamos descuidando un factor determinante para la salud: el modo en que se procesan los alimentos.

Quizás te parezca que ya has escuchado todo esto antes. La gente lleva mucho tiempo expresando su preocupación por los “alimentos procesados”, sin embargo, no siempre ha sido un concepto fácil de precisar. Después de todo, llevamos cientos de miles de años procesando alimentos.

La dieta humana fue inventada por científicos domésticos, principalmente mujeres, que transformaban plantas y animales moliéndolos, batiéndolos, machacándolos y triturándolos, o alterándolos mediante la fermentación y el calor, antes de salarlos, ahumarlos y secarlos para preservarlos.

El procesamiento de alimentos ha moldeado casi todos los aspectos de nuestro cuerpo: tenemos los intestinos más cortos de cualquier animal de nuestro tamaño debido a que parte de su trabajo se externaliza en nuestras cocinas. Somos el único animal que debe procesar sus alimentos para sobrevivir. El procesamiento es bueno.

No obstante, hace poco más de una década un equipo de científicos en Brasil detectó una paradoja en los datos procedentes de sus encuestas nacionales sobre nutrición. La obesidad había dejado de ser poco común y se había convertido en el principal problema de salud pública del país, a pesar de que la gente compraba menos aceite y azúcar. Lo que se consumía en mayor cantidad eran alimentos procesados industrialmente: galletas, panes emulsionados, dulces, entre otros. El equipo formuló una definición que diferenciaba entre los alimentos tradicionales, enteros o procesados, y estos últimos, a los que denominó alimentos ultraprocesados (UPF, por sus siglas en inglés).

La definición completa ocupa varias páginas porque debe abarcar muchos productos diferentes. Pero si estás intentando averiguar si algo es un UPF, una buena regla de oro es que estará envuelto en plástico y contendrá un ingrediente que no se encuentra en una cocina doméstica.

El trabajo del equipo de Brasil significó que se podía comprobar la hipótesis –que los UPF eran en sí mismos la causa de los problemas de salud–. En la actualidad existen cientos de estudios científicos sólidos que demuestran que un mayor consumo de UPF está vinculado al aumento de peso, los accidentes cerebrovasculares, el infarto, el cáncer, la diabetes tipo 2, la hipertensión, la enfermedad de hígado graso, la enfermedad inflamatoria intestinal, la depresión, la demencia y la muerte prematura.

En el Reino Unido, obtenemos alrededor del 60% de nuestras calorías de los UPF, y esa cifra es incluso mayor en el caso de los jóvenes. A estas alturas, es nuestra cultura alimentaria nacional, y el material con el que construimos el cuerpo de nuestros hijos.

Una gran parte de ella nos resulta familiar como “comida chatarra”, sin embargo, nuestra idea tradicional de lo que constituye este tipo de comida –papas a la francesa, papas fritas, refrescos– necesita un ajuste. Debería incluir todo el pan que se vende en el supermercado, así como los cereales para el desayuno, los refrigerios envasados, los productos cárnicos rehidrata y las comidas congeladas. Y cuidado: muchos UPF son promocionados como saludables, nutritivos o eficaces para adelgazar.

La evidencia ahora demuestra que los UPF son perjudiciales no solo porque son salados, grasos, azucarados y bajos en fibra; el procesamiento en sí mismo es el culpable. Si leemos la lista de ingredientes, veremos que la mayoría de los UPF se elaboran a partir de cultivos básicos como el maíz o la soya, descompuestos en sus moléculas más básicas (proteínas aisladas, aceites refinados y carbohidratos modificados). Después, estos ingredientes se vuelven a mezclar con aditivos para producir alimentos que tengan la forma y la textura deseadas. Esta manipulación de la textura es una parte importante del problema.

Los UPF suelen ser muy blandos y muy secos. La ilusión de humedad se logra con gomas y aceites, pero el contenido de agua es bajo para mejorar la conservación. Como consecuencia, estos alimentos son extremadamente ricos en energía. La alta densidad energética combinada con la blandura significa que uno come rápidamente, y que los sistemas corporales que evolucionaron durante millones de años para avisarte cuando estás lleno no pueden seguir el ritmo.

Existe una lista muy larga de otros posibles factores que explican el daño que causan los UPF. Por ejemplo, las frutas y verduras son complejas y contienen decenas de miles de fitoquímicos, es decir, moléculas esenciales para la salud alimentaria. Los UPF disminuyen drásticamente su concentración de fitoquímicos. Y muchos de los aditivos utilizados (como emulsionantes, potenciadores del sabor y endulzantes) tienen efectos indeseables directos en nuestra salud metabólica y en nuestros microbiomas.

Todo esto es científicamente fascinante, sin embargo, intentar determinar exactamente cómo nos perjudican los UPF, aunque es importante, puede ser menos útil desde el punto de vista de la salud pública que retroceder un poco y preguntarse por qué existen en primer lugar.

Los científicos culinarios de la prehistoria inventaron los alimentos para nutrir a sus familias y comunidades. Los alimentos ultraprocesados forman parte de un sistema alimentario financiarizado cuya finalidad son las ganancias. Por ejemplo, este sistema fomenta la extracción de hasta el último ingrediente que se pueda vender de productos que ni siquiera se cultivan para el consumo humano: la proteína aislada de soya, el jarabe de maíz y los almidones modificados proceden de cultivos de gran escala destinados a la alimentación animal.

Los productos atraviesan varios ciclos de desarrollo y comercialización a lo largo de muchas décadas, en los que se incorporan cada vez más procesos e ingredientes, todo ello con el objetivo de que sea difícil dejar de consumirlos. La evidencia demuestra que para muchas personas, entre las que me incluyo, algunos UPF son tan adictivos como los cigarros y otras drogas de abuso.

No resulta sorprendente que los alimentos desarrollados por empresas transnacionales motivadas por los beneficios para sus accionistas afecten de manera diferente nuestra fisiología que los alimentos cocinados por alguien que nos quiere, no obstante, hemos tardado mucho tiempo en estar seguros de esto; entre los científicos independientes que trabajan en instituciones líderes como la UCL, donde yo trabajo, existe un consenso cada vez mayor de que el ultraprocesamiento es un factor importante impulsor de la mala salud que causa tanto sufrimiento en este país.

Entonces, ¿qué deberíamos hacer? Tenemos que incluir una advertencia sobre los alimentos ultraprocesados en nuestra guía nacional de nutrición, la Guía de Alimentación del Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, junto a las que mencionan la sal, la grasa y el azúcar. Esto parece un pequeño paso, pero es fundamental. A partir de ahí debemos proceder con cautela.

Para muchas personas los UPF son el único alimento asequible disponible, y los cambios políticos deberían evitar seguir estigmatizando a los grupos desfavorecidos que son más vulnerables a sus efectos.

Una medida beneficiosa para todos consistiría en limitar la comercialización de estos productos, especialmente entre los niños. Y deberíamos asegurarnos de que todo aquello que se sirve en instituciones como escuelas, hospitales y prisiones sea comida de verdad.

Con el tiempo tendremos que reconocer, como en el caso de los productos derivados del tabaco, que las etiquetas de advertencia son necesarias. Y aquí también hay lecciones más generales: sabemos que cuando las personas pueden permitirse comer más sano, lo hacen. La reducción del aumento de peso, la diabetes y los infartos provocados por los UPF implica la reducción de la pobreza y la desigualdad que los convierten en la única opción para muchas personas.

Ultra-Processed People, de Chris van Tulleken, está publicado por Cornerstone.

Lecturas complementarias

Ravenous de Henry Dimbleby, Profile.
Food for Life de Tim Spector, Jonathan Cape.
La digestión es la cuestión de Giulia Enders, Scribe.

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