¿Podrán los humanos entender alguna vez cómo piensan los animales?
El ojo de un hipopótamo visto en el Bioparque Wakata en el parque Jaime Duque, cerca de Bogotá, Colombia. Foto: Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

Las jirafas comerán calabacitas si tienen que hacerlo, pero en realidad prefieren las zanahorias. Un equipo de investigadores de España y Alemania recientemente aprovechó esta preferencia para investigar si los animales son capaces de razonar estadísticamente.

En el experimento, se le mostraron a una jirafa dos recipientes transparentes que contenían una mezcla de trozos de zanahoria y calabacitas. Un recipiente contenía principalmente zanahorias y el otro principalmente calabacitas. Un investigador tomó un trozo de cada recipiente y se los ofreció a la jirafa con las manos cerradas, para que no pudiera ver qué verdura había elegido.

En ensayos repetidos, las cuatro jirafas de prueba eligieron de forma fidedigna la mano que había buscado en el recipiente que contenía más zanahorias, lo que demuestra que entendían que cuantas más zanahorias hubiera en el recipiente, más probable era que hubieran elegido una zanahoria. Los monos han superado pruebas similares, y los bebés humanos pueden hacerlo a los 12 meses. Sin embargo, el cerebro de las jirafas es mucho más pequeño que el de los primates en relación con el tamaño de su cuerpo, por lo que resultó notable ver cuán bien comprendían el concepto.

No obstante, estos descubrimientos se vuelven menos sorprendentes cada año, ya que una avalancha de nuevas investigaciones invalida antiguas suposiciones sobre lo que las mentes de los animales son y no son capaces de hacer. Una reciente serie de libros populares sobre la cognición animal sostiene que las habilidades consideradas durante mucho tiempo privilegio de la humanidad, desde la capacidad de planear el futuro hasta el sentido de la justicia, en realidad existen en todo el reino animal, y no solo en primates u otros mamíferos, sino también en aves, pulpos y otros animales.

En 2018, por ejemplo, un equipo de la Universidad de Buenos Aires halló pruebas de que los diamantes mandarínas, cuyo cerebro pesa medio gramo, pueden soñar. Unos monitores colocados en la garganta de las aves revelaron que, cuando dormían, sus músculos se movían en ocasiones siguiendo exactamente el mismo patrón que cuando cantaban en voz alta; en otras palabras, parecían estar soñando que cantaban.

En el siglo XXI, descubrimientos como este están contribuyendo a impulsar un importante cambio en la forma en que los seres humanos pensamos sobre los animales, y sobre nosotros mismos. Tradicionalmente, la humanidad ha justificado su supremacía sobre todos los demás animales –el hecho de que los criemos y los mantengamos en jaulas, y no al revés– alegando nuestra superioridad intelectual. Según Aristóteles, los humanos nos distinguimos de los demás seres vivos porque solo nosotros poseemos un alma racional. Conocemos a nuestra especie como Homo sapiens, “hombre sabio”.

Sin embargo, en una época en la que la imagen que tiene la humanidad de sí misma está moldeada en gran medida por el miedo a la devastación medioambiental y a la guerra nuclear, combinado con el recuerdo de atrocidades históricas, ya no resulta tan fácil decir, como Hamlet, que el hombre es “el modelo de los animales”, el ideal que las demás criaturas imitarían si pudieran.

La naturaleza puede ser “roja en dientes y garras”, pero las criaturas cuyas armas son los dientes y las garras solo pueden matarse unas a otras de una a una. Solo los humanos cometen atrocidades como la guerra, el genocidio y la esclavitud, y lo que nos permite concebir y llevar a cabo dichos crímenes es el propio poder de la razón del que presumimos.

En su libro de 2022 titulado If Nietzsche Were a Narwhal, Justin Gregg, especialista en comunicación con delfines, lleva al extremo este recelo respecto a la razón humana. El título del libro resume el argumento de Gregg: si Friedrich Nietzsche hubiera nacido siendo un narval en lugar de un filósofo alemán, le habría ido mucho mejor y, dada su influencia intelectual en el fascismo, también le habría ido mejor al mundo. Por extensión, lo mismo ocurre con toda nuestra especie. “El planeta no nos quiere tanto como nosotros queremos a nuestro intelecto”, escribe Gregg. “Hemos generado más muertes y destrucción para la vida en este planeta que cualquier otro animal, pasado y presente. Nuestros muchos logros intelectuales actualmente se encuentran en vías de producir nuestra propia extinción”.

Si las mentes humanas son incapaces de resolver los problemas que crean, entonces quizás nuestra salvación resida en encontrarnos con tipos de mentes muy diferentes. La popularidad mundial del documental Mi maestro el pulpo, que Netflix estrenó en 2020, es solo un ejemplo de la creciente ansia de encuentros de este tipo. En el documental, el buzo sudafricano Craig Foster pasa meses filmando a un pulpo hembra en un bosque submarino de algas, observando la mayor parte de su ciclo de vida. Foster se presenta a sí mismo como el anti-Jacques Cousteau; no se sumerge para estudiar lo no humano, sino para aprender de ello.

La humildad es una disciplina religiosa tradicional, y existe una dimensión espiritual en la búsqueda de Foster y en el éxito del documental. En YouTube, donde el tráiler tiene 3.7 millones de reproducciones, miles de personas afirman que Mi maestro el pulpo los hizo llorar, cambió su forma de entender el mundo y los hizo tomar la determinación de llevar una mejor vida. Es evidente que, para la gente moderna, que rara vez tiene contacto con animales, salvo perros y gatos de compañía, el hecho de entablar una relación estrecha con una mente no humana puede ser una experiencia sagrada.

La idea del pulpo como la mente no humana por excelencia se popularizó con el bestseller de 2016 titulado Otras mentes: el pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia, de Peter Godfrey-Smith. Godfrey-Smith, más filósofo que biólogo marino, tuvo la oportunidad de ver a las criaturas en acción en un lugar del este de Australia conocido por los investigadores como Octlantis. Ahí descubrió que los pulpos son “inteligentes en el sentido de que son curiosos y flexibles; son aventureros, oportunistas”, propensos a huir con objetos como cintas de medir y reglas de medición.

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Un caballo, fotografiado compitiendo en los Juegos Ecuestres Mundiales en Francia. Foto: Régis Duvignau/Reuters

Lo fascinante de los pulpos es que, aunque su comportamiento parece identificable en términos humanos con la travesura o la curiosidad, su arquitectura neuronal es inmensamente distinta de la nuestra. Desde Darwin, los humanos nos hemos acostumbrado a reconocernos en nuestros semejantes primates, cuyos cerebros y estructuras corporales son similares a los nuestros. Después de todo, los humanos y los chimpancés comparten un antepasado simio común que vivió en África hace tan solo 6 millones de años.

En cambio, nuestro antepasado común más reciente con el pulpo es una criatura parecida a un gusano que se cree que vivió hace 500-600 millones de años.

Dado que la mente del pulpo evolucionó de forma completamente distinta a la nuestra, comprende el mundo de un modo que nosotros difícilmente podemos imaginar. Un pulpo tiene 500 millones de neuronas, casi tantas como un perro, aunque la mayoría de ellas no se encuentran en el cerebro, sino en sus ocho brazos, que pueden moverse, oler e incluso recordar por sí solos. En palabras de Godfrey-Smith, un pulpo es “probablemente lo más cerca que estaremos de encontrarnos con un alienígena inteligente”.

Cuando un ser así se encuentra con un humano en el fondo del océano, ¿qué podría pensar de nosotros? Durante la mayor parte del siglo XX, los investigadores de animales ni siquiera se habrían planteado esta pregunta, y mucho menos habrían intentado responderla. Bajo la influencia del psicólogo estadounidense BF Skinner, la ortodoxia científica sostenía que no era legítimo ni necesario hablar de lo que ocurría en la mente de un animal. La ciencia, argumentaba Skinner, solo estudia cosas que se pueden observar y medir, y no podemos observar de forma directa las facultades mentales ni siquiera en nosotros mismos, y mucho menos en los animales.

Lo que sí podemos observar es la acción y el comportamiento, y Skinner fue capaz de modificar el comportamiento de las ratas utilizando estímulos positivos, como recompensas de comida, y estímulos negativos, como descargas eléctricas.

Cuando Jane Goodall empezó a estudiar a los chimpancés en Tanzania en la década de 1960, la idea misma de la subjetividad animal era un tema tabú. Su práctica de poner nombre a los chimpancés individuales que observaba –como David Greybeard, a quien hicieron famoso sus estudios– no era bien recibida desde el punto de vista científico, dado que sugería que podían parecerse a los humanos en otros aspectos. La práctica habitual era numerarlos. “No puedes compartir tu vida con un perro o un gato”, señaló posteriormente Goodall, “y no saber perfectamente que los animales tienen personalidad, mente y sentimientos. Tú lo sabes y creo que todos y cada uno de esos científicos también lo sabían, pero como no podían demostrarlo, no hablaban de ello”.

En la actualidad, el péndulo se ha desplazado hacia la otra dirección. Los científicos hablan sin pudor sobre la mente y la conciencia de los animales. En la literatura popular sobre el tema, Skinner solo figura como villano. En su libro de 2016 ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?, el primatólogo Frans de Waal analiza un experimento de mediados del siglo XX en el que los investigadores de un centro de primates ubicado en Florida, educados con los métodos de Skinner, intentaron entrenar a los chimpancés de la misma forma que él había entrenado a las ratas, negándoles la comida.

“Sin mostrar ningún interés por la cognición, cuya existencia ni siquiera reconocían”, escribe De Waal, los científicos “investigaron los programas de estímulo y el efecto punitivo de los periodos sin comida”. El personal del centro de primates se rebeló y comenzó a alimentar a los chimpancés en secreto, lo que provocó que Skinner lamentara que “colegas de corazón sensible frustraran los esfuerzos de reducir a los chimpancés a un estado satisfactorio de privación”. Difícilmente se podría pedir un ejemplo mejor de cómo la arrogancia de la razón conduce a la crueldad.

Mientras tanto, los animales que no tienen “alma racional” son capaces de demostrar cualidades admirables como la paciencia y el autocontrol. Entre los humanos, la capacidad de sacrificar el placer inmediato en aras del beneficio futuro se denomina resistencia a la tentación y está considerada como una señal de madurez. Sin embargo, De Waal demuestra que incluso las aves son capaces de esto. En un experimento, se le enseñó a un loro gris africano llamado Griffin que si resistía el impulso de comerse una ración de cereales, sería recompensado después de un intervalo de tiempo impredecible con un alimento que le gustaba más, como nueces de la India. El ave fue capaz de resistir el 90% de las veces, inventando formas de distraerse a sí mismo hablando, acicalando sus plumas o simplemente arrojando la taza de cereales al otro lado de la habitación. Estos comportamientos, señala De Waal, son bastante similares a los que hacen los niños humanos cuando se enfrentan a la tentación.

No obstante, resultan más intrigantes que las convergencias entre el comportamiento humano y el animal las enormes diferencias en la forma de percibir y experimentar el mundo. La razón por la que un encuentro con un pulpo puede ser impresionante reside en que dos especies dotadas de sentidos y cerebros diferentes habitan el mismo planeta, pero en realidades muy distintas.

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Primer plano de un elefante africano. Foto: Gaertner/Alamy

Tomemos como ejemplo el sentido del olfato. Los humanos, aprendemos sobre lo que nos rodea principalmente mediante la vista y el oído, mientras que nuestra capacidad para detectar olores está totalmente subdesarrollada. En el caso de muchos animales ocurre lo contrario. En su libro de 2022 La inmensidad del mundo, el periodista científico Ed Yong escribe sobre un experimento de la investigadora Lucy Bates que involucró a elefantes africanos.

Bates descubrió que si la investigadora tomaba la orina de un elefante de la retaguardia de una manada y la esparcía por el suelo delante de la manada, los elefantes reaccionaban con perplejidad y curiosidad, sabiendo que el olor característico del individuo procedía del lugar equivocado. Para ellos, un olor fuera de lugar constituía una violación tan fundamental de la realidad como lo sería para nosotros una aparición fantasmal.

Los animales que perciben el mundo a través del olfato, como los perros, incluso tienen un sentido diferente del tiempo. Con frecuencia hablamos sobre la importancia de “vivir en el momento”, pero en realidad no tenemos otra opción; dado que la información visual nos llega a la velocidad de la luz, lo que vemos a nuestro alrededor son las cosas tal y como existían hace una fracción infinitesimal de segundo. Sin embargo, cuando un perro huele, “no se limita a evaluar el presente, sino que también interpreta el pasado y adivina el futuro”, escribe Yong.

Las moléculas de olor de una persona o de otro perro pueden perdurar en una habitación mucho tiempo después de que se haya ido la fuente, o flotar antes de que aparezca. Cuando un perro reacciona con energía mucho antes de que su dueño entre por la puerta principal, el olfato puede parecer un poder psíquico.

Si las jirafas son capaces de razonar estadísticamente y los loros entienden el concepto de futuro, ¿dónde reside realmente el carácter distintivo de la mente humana? Uno de los candidatos favoritos es lo que los psicólogos denominan “teoría de la mente”, es decir, la capacidad de inferir que cada persona es su propio “yo”, que posee experiencias independientes y estados mentales privados.

En The Book of Minds, el escritor científico Philip Ball describe el experimento clásico que pone a prueba el desarrollo de esta capacidad en los niños. Un niño y una adulta observan cómo se esconde un objeto debajo de una de tres vasos. Después, la adulta sale de la habitación y el niño ve cómo un segundo adulto entra y mueve el objeto para que quede debajo de otro vaso. Cuando regresa la primera adulta, ¿dónde espera el niño que la adulta busque el objeto? Los niños muy pequeños asumen que la adulta sabrá cuál es la nueva ubicación del objeto, igual que ellos. A partir de los cuatro años, sin embargo, los niños comienzan a comprender que la adulta solo conoce lo que ella misma ha visto, por lo que esperan que busque debajo del vaso original, que ahora está vacío. “De hecho”, escribe Ball, “con frecuencia se deleitarán con el engaño: con que ellos sepan lo que los demás no saben”.

Es necesario desarrollar una teoría de la mente porque nunca podremos saber qué ocurre en el interior de otras personas del mismo modo inmediato en que nos conocemos a nosotros mismos. Los adultos sanos dan por sentado que las demás personas tienen el mismo tipo de vida interior que ellos, no obstante, esto no deja de ser una especie de suposición. René Descartes fue uno de los primeros filósofos que abordó este problema en el siglo XVII. “¿Qué veo desde la ventana sino sombreros y abrigos que pueden cubrir máquinas automáticas?”, preguntó. “Sin embargo, considero que son hombres”. No obstante, Descartes no concedió el mismo beneficio de la duda a los animales. Incluso en mayor medida que Skinner, Descartes los consideraba autómatas carentes de experiencia interior, “bêtes-machines”. Ball señala que Descartes diseccionó animales vivos para estudiar la circulación de la sangre, “y desestimó cualquier alarido de dolor que el procedimiento provocara como una simple respuesta mecánica, no muy diferente del chirrido de un eje mal engrasado”.

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Un pulpo común. Foto: Reinhard Dirscherl/Getty Images

Cuatro siglos después, De Waal se queja de que la ciencia aún no ha superado la tendencia a trazar un límite entre la vida interior de los humanos y la de otras criaturas. La razón por la que los científicos se han enfocado en la teoría de la mente, cree De Waal, se debe a que no se ha demostrado que ningún animal la posee.

Estos “concursos de alardes interespecíficos”, escribe, están diseñados para halagar nuestro sentido de superioridad. De hecho, parece que ni siquiera en este caso somos claros ganadores. Según Ball, los últimos intentos de replicar el experimento de la teoría de la mente con chimpancés y pigmeos sugieren que la mayoría de ellos superan el test, aunque las pruebas son ambiguas: como los sujetos no pueden hablar, los investigadores calculan sus expectativas siguiendo los movimientos de sus ojos.

Por supuesto, aunque se descubriera de forma concluyente que otras especies poseen una teoría de la mente, esto no representaría un desafío para nuestro monopolio sobre el tipo de “alma racional” que dio lugar a las pirámides y al monoteísmo, a la teoría de la evolución y al misil balístico intercontinental. Mientras estos logros humanos por excelencia sigan siendo nuestro estándar de capacidad intelectual, nuestro lugar en la cima de la jerarquía mental está asegurado.

Pero, ¿tenemos razón al considerar la inteligencia como una jerarquía en primer lugar? Tal vez deberíamos pensar, en cambio, en lo que Ball denomina “el espacio de las mentes posibles”, es decir, las innumerables formas potenciales de entender el mundo, algunas de las cuales quizás ni siquiera seamos capaces de imaginar.

Al cartografiar este espacio, que teóricamente podría incluir mentes informáticas y extraterrestres, así como mentes animales, “actualmente no nos encontramos en mejor situación que los astrónomos precopernicanos que situaron a la Tierra en el centro del cosmos y organizaron todo lo demás en torno a ella”, observa Ball. Hasta que no sepamos más sobre qué tipos de mentes son posibles, es pura arrogancia imponer la nuestra como el estándar de excelencia.

Jenófanes, un filósofo presocrático, observó que si los caballos y los bueyes pudieran dibujar, harían que los dioses lucieran como caballos y bueyes. Del mismo modo, si los seres no humanos pudieran diseñar una prueba de inteligencia, podrían clasificar a las especies según, por ejemplo, su capacidad para encontrar su camino a casa desde cierta distancia sin ayuda.

Las abejas lo hacen detectando campos magnéticos, y los perros siguiendo olores, mientras que la mayoría de los humanos modernos no podrían hacerlo sin un mapa o un GPS. “La Tierra está repleta de especies animales que han encontrado soluciones para vivir una buena vida de formas que avergüenzan a la especie humana”, señala Gregg.

No obstante, si las mentes humana y animal son tan fundamentalmente diferentes que nunca podremos entendernos de verdad, surge entonces una idea inquietante: nos pareceríamos menos a vecinos que a reclusos que ocupan celdas separadas en la misma prisión. Se tendría que descartar el tipo de comprensión que Foster logró con su pulpo, o Goodall con sus chimpancés, como una ilusión antropomorfizadora, tal como advirtió Skinner.

La posibilidad de que exista una verdadera comprensión entre especies es el tema del trascendental ensayo de Thomas Nagel de 1974 titulado ¿Qué se siente ser un murciélago?, al que todos los escritores sobre cognición animal rinden homenaje, en ocasiones con hastío. Nagel, filósofo estadounidense, llegó a la conclusión de que los humanos nunca podrán comprender realmente la experiencia interior de un murciélago. Aunque uno intente imaginar cómo es volar con alas palmeadas y pasar la mayor parte del tiempo colgado boca abajo, lo único que puede imaginar es cómo sería para uno mismo ser un murciélago, no qué siente un murciélago al ser un murciélago”.

Para Nagel, esta conclusión conlleva implicaciones que trascienden la psicología animal. Demuestra que nunca se puede reducir la vida mental a aquello que podemos observar desde fuera, ya sea la forma en que nos comportamos o el patrón de los impulsos eléctricos en nuestras neuronas. La subjetividad, es decir, lo que sentimos al existir, es tan radicalmente diferente de lo que podemos observar científicamente que ni siquiera es posible describir ambos ámbitos con el mismo lenguaje.

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Un emú en el zoológico de Taronga, Sídney. Foto: Jenny Evans/Getty Images

Pocas personas han aceptado el reto que plantea el ensayo de Nagel de forma tan literal como Charles Foster en su libro de 2016 titulado Being a Beast (Ser animal). Abogado y académico de profesión, Foster se propuso el reto de adentrarse en los mundos mentales de cinco especies animales viviendo lo más parecido posible a ellas.

Para ser un zorro, escribe: “Me acosté en un patio trasero en el barrio de Bow, sin comida ni bebidas, orinando y defecando donde estaba, esperando a que llegara la noche y tratando como hostiles a los humanos de las casas adosadas de alrededor”. Para ser tejón, cavó una zanja en la ladera de una colina y vivió dentro de ella con su hijo pequeño Tom, comiendo lombrices e inhalando polvo. “Tom llenó pañuelos de sílice y sangre durante una semana”, señala Foster.

Foster acepta todo este daño e incomodidad, pero no con el espíritu de un científico que hace trabajo de campo. Al contrario, evoca a los penitentes medievales que se cubrían la espalda de ronchas para purgarse del pecado. El hecho de que Foster defina el pecado como una transgresión contra la naturaleza y no contra Dios no hace que el concepto sea menos religioso. “La biología evolutiva es una declaración formidable de la interconexión de las cosas”, escribe, y su predicación se traduce fácilmente en términos cristianos: “Digan, con San Francisco, ‘¡Hola, Hermano Buey!’, y díganlo en serio”, exige.

La forma en que Foster busca la comunión con los animales puede resultar extrema, en ocasiones cómica, sin embargo, muchos de los actuales estudiosos de la cognición animal comparten su impulso básico, así como un número cada vez mayor de laicos en este campo. El encuentro con una mente animal puede cumplir la misma función que una gran obra de arte o una experiencia religiosa: convierte lo familiar en extraño, recordándonos que la realidad abarca mucho más de lo que pensamos normalmente.

La gran diferencia radica en que, mientras una experiencia religiosa tradicional puede hacer que el ser humano descubra a Dios, una epifanía animal puede hacernos descubrir la plenitud de este mundo. “Lo que ella me enseñó fue a sentir que eres parte de este lugar, no un visitante”, comenta Foster en las últimas líneas de Mi maestro el pulpo, y por “este lugar” no se refiere únicamente a un bosque de algas en particular, sino a la Tierra misma. Al principio esto puede sonar como una extraña comprensión: ¿a qué otro lugar pertenecemos los seres humanos si no es a nuestro único planeta?

Sin embargo, en el siglo XXI es evidente que cada vez nos resulta más difícil pensar que pertenecemos realmente a la Tierra. Tanto si miramos hacia atrás, a nuestra larga historia de extinción de otras especies, como si miramos hacia adelante, a un futuro en el que nos extinguiremos a nosotros mismos debido al colapso climático, muchos seres humanos ahora consideran que la humanidad es el mayor peligro al que se enfrenta la Tierra, un cáncer que crece sin límites, matando a su huésped.

No es casualidad que, en el mismo momento, los visionarios de la tecnología hayan comenzado a pensar en nuestro futuro en términos extraterrestres. Quizás sea en la Tierra donde la humanidad evolucionó, señalan, pero nuestro destino nos llama a otros mundos. Elon Musk fundó SpaceX en 2002 con el objetivo explícito de acelerar la colonización de Marte por parte de la humanidad. Otros pensadores “transhumanistas” esperan con ansia un futuro totalmente virtual, en el que nuestras mentes dejen atrás nuestros cuerpos y alcancen la inmortalidad en forma de pulsos electromagnéticos.

Estos proyectos suenan futuristas, pero la mejor forma de entenderlos es como nuevas expresiones de una ansiedad humana muy antigua. Siempre hemos padecido claustrofobia metafísica, es decir, la sensación de que un cosmos que no contuviera más mentes que la nuestra era intolerablemente limitado. Por esta razón, desde la prehistoria, los humanos han poblado la Tierra con otros tipos de inteligencias, desde dioses y ángeles hasta hadas, espíritus del bosque y demonios. Todas las culturas premodernas daban por sentada la existencia de esas mentes no humanas.

En la Europa medieval, las ideas filosóficas cristianas y griegas originaron la doctrina de la “gran cadena del ser”, que sostenía que el universo está poblado por una serie ininterrumpida de criaturas, que van desde las plantas en el nivel inferior hasta Dios en la cúspide. La humanidad se situaba en el medio, siendo más inteligente que los animales, pero menos que los ángeles, que adoptaban la forma de muchas especies, con poderes y competencias diferentes.

El hecho de llenar el universo de mentes hipotéticas, superiores a la nuestra en sabiduría y bondad, ayuda a aliviar la soledad de nuestra especie, proporcionándonos seres con los que podríamos hablar, en los que podríamos pensar y a los que podríamos esforzarnos por imitar. Nuestra necesidad de ese tipo de compañía en el universo no ha desaparecido, aunque hoy preferimos poblar la región “superior” a nosotros en el espacio de las mentes posibles con extraterrestres avanzados e inteligencias artificiales superpoderosas, seres que son tan hipotéticos como los serafines y querubines, al menos hasta el momento.

Nuestro creciente interés por las mentes animales puede ser considerado también como una forma de llenar las regiones “inferiores” a nosotros. Si un pulpo es como un extraterrestre inteligente, como escribe Godfrey-Smith, entonces no necesitamos escudriñar el cielo con tanta ansiedad en busca de un extraterrestre real. Yong cita a Elizabeth Jakob, una experta estadounidense en arañas, en el mismo sentido: “No tenemos que buscar extraterrestres de otros planetas… Tenemos animales que poseen una interpretación completamente distinta de lo que es el mundo a nuestro lado”. Quizás el simple hecho de saber que esas otras mentes existen puede ayudarnos a hacer las paces con las limitaciones de la nuestra.

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