Morir por la patria
Causa en Común *El autor es director general de Causa en Común
Morir por la patria
Foto: Max Kleinen/Unsplash.com

Hace unos días mataron a 13 policías en un solo atentado. Al día siguiente encontraron los cadáveres de otros tres en otro estado. En lo que va del año, van al menos 112 policías asesinados.

Para estas masacres no hay tratamiento especial, y se activa la batería acostumbrada: pésames oficiales, anuncios de investigaciones, oferta de resultados. Es un ritual con solemnidad impostada, coreografías de la decrepitud institucional, de la irresponsabilidad institucionalizada, reflejo de una sociedad que poco tiene de ciudadanía, que no espera consecuencias para los asesinos, y tampoco consecuencias para los que ofrecieron que habría consecuencias.

Y todo junto, el atrevimiento, la cantidad de muertos, y que fueran policías, no alcanza para un escándalo. Policías atrapados entre criminales deshumanizados, producto de comunidades rotas, y políticos chiquitos que nunca meterían el cuerpo por una obligación, y menos aún por una causa. Bonita chamba.

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Quién entonces puede presumir vergüenza por el abandono de policías que mal viven con sueldos ridículos, con prestaciones que no se cumplen, con equipamiento insuficiente que en parte ellos pagan, sin entrenamiento ni carrera profesional. Quién se conmueve por el abandono de gobiernos y el desprecio de comunidades. Quién entonces se indigna y presiona, porque los dizque ciudadanos no; y quién actúa, porque la dizque oposición no, cuando se denigra y desaparece a una policía federal completita, o cuando los fondos para las policías locales se reducen o desaparecen, amputaciones que pagan una militarización que sólo sirve a un propósito dictatorial; desde luego, a la seguridad, no. Quién entonces se indigna o presiona o actúa cuando matan a un juez, o a los policías por racimos.

Ah, pero cuidado con que digan que dicen que oyeron que un policía se corrompió, porque entonces al gobierno y a la sociedad, mancuerna de la pulcritud, siempre tan ocupados en sus olvidos, les puede dar algo. Atragantarse con tanta hipocresía, por ejemplo.

En estos tiempos de producción eficaz de catástrofes, éstas pierden, por sobre oferta, impacto mediático, la nueva medida de lo emocional y de lo político, y por ello quizá no exista un número suficiente de fracasos que rompan la marca para iniciar la reconstrucción de las instituciones civiles de seguridad y justicia. Así las cosas, el país no merece a nadie que esté dispuesto a jugarse la vida para “proteger y servir a la comunidad”, como reza el mantra policial, y nadie que esté dispuesto a jugarse la vida por los demás merece esta historia de cinismo y de ingratitud. 

Tenemos entonces un electorado aturdido y políticos infumables, unos que piden y otros que votan la prisión sin juicio, con la certeza idiota de que los condenados siempre serán los otros. Y un sistema penitenciario que no es sistema y que de siempre es propiedad de quien pague. Y jueces asesinados o amenazados por el crimen organizado, y otros resistiendo la embestida de un presidente porque no resuelven como a él le gusta. Y fiscales que nunca lo serán porque en México no existe una sola fiscalía digna del nombre. Y policías que existen, pero solo como noticia, y a condición de que los maten.

Claro que éste es un Estado fallido.

Políticos y politólogos se santiguan cuando oyen la blasfemia. Pues no sólo es un Estado fallido, sino uno que se cae a pedazos, cada vez más rápido, y entre los aplausos de millones que piensan que ahora sí viene lo bueno. Tanto pudor con las palabras. Dan grima. Que les expliquen sus remilgos a las viudas y a los huérfanos mientras la patria chapotea en su propia sangre.

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