Cómo aprendí que al tratar de evitar la tristeza, solo la empeoraba
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Rodeada por almohadas y dándome vuelta a intervalos, como una chuleta de cerdo en una parrilla, soporté un periodo de reposo obligatorio en cama hace unos años. Entonces mi mundo se redujo a cuatro paredes. En lo que los médicos denominaron un “embarazo geriátrico de alto riesgo”, quedé incapacitada, con llagas en las caderas y el coxis (a pesar de las vueltas) y una melancolía abrumadora.

Me recordé a mí misma que esto era temporal y que en la historia del mundo, para muchas personas, las cosas habían sido mucho más sombrías. Y luego me lo probé a mí misma al embarcarme en un estudio de la historia de la tristeza. Esto fue menos miserable de lo que parece y excelente para poner las cosas en perspectiva, aumentar la compasión y alentar una oleada de cambios.

Esa historia se divide aproximadamente en dos campos: los que pensaban que la tristeza era algo bueno y los que pensaban que era terrible. Las antiguas civilizaciones egipcia, china y babilónica vieron la tristeza como una forma de posesión demoníaca y utilizaron el castigo corporal y el hambre en sus intentos por expulsar a los demonios. En la antigüedad griega y romana, los médicos prescribían un régimen de gimnasia, masajes, dietas especiales y baños regulares para aliviar los síntomas.

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La melancolía surge como una enfermedad en los escritos de Hipócrates y se pensaba que era provocada por un desequilibrio de los “humores” corporales o fluidos. Cualquier enfermedad o dolencia en el cuerpo era el resultado de un exceso de uno de estos fluidos, y el trabajo del médico era equilibrar los humores mediante purgas o sangrías. “Al menos nadie me está haciendo eso…” fue un pensamiento inicial.

En la Edad Media, sentirse triste esencialmente significaba que Dios te odiaba. Para los clérigos de la Europa medieval, la melancolía era una señal de que vivías en pecado y necesitabas arrepentirte. Pero estar triste significaba que en la mente de muchos hombres del Renacimiento se te consideraba más cercano a Dios (seamos sinceros, nadie escuchaba a las mujeres), lo que marca el primer cambio hacia la adopción de la tristeza. En 1590, el poeta Edmund Spenser llegó incluso a respaldar la idea de la tristeza como un indicador de compromiso espiritual. Ahora existía la idea de que, si eras feliz, probablemente era porque te divertías con algo que no era del todo sagrado, como el sexo o el alcohol.

Con los avances en la ciencia y la tecnología durante la Ilustración, los pensadores comenzaron a considerar nuestros cuerpos desde un punto de vista mecánico, viendo la tristeza como un mal funcionamiento de la máquina humana. El médico George Cheyne trazó la teoría de que la melancolía era causada por todas las comodidades y lujos recién adquiridos que la mecanización hacía posible. No trabajar la tierra lo suficiente y pensar demasiado.

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Aquí me desvío de mi narrativa por una atracción pasajera por el pensador danés del siglo XIX Søren Kierkegaard (yo culpo por ello a las hormonas del embarazo) que parecía tener la tristeza definida por tres aspectos clave. Él aconsejó que sintiéramos todos los sentimientos, incluso los duros, incluso cuando nos duele: “La vida no es un problema para resolver, sino una realidad para experimentar“. La tristeza y la desesperación no solo son inevitables: inducen la felicidad y son necesarias para el cambio. En tercer lugar, para ayudarnos a descubrir la vida, Kierkegaard instó a caminar. “He caminado para mis mejores pensamientos… si uno sigue caminando, todo estará bien“, escribió.

Postrada en cama, le creí. Pasé la mayor parte de mi vida huyendo de la tristeza hasta este punto. Ser optimista y feliz era todo lo que sabía perseguir, sin importar cómo sintiera las cosas por dentro, lo cual, habiendo perdido a mi hermana y a mi papá el mismo año cuando apenas crecía, no era algo genial. Lo triste, había deducido, era malo. Como me diría más tarde un terapeuta: “No es de extrañar que hayas pasado ocho años investigando la felicidad: tenías miedo de la tristeza. La mayoría de la gente le teme”.

Kierkegaard no temía. Estaba totalmente preparado para aceptar que la vida a veces sería sombría; esto significaba que lo estabas haciendo bien. Pero si los beneficios de la tristeza fueron algo que Kierkegaard se dio cuenta hace tanto tiempo, ¿por qué tantos de nosotros habíamos olvidado cómo estar tristes? Para saber más, volví a mis estudios.

También en el siglo XIX, en Gran Bretaña, una explosión demográfica y una mayor urbanización significaron que la gente vivía cara a cara, a menudo en condiciones insalubres. “La muerte estaba por todas partes y se convirtió en una conversación abierta y continua”, me dijo el profesor John Plunkett de la Universidad de Exeter. Para hacer frente a la tristeza, los victorianos abrazaron el dolor con gusto, ejemplificado por el duelo de la reina Victoria por su marido. “Pero incluso cuando murió Albert, la cultura estaba empezando a cambiar”, dijo Plunkett. A finales del siglo y en el siguiente, los brotes de cólera en Londres, la Primera Guerra Mundial y luego la pandemia de gripe española pusieron fin a los funerales y rituales extravagantes, y la gran cantidad de pérdidas de vidas a causa de estos horrores hizo que el duelo fuera imposible.

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Luego vino la Segunda Guerra Mundial. El sufrimiento generalizado derivó en que las expresiones de dolor tuvieran poco espacio y el estoicismo valoró por encima de todo. Así creció una generación que dijo Keep Calm and Carry On, mantuvo la calma y siguió adelante. Sin embargo, la generación siguiente tenía otras ideas. Los baby boomers alcanzaron la mayoría de edad como una generación más en contacto con sus emociones y priorizaron la autoestima como resultado de un cambio de pensamiento. “Este fue el comienzo de un énfasis en la protección del ego”, explicó el profesor Nathaniel Herr de la American University. “Empezamos a esforzarnos por ser ‘felices’ por encima de todo”. Así que se nos permitió sentir, pero sería mejor que el sentimiento fuera de felicidad. Sólo que a veces no somos felices. Y esto es un problema si no sabemos cómo manejar la tristeza. Entender esto se sintió como un cambio radical. No era solo yo; habíamos olvidado cómo manejar la tristeza como sociedad.

En este punto, mi plan de estudio se vio acotado por un viaje al quirófano para un parto muy esperado, pero también nació una idea en el momento más conmovedor: lo mejor que podía hacer por mí y por mi futura familia sería aprender a estar triste. Una vez que me recuperé, continué mi búsqueda y descubrí que evitar la tristeza enterrándola o ignorándola no funciona, ya que suprimir los llamados pensamientos negativos solo los exacerba. Experimentar tristeza temporal, por otro lado, puede, contrario a la intuición, hacernos más felices. Y dado que la tristeza nos sucede a todos, también podríamos acertar. Aceptar la tristeza como una parte clave de nuestra experiencia humana nos hace más compasivos con nosotros mismos y con los demás. Y tal como lo sabía mi querido Kierkegaard en el siglo XIX: la tristeza puede actuar como catalizador de un cambio muy necesario y, en última instancia, de una vida más satisfactoria.

Desde que comencé a estudiar la tristeza, comencé a hacer cambios con el impulso de esos poderosos sentimientos. No es fácil, pero es necesario. A muchos de nosotros se nos ha vendido una definición muy limitada de felicidad que significa no estar nunca triste. Pero esto no es felicidad, apenas es una vida. Si queremos vivir bien, tenemos que hacernos amigos de la tristeza. Comenzando ahora.

*Helen Russell es la autora de Cómo estar triste: todo lo que he aprendido sobre ser más feliz al estar mejor triste.

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