En un informe reciente y demoledor, el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) detalla lo que diversos actores han denunciado por años: Israel, como poder ocupante, viola sistemáticamente tanto el Derecho Internacional Humanitario como el Derecho Internacional de los Derechos Humanos en los territorios palestinos. Y, sin embargo, el acuerdo de asociación UE-Israel, que data de hace 25 años, sigue vigente, como si nada.
El informe documenta al menos 16 violaciones graves al Derecho Internacional Humanitario y 22 al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, abarcando desde bombardeos indiscriminados en Gaza hasta desplazamientos forzados en Cisjordania. Entre las violaciones más flagrantes están el uso desproporcionado de la fuerza, la demolición punitiva de viviendas, las detenciones arbitrarias (incluyendo de menores), y la obstrucción sistemática al acceso de ayuda humanitaria, trato cruel, inhumano y degradante en detención, hambruna provocada como arma de guerra, entre tantas otras. Además, debemos sumar la violencia de colonos contra civiles palestinos, que goza de casi total impunidad.
Estas acciones no son excesos aislados, sino parte de una estructura de ocupación prolongada. Recordemos: el 60% de Cisjordania está bajo control efectivo israelí. Y Gaza, un territorio del tamaño de la isla de Cozumel, para una referencia cercana a nuestros lectores en México, alberga a más de 2 millones de personas en condiciones de encierro, con una densidad similar a la de la Ciudad de México pero sin acceso a agua, electricidad ni servicios básicos. Bloqueada, castigada colectivamente hace décadas..
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Israel no es un Estado cualquiera en esta relación: es un poder ocupante, una categoría legal reconocida por el derecho internacional desde su control militar sobre Cisjordania, Jerusalén Este y Gaza tras la guerra de 1967. Esta condición implica obligaciones precisas bajo el Cuarto Convenio de Ginebra y el Derecho Internacional Humanitario: proteger a la población civil bajo ocupación, garantizar el acceso a alimentos, agua, salud y educación, facilitar la ayuda humanitaria, abstenerse de transferir su propia población al territorio ocupado, no alterar la estructura demográfica, legal ni administrativa del territorio, y no aplicar su legislación nacional en ese contexto.
Cada asentamiento israelí en Cisjordania, cada demolición de una vivienda palestina, cada checkpoint que fragmenta comunidades, cada ley que trata de forma desigual a dos poblaciones bajo el mismo control, constituye una violación directa de estas obligaciones. La ocupación es un régimen con límites normativos claros, y su incumplimiento sistemático, documentado por organismos internacionales deslegitima cualquier narrativa de legalidad o excepcionalismo moral que se invoque para justificarla.
Aún así, muchos intentan justificar estas prácticas bajo la retórica de la “defensa nacional” o tildando de “terrorista” a todo actor palestino no estatal. Pero esa narrativa es tramposa. Criminaliza la resistencia, blanquea la ocupación y deshumaniza al ocupado.
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A esto se suma una narrativa aún más peligrosa: la del pueblo elegido que retorna. Esta interpretación bíblica, trasladada a la política moderna, sugiere que una población puede reclamar un territorio por razones teológicas, ignorando siglos de presencia continua de otros pueblos. Pero el mundo moderno no se rige por escrituras sagradas, sino por principios legales y derechos humanos. Si legitimáramos las reclamaciones territoriales basadas en antiguos reinos o promesas religiosas, entonces Rusia podría reivindicar Ucrania en nombre de la Rus de Kiev (siglo IX-XIII), o los griegos Anatolia, o Italia media Europa. La historia humana está tejida por migraciones, conquistas y mezclas. Elegir arbitrariamente un punto en el tiempo de ese tapiz para justificar un dominio brutal en la época moderna no solo es un argumento históricamente endeble, sino que es políticamente peligroso.
No se trata de estar “a favor de los palestinos” o “en contra de los israelíes”. Se trata de estar en contra de la ocupación, de la ilegalidad sostenida por décadas, y de los mecanismos de impunidad internacional que la perpetúan. De hecho, también los israelíes tienen razones para oponerse a esto: vivir en una sociedad que normaliza el apartheid, la violencia estructural y el desprecio por el derecho deteriora su democracia desde dentro. Les deshumaniza también.
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Frente a este panorama, no debería ser difícil posicionarse. La evidencia está sobre la mesa. El SEAE ha hecho su parte: ha compilado y documentado, con precisión, las violaciones. Ahora corresponde a la ciudadanía europea exigir coherencia política: suspender el Acuerdo de Asociación con Israel, imponer condiciones claras y actuar como un bloque que defiende realmente los derechos humanos.
La ocupación no necesita matices. Necesita consecuencias.