¿El golpe más duro del Covid? Separar a los pacientes graves de sus seres queridos
La unidad de cuidados intensivos del hospital general occidental de Edimburgo. Fotografía: Murdo MacLeod / The Guardian

Cuando la pandemia llegó, conocí a una paciente que dijo que llegar al hospital era como “caer en las manos de Hades”. Ella hacía gestos mientras batallaba para hablar del trauma del equipo médico con cubrebocas y sin rostros que caminaba alrededor de su cama, del pitido mecánico y los lamentos humanos. La sangre goteaba de su brazo en la zona donde un doctor agotado intentó, y fracasó múltiples veces, insertar un tubo en su vena. Los otros pacientes se veían alterados y moribundos. “Me voy a morir aquí”; pensó, “escuchando a las personas sufrir, viendo a los doctores enmascarados, con sangre en mis manos”. 

Pero el detalle más aterrador no era lo que estaba presente, sino lo que le hacía falta. Sin su esposo, sus hijos o sus amigos junto a ella. Desorientada y luchando por respirar, se enfrentó a la idea de morir por el Covid totalmente aislada de sus seres más queridos. Aún peor, su experiencia no fue inusual: es la experiencia común. Sobre camillas, en asilos, en carros, en corredores, conectados a respiradores, bombardeados de oxígeno de alto flujo, secuestrados dentro de habitaciones de presión negativa, miles de pacientes en todo el año se han confrontado con la proximidad de la muerte totalmente solos. 

Ninguna otra enfermedad en nuestras vidas había requerido que los hospitales prácticamente se purgaran de visitantes, incluso para los pacientes terminales. En lugar de los velorios en el lecho de muerte, con las familias en torno a sus seres queridos, mirando, esperando, llorando, aguantando, el Covid separó a los padres de sus hijos, hermanas de sus hermanos, esposos de sus esposas, abuelos de sus nietos. Nos hemos visto obligados a desterrar al grupo de personas que más importa cuando se acerca la muerte. 

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Esta particular crueldad del Covid alteró una necesidad ferozmente primaria. En todas las culturas, eras y escenarios institucionales, lo que deseamos sobre todas las cosas es lo mismo. Alguien a quien aferrarnos, preferiblemente alguien que amamos, como antídoto para el miedo y el dolor. Como dijo mi paciente: “Quería que alguien me abrazara. Realmente no importa si tienes tres años o 53, siempre es la misma sensación”. 

Durante los primeros días de la pandemia, nuestros esfuerzos para contener el virus (para prevenir que reclamara aún más vidas) violó todo lo que sabía sobre buenos cuidados paliativos. Todos entendíamos el razonamiento detrás de la prohibición de visitantes. El control de infecciones riguroso era obviamente imprescindible. Pero casi de la noche a la mañana, el hospital se convirtió en un brutal mundo de ausencias y barricadas: seres queridos abandonados y pacientes enfrentando a su Hades personal, solos. 

Negarle a los parientes un lugar junto a alguien que está en condiciones graves (“tan enfermo que puede morir”, como solemos decir) se sentía profundamente incorrecto. Para mí, el estacionamiento, de todos los lugares posibles, lo dejaba claro. Un día, noté el puñado de vehículos estacionados de modo que podían ver hacia el hospital. Los pasajeros se sentaban impacientemente, a veces durante horas, viendo la puerta que tenían prohibido cruzar. Estos observadores se mantenían en vela, agotados y desesperados, tan cerca como era posible de su ser querido a pesar del hecho de que ni siquiera estaban a la vista. Creo que nunca antes había visto algo tan doloroso en el hospital. 

Los descubrimientos preliminares de una investigación en todo el Reino Unido sobre cómo lidian las personas con las muertes de sus seres queridos durante la pandemia mostraron, sin sorpresas, que el luto por Covid es peor que otros tipos de luto. El equipo de investigación de las universidades de Cardiff y Bristol encontró que el 70% de las personas afligidas cuyo ser querido murió de Covid tuvieron contacto limitado durante los últimos días de vida, el 85% no pudo despedirse como le hubiera gustado, y el 75% experimentó aislamiento social y soledad. Para las personas cuyos seres queridos murieron de enfermedades no relacionadas con el Covid como cáncer, durante el mismo periodo de tiempo, el 43% tuvo contacto limitado, el 39% no logró despedirse adecuadamente y el 63% experimentó soledad. 

Cuando hablé con una afligida hija, Kathryn de Prudhoe, cuyo padre, Tony, falleció a causa del Covid en abril del año pasado, estas estadísticas cobraron vida con mucho dolor. Tony fue llevado al hospital por la noche, dejando a su esposa en casa, sola. “Incluso cuando nos dijeron que iban a retirar el soporte vital de mi papá, nadie en el hospital nos ofreció la oportunidad de ingresar”, dice Kathryn. “Nadie sugirió una videollamada o llamada por teléfono. Y tímidamente cumplimos. Creímos que era lo que teníamos que hacer. Fuimos obedientes y jamás pensé en cuestionarlo”. 

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Eventualmente, cuando se hizo evidente que Tony no iba a sobrevivir, el hospital llamó para decir que lo iban a desconectar del respirador. Kathryn se sentó afuera con su madre, obedeciendo escrupulosamente las reglas de distanciamiento social, mientras esperaban su muerte. “No dejaba de pensar en los últimos tres días que pasó completamente solo, rodeado de extraños. Sus pulmones se llenaban de fluido, tenía un derrame cerebral. Tuvo que haber sido una tortura física y entonces, en algún punto, a parte de todo,  él sabía que ese estaba muriendo. Me duele pensar en él ahí adentro, por sí solo”, dijo. 

Lo único peor que infligir tal sufrimiento en personas como Kathryn sería que los del Servicio Nacional de Salud no aprendieran del dolor que provocamos a regañadientes. Por suerte, al inicio de la pandemia, los trabajadores reconocieron la angustia de la ausencia para las familias e hicieron todo lo posible para aliviarla. Utilizamos celulares y tabletas para conectar a los pacientes y sus familias por video. Los hospitales hicieron excepciones a las draconianas restricciones de visitantes para los pacientes calificados como a punto de morir. El Centre for The Art of Dying Well en St Mary’s University, Londres, publicó una guía para “los modales en el lecho de muerte”, aconsejando a los familiares incapaces de acompañar físicamente a sus seres queridos comunicarse virtualmente con ellos, confiar en los cuidados de doctores y enfermeras, y no darle fuerza a los sentimientos de culpa. 

Y, sabiendo que no podíamos reemplazar a la familia, los trabajadores luchamos por llenar ese terrible vacío. Los doctores, enfermeras y cuidadores tomaron de la mano a los pacientes y les recitaron poemas, tocaron sus canciones favoritas, leyeron las cartas de despedida enviadas desde casa. Una joven doctora tocó el violín junto a la cama de su paciente, para cumplir su último deseo. En la unidad de cuidados intensivos de mi hospital, el equipo de enfermería tenía algo claro. Ninguna persona se iba a morir sola ahí, y eso no ha sucedido. Siempre hay un miembro del equipo dispuesto a ofrecer el medicamento más vital de todos: el contacto humano, el amor y la ternura de un miembro de la misma especie. 

No podemos prevenir las pandemias, y siempre queda la posibilidad alarmante de una nueva oleada, probablemente causada por una nueva variante. La próxima vez que se saturen nuestros hospitales, tenemos que permitir que los seres queridos accedan al lecho de muerte. Nunca jamás, en el momento que las personas necesitan aferrarse entre sí, podemos permitir que una enfermedad infecciosa los separe. 

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Rachel Clarke es doctora de cuidados paliativos y autora de Breathtaking: Inside the NHS in a Time of Pandemic.

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