La misión de Joe Biden en la cumbre del G7: reclutar aliados para la siguiente guerra fría
Joe Biden. Foto: AFP

Joe Biden va a cruzar el Atlántico esta semana montado en una ola de buena voluntad. Después de cuatro años de Donald Trump, los líderes europeos agradecen el hecho de que el presidente de Estados Unidos crea en la democracia y entienda la diplomacia.

Trump no  tenía ni idea de lo que es una alianza histórica, una sociedad estratégica o el interés mutuo. El veía instituciones multilaterales y conspiraciones en contra del poder de EU, el cual no podía separarse de su propio ego. Escuchaba la conversación de los europeos en torno a un orden internacional basado en reglas como si fuera el balido despreciable de un grupo de países debiluchos.

El propósito declarado de Biden es reforzar ese orden. En un artículo publicado en The Washington Post previamente a este viaje, el presidente habla de un compromiso “renovado” e “inquebrantable” de una relación transatlántica basada en “valores democráticos compartidos”.

El itinerario empieza en Cornwall con una reunión de los líderes del G7. Después viaja a Bruselas para la cumbre de la OTAN, además de reuniones con presidentes del Consejo y Comisión Europeos. Biden intenta orquestar un repunte de la solidaridad europea como si fuera música ambiental antes de la parada final en Ginebra, en donde se sentará con Vladimir Putin. En ese frente, un enfriamiento estable de las relaciones contará como avance después de la locura total del engaño a que se prestó voluntariamente Trump frente al hombre fuerte del Kremlin.

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Una recreación de la coreografía podría servir a Putin porque reduciría sus pretensiones de que Rusia todavía es una superpotencia. En realidad, Washington considera que Moscú es una fuerza en declive que compensa su falta de influencia haciendo daño donde puede, provocando problemas y buscando la discordia. Se considera que Putin es una molestia, no un rival.

Esto contrasta con el concepto que se tiene de China,  una verdadera superpotencia y  el poste oriental que Biden tiene en mente cuando habla de revivir una alianza de las democracias occidentales. En ese sentido, el repudio a la retórica trumpiana destructiva puede ser engañoso. Suena a los escuchas europeos como si la nueva administración de la Casa Blanca retrocediera el reloj hacia una época más calmada y menos combativa. En realidad, Biden llega a Europa para armar su acto en la carrera por la supremacía en Beijing.

Por Europa, en este contexto, el presidente también se refiere a Gran Bretaña. Boris Johnson, primer ministro de aquella región, podría imaginarse a sí mismo como un líder mundial de estatura continental, pero el presidente de Estados Unidos no tiene que alimentar esta fantasía.

Biden tiene una visión muy oscura del Brexit, la considera un sabotaje innecesario de la unidad europea. La Casa Blanca prefería que Gran Bretaña fuera una voz influyente por Estados Unidos dentro de la Unión Europea. Ya que esa función se perdió, la única utilidad que le ven al Brexit es hacer que sea más fácil para el Reino Unido aceptar su vasallaje económico y estratégico con respecto a Estados Unidos. Eso sería como mostrarle a China sus garras de halcón.

Las naciones europeas no tienen en realidad que hacer una pausa si la opción es alinearse con Washington o Beijing. Es fácil crear resentimiento del poder global de Estados Unidos y señalar hipocresías en su aseveración de que es un faro de la libertad política. Pero la alternativa es un estado expansionista totalitario que milita en contra de los uigures.

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Si China fuera un país más pobre, la misión de Biden sería más fácil. Pero la brecha económica entre una superpotencia establecida y su rival se está cerrando. Per cápita, los estadounidenses se encuentran mucho mejor, pero China podría superar a Estados Unidos en su PIB al final de esta década. Con ese peso viene la capacidad tecnológica de punta con aplicaciones militares que mantiene al Pentágono sin dormir en las noches.

Durante la guerra fría, el Kremlin mantuvo una rivalidad militar creíble con el oeste pero no fue un competidor económico durante mucho tiempo. El colapso del modelo soviético parece probar que la libertad política y la prosperidad vienen en un solo paquete. No puede haber empresas sin mercados, no puede haber mercados sin reglas justas, y no puede haber reglas que puedan respetarse sin democracia. El modelo híbrido del partido comunista chino de capitalismo autoritario parece haber cancelado esa teoría.

Cuando se concibió el G7 en la década de los 70, su membresía combinada, Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Japón, representaban cómodamente la parte fuerte de la riqueza mundial. Había una asociación natural con instituciones liberales democráticas y con el éxito económico. Hoy en día, esas siete naciones juntas sólo tienen el 40% del total mundial. Occidente todavía es rico, pero ya no es la super liga que el mundo envidiaba.

El dinero chino le da incentivos comerciales que compiten con su retórica altanera sobre valores democráticos. China es el mayor mercado de exportaciones de Alemania. Miembros más pequeños de la Unión Europea aceptaron las inversiones chinas en infraestructura y negocios, aunque están surgiendo algunos escrúpulos sobre los lazos políticos y las trampas de seguridad. Un enorme acuerdo Bruselas – Beijing que se firmó el año pasado, para molestia de Washington, se encuentra congelado como parte de una disputa de una cosa por la otra sobre las críticas europeas de los abusos de los derechos humanos en China.

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Pero los gobiernos de la Unión Europea simplemente no sienten los niveles de urgencia que tiene Estados Unidos para contener a China. Como factor geográfico, Estados Unidos tiene la costa del Pacífico y los compromisos estratégicos con Taiwán, en donde Gran Bretaña y Francia, con todo su alarde naval, son poco más que meros espectadores. Hay una diferencia conceptual también. Como explica un diplomático, a Europa no le gusta lo que China hace, pero a Estados Unidos no le gusta lo que China es. La idea de que EU deje de ser la primera potencia mundial durante este siglo es algo que abruma existencialmente a Washington.

El fenómeno que Trump hizo crecer la ansiedad de la actual administración en la Casa Blanca fue una experiencia casi mortal para el orden constitucional de Estados Unidos; un encuentro cercano con la mortalidad de un modelo político y económico que parecía insuperable al principio del siglo XXI. El presidente de Estados Unidos les pide a los líderes occidentales que demuestren su fuerza en solidaridad porque el prospecto de la división, declive y descrédito de la democracia es más real que en cualquier otro momento en su carrera de cinco décadas en Washington.

Durante este tiempo, Biden se ha mantenido gracias a la paciencia, diplomacia y la modestia. Ese estilo le ha valido una audiencia agradecida en Europa, pero los modales del presidente no deberían confundirse con falta de propósito. Utiliza un estilo modesto  para transmitir un mensaje duro.  No va a cruzar el Atlántico para regodearse en la nostalgia de las alianzas que ganaron la primera guerra fría.  Ahora está convocando a los reclutas para la segunda.

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