Recreo
De Realidades y Percepciones

Columnista. Empresario. Chilango. Amante de las letras. Colaborador en Punto y Contrapunto. Futbolista, trovador, arquitecto o actor de Broadway en mi siguiente vida.

X: @JoseiRasso

Recreo
Foto: Daniel Hernández/La-Lista

El presidente a veces me recuerda mis tiempos en primaria. Esperar ese momento en que sonaba el timbre del recreo. Salir corriendo para apartar la cancha, jugar futbol, ser el primero en la fila de la tiendita y comprar un chocobeso. Todo giraba alrededor de esos 20 minutos de libertad.

Andrés Manuel tuvo que esperar tres sexenios para salir al recreo y controlar el patio de la escuela. Había sido un niño víctima de bullying por parte de los alumnos anteriores. Fox lo trató de desaforar del juego de canicas y se enojó. El niño Calderón, consentido de la maestra Gordillo, le robó su lugar en el paseo escolar. No le quedó de otra más que aguantarse, se sentó afuera de la dirección general y en un berrinche, junto con sus amigos más cercanos, montaron tiendas de campaña para jugar a la escuelita. 

Seis años después, Enrique, el niño más guapo del colegio, le volvió a quitar el lugar en el cuadro de honor. Andrés no podía llorar porque todos se burlarían de él, así que se puso sus tenis, sacó su cantimplora y recorrió cada rincón del instituto, todos los salones, uno por uno, desde preescolar hasta secundaria. 

Se aprendió el nombre de todos los alumnos aunque no le firmaran el anuario. Entre clase y clase les prometía que si lo elegían como jefe de grupo tendrían más vacaciones, la escuela sería suya y no aceptarían niños ni niñas de otras escuelas. No habría tareas, no les harían exámenes, todos tendrían pase directo, menos matemáticas, sin reprobados y más béisbol.

Llegó el día de la kermés democrática, su plantilla ganó y por fin el pequeño Andrés se subió a la tarima y todos aplaudieron. La Cuarta Transformación había llegado. Nada lo podía detener. El patio era suyo. 

En el recreo, todo lo sabía Andrés Manuel. Si la pequeña Delfina escondía los pizarrones y gises para confundir a los maestros, él lo sabía. Si el niño Alejandro Gertz copiaba los ensayos para presentarlos como suyos, él lo sabía. Si sus hermanos le robaban el lunch a los niños más verdes, él lo sabía. Si el bravucón de Félix Salgado le pegaba a las niñas, él lo sabía. Si Manuel Bartlett se disfrazaba de dinosaurio para apagar la escuela y dejarlos sin clases, él lo sabía. Nada pasaba en el recreo sin que él estuviera al tanto.

Andrés sabía perfecto que Hugo López y su amigo de prepa, Jorge Alcocer, escondían las medicinas del botiquín de la escuela y si alguien se rompía un brazo, les regalaba un curita. No había raspón que ameritara llamar a un doctor, si se lastimaban era porque alguien más les había metido el pie y eso ya no era cosa suya.

No le gustaba compartir el lunch con los que no pensaban como él. No quería compartir el sol y el aire con los niños españoles que venían de intercambio. En las piñatas se lanzaba dando codazos hasta quedarse con todos los dulces y repartirlos con las niñas y los niños que lo idolatraban. 

A pesar de que criticaba a todo mundo, era el más popular de la escuela, regalaba los útiles perdidos, quemaba los libros de historia que hablaban de Cristóbal Colón y se quejaba de los directores anteriores.  

Si querías jugar en su equipo, tenías que darle los pases para gol. Si no se la pasabas, recogía el balón y los dejaba a todos sin jugar. 

Cuando tenía que hacer maquetas por el sureste de la escuela invitaba a los niños más ricos y aunque sabía que la plastilina y las cartulinas se las habían quitado a los niños con beca, no le importaba siempre y cuando le ayudaran a sacar 10 con estrellita. 

Llevaba la banda militar a todas partes. Honores a la bandera hasta en días de asueto. La escolta recorría los patios sin meterse en las peleas. Decía ser zurdo pero pegaba con la derecha.

Si se trataba de separar la basura, Andrés Manuel prefería conservar el plástico aunque contaminara más. Decía que era importante tener la soberanía frente a las escuelas rivales.

En sus últimos días caminaba de la mano de Claudia Sheinbaum, la niña estudiosa de primaria, la que se inmolaba ante los profesores en caso de que lo cacharan copiando, la que callaba cuando se equivocaba y la que quería quedarse como dueña del recreo. 

Su viejo amigo Marcelo, el de lentes, el pasado de moda, se había ido de viaje al extranjero y todos en la escuela lo habían olvidado, ya no intercambiaba estampitas y lo dejó jugando con su examigo Ricardo Monreal.

Así pasaban las semanas y el pequeño Andrés se sabía el rey del patio grande. No importaba si ya no había dinero para las colegiaturas. Las otras plantillas por más que pataleaban nunca llevarían el balón ni escogerían primero a los equipos.

El recreo era suyo hasta que sonara nuevamente la campana.

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