Misterio mitocondrial
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Misterio mitocondrial

A María, Margarita, Pablo, Lourdes, Ernesto, Cecilia,  Mauricio y Joaquín.

Lo que no es

comienza a  ser con vehemencia.

Abre y enciende escenas, 

las echa a andar.  Bajan

los personajes y entran con soltura

a los cuartos. Prenden la estufa y se hacen un té. Jalan sillas, 

se sientan

y platican. Afuera la lluvia arrecia. 

No hay paraguas 

suficientes. Se quedarán.

Bajo este tiempo sin huellas 

pasarán otra noche. Lo que es

ya no es. 

Coral Bracho

Todos (ellos) aparecen en mí. Corren como río llovido de memorias y sucesos sin importancia, de fiestas y días repetidos (casi fotocopiados), de melodías balbuceadas en la cocina y secretos que se guardan hasta la mortaja. Los nombres son breves: de flores, de árboles frutales, de inmaculadas aparecidas, de santas emparedadas y santos conversos con espada en mano, de arcángeles, de soldado renegrido, de próceres revolucionarios. Son nombres como cualquier otro, pero aquí están cargados de una cierta gravedad eléctrica. La radicalidad emana del alcuño, mote puesto a algún peregrino que anduvo por solares, siempre amargo y triste, cabizbajo quizá por denso y plomizo, encapotado como cielo de tormenta ya desde entonces, como los que ahora llevamos esa carga en el cuño, en la A que dejó el troquel de nuestro escudo. La pesadumbre nos la fuimos quitando a fuerza de dulces de leche, jotas aragonesas, juegos pobres en la sala y jaculatorias repetidas en las tardes de lluvia, aprendidas de la mujer que diera origen a todo: la responsable de la única casualidad de que compartiéramos información en el núcleo celular. El fenómeno mitocondrial nos amalgama como piloncillo, haciendo que no tengamos lugares sino sólo tiempos, causas y fechas que recordar; somos la entretela de las generaciones en nuestro propio tejido, pequeña muestra de la musculatura de un pueblo complejo, clase media donde todo se concentra. 

A estas alturas será claro que pretendo hacer un homenaje a mi prole, a la parentela, el themelios donde me reconozco en ciertos gestos, ademanes, pieles amarillentas, narices largas y caras afiladas: fundamento, casa de seres libres, no de pater  sino mater familias que engendró con lágrimas, frijoles y nata en pan de semita. Migración de Comarca Lagunera y de algún extraviado ultramarino, sin origen pero con un nombre de puertas rojas que es destino, plasma de verdades claridosas dichas sobre la mesa que, por andas o mangas, nunca se queda vacía. Descendencia que, como la de Níobe griega, hizo de cada uno montaña rocosa donde yace el mito de la consanguinidad llamada a agruparse en torno a la cultura. No somos genealogía en árbol, sino en agua duramente mineralizada. Líquidos todos, torrente breve pero incontenible, fuegos mínimos de incendio testarudo que sobrevive a errores genéticos, espaldas torcidas, pies que se negaban a caminar y acabaron por recorrer el mundo a trote pertinaz. Agua que se filtra en la tierra, agua en todas las formas posibles y también en las impensables, agua que abre umbrales de tiempo, que arrastra la entrada y salida de personajes nuevos, acogidos con gracia pero prescindibles porque el mensaje radica sólo en el plasma. Un mensaje de amor y de ética básica de lealtad e incondicional fraternidad. Agua que entra por ventanas abiertas que dan hacia la calle o hacia las nubes de las montañas, que no se cierran nunca, mucho menos al viento de la verdad que, por más que duela, siempre caerá mejor en la melaza de la hermandad. 

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El retrato capturado en la pequeña esquina de una larga mesa no es el nuclear de una familia santua de Murillo o de algún renacentista italiano como el Giotto, envuelto en halos de santidad. Se parece más bien a los saltimbanquis de Picasso en la feria de San Álvaro, aunque la imaginemos, ensoñados por nuestro propio encanto, como los blancos vientos, impolutos y diáfanos, de Sorolla en el mar Mediterráneo de Echegaray. Los plantones de nochebuena, cumpleaños o meriendas con pan, tienen el alegre caos de algún festejo de Jan Steen y, no vale de nada negarlo, también el drama de un tremendo martirio o trágico entierro de Caravaggio. Puesta en escena barroca o cine de Vinterberg a todo color. En una estancia de juegos de Matisse bien que cabríamos, con palillos chinos y loterías apostadas de a peso para bajar a la tienda por más dulce de membrillo. Y aunque a veces la carencia nos puso en salón sencillo como de Torriglia, no faltó nunca la música de Abba o los Beatles, Nina Simone o Leonard Cohen, aunque todas acabarían por pasar desapercibidas en medio del griterío y por debajo del estruendo de carcajadas que los amigos reconocerían a la vuelta de la cuadra. Familia de muchas mujeres y de hombres que se fueron pero que, en nuevas generaciones se reinventaron para acompañar así en la cocina, como en las pláticas de lactancia e histerectomía. Por eso somos mucho más retrato lúdico e imperfecto de Sofonisba Anguissola, que uno preciosista y calculado de Lavinia Fontana. Que a nosotros la perfección nos viene guanga: nada hemos hecho como se esperaba, ni siquiera como esperábamos entre nosotros mismos. Porque elegimos siempre lo que parecía más complicado: remar contra corriente, ir en oposición al remolino, viajar en solitario, desenmascarar las falsedades e ir por la libre como gaviota en parvada de patos. Quizá fue así porque sabíamos que la tribu siempre estaría, sin importar nada, la nada, nadar como si nada. Por eso nos pintamos solos, más bien como paisaje gótico de Lee Krasner, accidentado y complejo. Imperfecto pero potente y absurdamente audaz. 

Algo nos dice siempre que el tiempo se acaba pero que lo que ocurre en esas mesas, entre política, cine, libros y enchiladas, es lo que se quedará. “Tu nombre es tu destino” leo en un poema de Anne Carson y sí, Amaro es el sufijo al nombre que nos fue dado, pero el destino fue el camino incómodo e impredecible que elegimos tomados de la mano: el de la libertad individual. Una vez que muramos, uno a uno, los que hoy nos damos cita en la mesa, ese nombre desaparecerá, al menos el de esa genealogía que llamé misterio mitocontrial. Quizá por eso el alto calibre, la batalla que no para y las trincheras que no cesamos de cavar, no para acribillarnos con bayoneta, sino para bailar una danza cuerpo a cuerpo y amarnos, pese a todo. Líquido de verdadero sedimento social.  

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