La tacita de mamá
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

La tacita de mamá
Foto: Pixabay

Hace casi 13 años que mi papá no está, sin embargo, ella aún le deja su taza sobre la mesa. Quizá sea para Iván, que entre sus estudios en el extranjero y su trabajo, hace muchos años que no vive en esta casa. O para Omar, que hace un par de décadas se casó y salió del hogar familiar. Yo, que he vuelto a esta casa una y otra vez desde 2005, hubo noches que con todo descaro me serví la última cuba de la noche en esa taza. Pero sin importar quién esté en casa, después de tomar su café y antes de subir a dormir, mi mamá deja todas las noches en la mesa una taza con su plato y su cuchara.

Mamá cumple 85 años el martes y siempre ha sido el corazón de esta familia. Mi fortaleza y mi refugio de toda la vida, pero más en mi etapa adulta, cuando me ha consolado por un nuevo fracaso amoroso o como aquella vez que los Raiders perdieron el Super Bowl frente a Tampa Bay. Esa tarde de 2003, mientras yo lanzaba todo mi catálogo de maldiciones contra Rich Gannon, me abrazó la cabeza y me dio un beso en la frente. Del enojo pasé a un llanto incontrolable mientras ella me secaba las lágrimas.

En 2017, cuando lamentaba a los cuatro vientos tener que regresar a su casa porque el terremoto dejó inhabitable mi departamento, Linda Salinas, una terapeuta extraordinaria a la que comencé a ver justo durante ese trance, me hizo ver que el destino, quizá Dios, me había dado un regalo incomparable: pasar más tiempo con mi mamá. Disfruto prepararle su café y darle sus medicamentos, aunque no platiquemos mucho. Por las tardes, a veces bajo la computadora al comedor para trabajar cerca de ella mientras ve televisión. Me hace recordar aquellas tardes de infancia, cuando yo me tiraba de panza en la alfombra a escribir en el Libro Mágico mientras ella tejía o planchaba las camisas de mi papá.

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Aunque su memoria de corto plazo es endeble y nunca mira un calendario, el corazón le dicta cuando es una fecha especial, como su aniversario de bodas o el día que mi papá le pidió ser su novia. Recuerda hasta lo que comió aquella tarde.

Sus ojos son espectaculares. De un verde esmeralda que cautiva. Que invitan a dibujarlos una y otra vez. Irradian una luz que, sin embargo, van perdiendo poco a poco. La diabetes ha consumido lentamente su vista, sin embargo, ella se prepara para el día que la luz se apague por completo. A pesar de su metro y medio de estatura, tiene la fortaleza de un gigante. Cuenta los escalones y los pasos para llegar a cada lugar de la casa, aunque siempre a su paso deja encendida una luz. Por eso me he dado cuenta que cada día ve menos. Sus manos son delgadas y frágiles, casi siempre estuvieron adornadas con unas uñas largas y bien arregladas que eran su orgullo. Esas manos se han convertido en una extensión de sus ojos, aunque no tengan el verdor espectacular de aquellos.

En un año en que despedimos mi tía Victoria y en el último mes me he enterado de la muerte de la mamá de Quique, Marilú y el papá, de Baldo, no puedo sentirme menos que un privilegiado por abrazarla y darle todas las mañanas los buenos días. ¡Feliz cumpleaños, mamá!

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