Honor a los últimos del maratón
Zinemátika

Escribió por una década la columna Las 10 Básicas en el periódico Reforma, fue crítico de cine en el diario Mural por cinco años y también colaboró en Reflector, la publicación oficial del Festival Internacional de Cine en Guadalajara. Twitter: @zinematika

Honor a los últimos del maratón

No hay qué llegar primero, sino hay que saber llegar.

José Alfredo Jiménez

No tenía ganas de levantarme. De hecho, a pesar de tener mi número entre las manos (el 20289, inexplicable en un maratón de 10 mil personas), no estaba seguro de poderme enfrentar a un reto de ese tipo.

Casi por inercia o por necedad, o por ambas, me puse los tenis, la playera cuya estampa calaba lo suyo en la espalda, el número. De la emoción, se me olvidó el cubrebocas en casa, pero aún así la policía del Metro me permitió pasar sin problema.

La gente nos veía raro. Eran casi las 8 de la mañana, y la emoción de los atletas élite y la fiesta que siempre está antes y te llena de adrenalina aunque no has corrido un solo metro, había acabado hace rato. Ahora quedábamos los rezagados, los honestos que desde la inscripción pusimos que no creíamos llegar en menos de cinco horas a la meta. Delante de mí, tres muchachos bromeaban: decían que el que llegara al último invitaría los Cheetos. No pude unirme a la apuesta.

En la línea de salida no había porra, ni locutor, ni luces: era la fría mañana del 28 de agosto y los barrenderos nos veían con una mezcla de incredulidad y desprecio. “A lo mejor los alcanzan en el Metro”. Pero no, un maratonista no hace eso.

Me puse los audífonos. En el primer kilómetro, un grupo de muchachos alentaba a ese pequeño batallón de rezagados: tres muchachos que no sabían en lo que se habían metido, un señor en muletas, una anciana y un periodista tratando de escapar del trastorno de ansiedad general sin la ayuda de medicina.

Me dieron una corona de cartón y me dijeron que hay qué saber llegar. Y eso es cierto: en mis nueve maratones anteriores, había tratado de correr lo más rápido posible, para alcanzar esa meta simbólica y tangible que es metáfora de tanto. Pero en esta ocasión, mi falta de entrenamiento y mis problemas mentales me hicieron planteármelo de otra manera: ahora era una cuestión de intentar vivirlo.

Sin quererlo, fui rebasando gente. En el kilómetro 5, ya un buen grupo de cuerpos de gimnasio, bien marcados y con músculos que nunca he visto en mí, ya descansaban en las jardineras. Mi paso lento iba haciendo lo suyo: tiempo para caminar, para escuchar la música, para disfrutar la humedad de la ciudad en la que no había autos o tráfico. Una especie de oasis sin salir de la urbe.

Ser de los últimos tiene su encanto: armado con un bote de spray desinflamatorio, me di el tiempo de ayudar a acalambrados y lesionados, de hacer la señal de la victoria a una viejita en silla de ruedas y hacer que trotaba con un papá y su hijo, disfrazado de Flash.

Ya para el kilómetro 28 todos van muy serios, con el dolor a cuestas. El cuerpo se hace consciente de que es una máquina doliente, pero también que pertenecemos a algo más grande, hay quienes se rinden, claro, pero no por falta de apoyo: hay quienes se detienen para llamar a los servicios de emergencia, hay quienes cargan pequeños botiquines, hay quienes solo esperan. Y esperar hace la diferencia.

Hay quien dice que, por allí del kilómetro 35 o 38, está eso a lo que le llaman el “muro”. Es ese punto donde ya los músculos no responden y los kilómetros restantes se hace por pura voluntad o necedad. En mi caso fue lo segundo.

El muro coincidió con el Monumento a la Revolución, lugar del que guardo grandes recuerdos de carreras anteriores. Eso me dio un impulso especial, ya no era de los últimos, pero ya el medio día se asomaba sobre el asfalto. Quedaba terminar.

Los últimos dos kilómetros parecía una marcha que marca el fin de una batalla. Lesionados, cojeando, algunos agarrándose de las barras protectoras. Yo iba riéndome de mí mismo, tratando de saludar a esa gente que me vitoreaba como si fuera uno de esos atletas de élite. Sabía que tenía que recompensarlos.

Me detuve por completo a 600 metros de la meta. Miré hacia ambos lados para saludar a todos, para brindarles la carrera. Me ajusté la corona y corrí esa brevísima distancia en un minuto y medio. Llegué palpando la playera, por si el corazón seguía allí.

Y claro que estaba: mi alegría se multiplicó cuando supe que alguien a quien amo profundamente concluyó su primer maratón, para el que nos habíamos preparado juntos pero que no corrimos juntos por esas circunstancias que me hicieron abandonar los entrenamientos. Ella tomó mi lugar en el último pelotón de esta metáfora de la vida llamada maratón.

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