Arboreus socialis: los árboles de la verdad
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

<i>Arboreus socialis</i>: los árboles de la verdad
Foto: Paola Delfín, Shelter, pintura mural realizada en un edificio de Ucrania, 2016.

El viento en los follajes

Salta como un dios mono,

Hace caer los frutos,

Hace danzar frenéticas las hojas.

Los árboles se incendian 

en rojos y naranjas.

Trepadoras visten sus hojas amarillas

Contra los troncos negros,

El viento las sacude;

Hace alejar flotando ligerísimas

Borlas de polen blancas.

Llega el viento hasta el sauce,

Lo agita

Y sus hojas acarician tus cabellos,

Pulsa como cuerdas sus varillas flexibles

Y el sauce te canta y te enamora.

Elsa Cross

Se nos hizo costumbre caminar mirando hacia arriba. Comenzamos a elegir rutas y atajos con base en los árboles que encontrábamos. Hules y laureles eran nuestros predilectos. Nos hacían imaginar que viajábamos por algún lugar de la costa o sentirnos orientales, espirituales, cercanos a lo sagrado. Hacíamos malabares sobre las raíces que emergían de las aceras como tentáculos gigantescos o diminutas cordilleras. Coleccionábamos hojas secas para pintar paisajes sobre ellas. Guardábamos en los bolsillos de la ropa o las bolsas de la compra, las dagas miniatura encendidas de atardecer del colorín y frotábamos las hojas del pirul para salpimentarnos con su picante aroma a especia cayena. El centro de nuestra mesa floreció con buganvilias de infusión melosa, parafernalia pintada sutilmente de blanco o teñida por un dramatismo violeta, pasando por innumerables matices aterciopelados. Insistí en conservar la sutileza casi inmaterial de las flores de la jacaranda, la magnolia o el níspero, pero todas se desbarataron entre los dedos, tan llenas de agua y obstinadas en ser libres, algunas dejaron su ser entre las páginas de libros y quedaron de ellas solo restos, apenas un aura extremadamente frágil como hallazgo milenario en un sepulcro sagrado. Aunque los sauces suscitaban una profunda melancolía por los domingos lluviosos de la infancia, nos empecinamos en detenernos bajo su fronda y dolernos por el paso de los años y las ausencias que repetidamente evocamos. Bailamos y cantamos bajo la alegría erupcionada de la melaleuca, receptáculo de las ilusiones de nuestra intensa adolescencia de cabellos largos y morrales de lana repletos de libros para aprender a caminar. Álamos blancos y ficus pintos nos acompañaron silenciosos por cuadras y cruceros, discretos vigías de arrumacos en camellones y planes lejanos, leales guardianes del mal que pudiera dañarnos estando así, obnubilados por el éter de un eterno viaje ensoñado. En ocasiones algún parque nos sorprendió con la suntuosidad de inmensos sabios, monumentos de la afortunada unión entre naturaleza y urbanismo, agua derramada en la forma de un canto arbóreo ancestral. Recogimos palmas y cubrimos con ellas las casas de campaña en que nos guarecimos para pernoctar, no pasando las noches sino embistiéndolas de sueños titilantes y largas conversaciones infusionadas con aromática camelia de Sri Lanka, mágica unión entre lo celeste y terreno, entre el cálculo preciso de la naturaleza y el furtivo azar de caminar.  

El trazo de aquellas excursiones carecía de sentido lógico, práctico o productivo. Quienes nos vieron pasar una y otra vez por el mismo lugar, atesorar hojas, flores o ramas, reír, conversar y bailar o, en casos extremos, intentar trepar para alcanzar ardillas, cada una con su nombre y su personalidad, debieron juzgar que éramos dos chiflados (a veces dos y medio, siendo el más pequeño un entusiasta recolector de reliquias florales como trofeos o instrumentos de juego). Algunos observadores nos miraron con ternura y sonrieron, como comprendiendo o intuyendo que detrás de aquellos rondines había algo hirviendo, cocinándose como fondo espeso y concentrado para una abundante cena, la más importante a la que hubiéramos sido convidados jamás. Otros tantos nos desdeñaron o tildaron de locos, de remate o más bien de atar, gente rara, ecologistas a ultranza sin oficio ni beneficio, ociosos que no tenían donde más estar. La mayor parte, sin embargo, nos ignoraron, tan preocupados siempre, acechados por deberes, angustias y el inconmensurable peso de la responsabilidad, de ser productivos, eficaces, rápidos y generar. No los juzgamos. En otros tiempos fuimos ellos, encerrados en cuatro paredes blancas, sometidos al yugo de almas grisáceas y mentes turbulentas, descreídas del poder del viento, de la brisa y del andar. Lo que nos diferenciaba de ellos fue que un día, así sin más, después de tanto padecer, salimos y nos hicimos a las calles, de nuestros rumbos primero y luego mucho más allá. Nos dejamos seducir por la sirenea melodía de las hojas aplaudiendo, los pájaros conversando, las ardillas explorando y las lagartijas colonizando: sucumbimos a la visión de existir como árboles, erguidos, dignos y claros, seguros de estar. Y recibimos el mensaje, lo comprendimos: que ahí estaba todo lo necesario para arrancarle la vida a la vida misma, recordar, sentir, imaginar y construir. 

Y eso fue lo que hicimos: construimos. Nos volvimos árboles, laurel como Dafne, no por evitar el contacto de Apolo, sino para ser tocados por la existencia y dar cabida total a la vida. Cada paso fue un basamento sólido de varilla vegetal en la tierra, cada banqueta o rampa un muro de impenetrable mármol de Carrara; los giros en las esquinas fueron inmensos ventanales para iluminar y orear ese edificio habitado por nosotros, pero con cabida para todos los que amamos, los que aún desconocemos pero acogeremos y los pares con quienes hemos compartido tanto como la vida misma en pequeños palmos. Fue posible porque nos percatamos de que caminando por las calles, palpitantes y palpables, por la vida efímera e inasible, andando así sin prisa, contemplándolo todo, respirando profundo y escogiendo las calles con los árboles más altos y bellos, los más floreados o frondosos, los del tronco más robusto o las ramas más sinuosamente singulares, podríamos congeniar, comprendernos, hermanarnos y vivir en paz. Unas veces nos tomamos de la mano, otras dimos largos pasos separados, a una distancia a penas suficiente para intuir al otro; en algunas caminatas nos hicimos de varios kilómetros en una sola tirada y en otras fuimos deteniéndonos, demorándonos en las memorias y las palabras. En ocasiones bastó con rozarnos y señalar un portón señorial, un pórtico aireado o la siesta de un gato, para comprendernos y decirnos que esa era la vida, esa que estábamos sintiendo ahí mismo en alta tensión, en singular. 

Una vez habiendo sorteado rampas pronunciadas, declives, registros abiertos, autos a toda velocidad o trayectos con carga pesada, nos pudimos amar. Nosotros y todos los otros. Nosotros como retrato de todos los demás. Y aquí el meollo del asunto, lo más importante que colegimos con tanto peripatético discurrir: que amarse es la forma más profunda y verdadera de hacer cultura, el acontecimiento más extraordinario donde convergen lo bueno, lo bello, lo verdadero y lo justo, todo aquello a lo que aspira la civilización. Filosofía del más alto kilataje, absoluta y real, aunque para occidente llevara tanto tiempo pareciendo una utopía francamente irreal. El amor es la cultura misma, el desarrollo más alto de las ideas, las sensaciones, los rituales y el tiempo: el amor es religión, religare, ligazón incorruptible e indestructible como la del floema y xilema que llenan de savia la vegetal existencia.  

Caminar mirando árboles nos hizo crecer raíces extensas y enramadas reverdecidas. Un hule, un laurel y un colorín. Dimos sombra a los pares sin importar su origen o destino. Nos convertimos en hogar de innumerables tipos de vida, organismos con néctar y tiempo en torrente cauteloso, con resina dulce y solidez flexible al movimiento tectónico de las desavenencias, el pasado y nuestra naturaleza, en el fondo, humana. Aprendimos el amor de los árboles que se dan todos al otro. Su solaz, resolana, frescura y viento se sintonizan con los árboles contiguos y se brindan a quienes cruzan por su longeva existencia. Entonces, fuimos cultura: cultivados bien ceñidos a la tierra, aquí y ahora, sembrados en el sustrato de lo importante y dadores de frutos nutricios, libradores de nosotros mismos. Amorosos. Árboles de cultura, cultura pura de la naturaleza que nos enseña todo sobre la vida si prestamos suficiente atención. Tú que esto lees, conviértete en esa especie nueva, arboreus socialis: sal a la calle, detente, piensa en el otro que tanto amas y ama de verdad, ama claro y sincero para, entonces, poder decirte individuo en comunidad, compañero fuerte y alto, relativo al amar. 

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