Juego de manos
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Juego de manos
Foto: Pixabay

Después de una tanda de cumbias y salsas muy arrabaleras, Matilde me tomó de la mano y me llevó a la mesa. Sin soltarme, me miró a los ojos y preguntó: “¿Nunca has trabajado, verdad?” Indignado, quise decirle que desde cuatro años atrás era reportero de deportes del diario Reforma, el más influyente del país a finales de los años 90, pero de inmediato sentí esa mano callosa, más tosca que la mía, agrietada “de tanto lavar ajeno, mi amor”. Y ahí, en esa mesa de “La Canción”, un cabaretucho de Eje Central y Salto del Agua, me sentí profundamente apenado. ¿Por qué recordé esto? Ante el problema de desabasto de agua en mi calle, la semana pasada pedí una pipa de agua al Sistema de Agua de la Ciudad de México. Para mi sorpresa, su respuesta fue muy rápida, pero el “pipero” no llevaba chalán y tuve que subir a la azotea para jalar la manguera con una cuerda. Error, lo hice por el lado equivocado y rompí el cable de teléfono: me quedé sin internet durante tres días. Tapé un agujero, para destapar otro.

Reconozco mi casi completa incapacidad para las tareas manuales. Soy una persona desesperada y de esos a los que les sobraban piezas cuando desarmaban un juguete o un aparato electrónico. De mecánica automotriz sé poco y nada. Por supuesto que sé cambiar una llanta o la batería; alguna vez instalé un estéreo en el auto de mi padre y cuando tenía un VW 69 que me enterqué en que mi viejo me comprara cuando salí de la prepa, aprendí a echarlo a andar sin llave, a purgar el carburador cuando no encendía y a darle golpecitos en el generador para que se movieran los carbones y arrancara.

No sé si con la “reforma educativa” en las secundarias públicas se mantengan las “actividades estéticas” o talleres, que a mí me sirvieron de poco. En primero, en la Secundaria 10 de Mixcoac, me inscribí a carpintería. No pasé de hacer un toallero y una tabla para picar verduras, aunque sus “enseñanzas” para manejar una sierra me ayudaron dos días después del terremoto de 2017, cuando los marinos pidieron carpinteros voluntarios en el multifamiliar de Tlalpan y me puse a cortar polines para armar una cimbra para que no se fueran abajo las losas que eran removidas. En segundo y tercero, ya en la Secundaria 150, estuve en el taller de electricidad, más por quitarme el miedo a cambiar un foco o un apagador que realmente por aprender un oficio, aunque internamente sentía que era un homenaje a mi abuelo Roberto, un viejo electricista perteneciente al Sindicato Mexicano de Electricistas (SME). El único trabajo manual que tuve fue cuando me fui a trabajar como pintor de brocha gorda con mi tío Márgaro, pero aborté la misión después de un par de semanas.

Con mi hermano Omar recordamos un episodio que nos pasó un verano de hace más de 30 años, cuando a cambio de unos pesos, nos ofrecimos a cambiar una celosía rota en el edificio donde vivía mi abuela Enriqueta, en Jardín Balbuena. Total, cuánta ciencia podía haber en tirar el viejo muro y pegar los nuevos bloques con cemento. ¡Aún recuerdo la cara de espanto de mi abuela cuando el muro se vino abajo y yo quedé semi sepultado por las celosías, mientras mi hermano se cagaba de la risa! Con él, los últimos dos veranos hemos podado a machetazos los árboles que están afuera de la casa de mi madre, pero a pesar de los guantes me han salido ampollas en esas manos delicadas, tan diferentes de las de Matilde, aquella madre soltera de tres hijos de padres diferentes, con la que nunca volví a platicar.

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