Democracia y representación
Medios Políticos

Es un periodista especializado en el análisis de medios y elecciones. Tiene posgrado en Derecho y TIC, obtuvo el premio alemán de periodismo Walter Reuter en 2007, fue conductor en IMER y durante 12 años asesor electoral en el IFE e INE, editor, articulista y comentarista invitado en diversos diarios, revistas y espacios informativos. Twitter: @lmcarriedo

Democracia y representación

La segunda mitad del siglo XX no había democracia en México, la palabra era trámite, ficción, enunciado constitucional divorciado de la realidad cotidiana. Los cargos de gobierno o legislativos ya no eran una auténtica representación popular, pero esa idea se trataba de legitimar usando periódicamente las urnas para refrendar siempre al mismo partido ganador. El resultado nunca reflejaba en el congreso u otros poderes públicos la pluralidad política del país, aunque eran cargos que, en teoría, a todas y todos representaban. Se organizaban así elecciones que ante el mundo eran “prueba” de democracia mexicana, pero era solo fachada.

En 1976, José López Portillo hizo campaña, esperó paciente el resultado, pero literalmente era único candidato con registro, el único que competía por la presidencia. Él mismo, años más tarde, bromeó diciendo que hubiera bastado un voto, el de su mamá, para ser gobernante de todo México, porque elección organizada había, boletas y urnas también, pero solo se podía votar por un candidato, Lopez Portillo.

Los tiempos previos a ese episodio habían sido de feroz represión a opositores, incluyendo asesinato de estudiantes inconformes en 1968, también en 1971. El aparato de Estado que debía protegerlos, representarles como parte de la población, pero les aislaba, perseguía o eliminaba por ser disidencia al poder establecido.

Esa lógica política de imponer sin convencer, de asumirse representación fiel o encarnación de lo que quiere todo el conjunto, ignorando la inclusión, el derecho de la y el otro, la pluralidad real, marcó a una generación entera que reclamó abrir espacios, romper con esa normalización de la injusticia y la simulación de “democracia” o al menos, reconocer la existencia de quienes pensaban distinto al poder formal que incide en todas y todos y por ello debe tomar en cuenta al conjunto y no solo a la parte.

En 1977 la llamada reforma política fue un punto de inflexión para que no se repitiera el candidato único, pero era todavía un diseño legal incipiente, fueron muchos años antes de cosechar alternancias efectivas, triunfos opositores y pluralidad parlamentaria, no sólo concertación entre élites para ceder algunas posiciones controladas.

Las reglas electorales sonaban muy bien al ser leídas en la constitución pero seguirían siendo parte de una simulación democrática en la medida en que no hubiera condiciones de competencia equitativas. Décadas pasaron, más reformas hasta que hoy asoma ya como normalidad la alternancia.

La esencia de las elecciones es que sean justas, que traduzcan bien la voluntad popular en representación. Su legitimidad no está solo en que existan urnas, también en las condiciones de competencia pero, sobre todo, en que los resultados limpios no sean solo trámite para repartirse el poder ahora entre plurales élites que van y vienen, sino representar el interés del conjunto, de quien vota, no solo de quienes son votados.

Honrar la historia implica compromiso con la pluralidad, ser consecuente con quien se representa. Cargos los ejercen gobernantes, legisladoras o legisladores, pero su tarea es representar a partes de la población que les eligieron, no a su interés individual o ronde dirigentes.

En estos tiempos la democracia no es más trámite de un solo partido con candidaturas únicas, pero diversidad de emblemas no basta, representar a electores es o clave, si no, no es pluralidad, es volver al divorcio de los 70 pero ahora con más emblemas formales.

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