Las mujeres que nos inspiran
Columnista invitada

Editora y fotógrafa feminista. En 2018 cofundó Tinta Roja Editoras, desde donde busca darle visibilidad al trabajo de mujeres talentosas en la industria del diseño y las letras. En 2022 se mudó a Baja California Sur, desde donde fotografía atardeceres y escribe con vista al mar. IG @darielaphoto

Las mujeres que nos inspiran
'La invitación a escribir esta columna me llegó junto con la noticia de la muerte de mi abuela'. Foto: Dariela Romero

La invitación a escribir esta columna me llegó junto con la noticia de la muerte de mi abuela. 

Si bien era algo que esperábamos desde hace un par de meses, no dejó de ser una sorpresa. Así era ella, una mujer que sorprendió a conocidos y extraños hasta su último día. 

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Ofelia era una mujer inquieta que no se conformaba. Foto: Dariela Romero

Nació el 2 de abril de 1930. Aries. Su madre se casó siendo una adolescente con un señor por lo menos 15 años mayor. Tuvieron cinco hijos. Ofelia, mi abuela, era la segunda y fue el coco de su madre, una mujer criada en el abolengo porfirista que intentaba enseñarle a tocar el piano y ser una dama de sociedad. Pero a Ofelia no le bastaba. Tocaba el piano con los patines puestos para salir como bólido ante la primera distracción. ¡Zumzum!, dos vueltas a la calle y de regreso al banquillo. También jugaba tochito con sus hermanos, aunque la regañaran por volver con las rodillas raspadas. Como pudieron, en su casa la contuvieron para que creciera como una señorita, bajo la sombra de una extraña fatiga que la perseguía y le impedía realizar actividades “fuertes”.

Ofelia era una mujer inquieta que no se conformaba. Llegó a la edad en que podía entrar a la universidad y se aferró a ese deseo con uñas y dientes hasta convencer a su padre, hombre sereno del siglo anterior que no pensaba que eso fuera propio de una dama. Pero Ofelia no quitó el dedo del renglón y entró a la carrera de físico-química en el Instituto Politécnico Nacional. Según me contó alguna vez, formó parte de la primera generación que aceptaba mujeres en las aulas.

Corría la década de 1950. Además de conocer al que sería su esposo, en el Poli formó parte del equipo de sóftbol. No puedo imaginar lo que eso significaba en aquellos años: un grupo de mujeres que viajaban en tren por la república solas, o bueno, sin la compañía de sus padres; mucho menos de sus esposos, pues eran mujeres… con gustos particulares (todavía recuerdo a mi abuela acercarse a mi oído para contarme en secreto: “En esos largos viajes, se besaban y acostaban entre ellas”). Cuando el sóftbol se convirtió en un riesgo para la reputación de una señorita, Ofelia se mudó a las duelas de las canchas de básquetbol.

En algún momento de la carrera, la sombra de la fatiga volvió a caer sobre ella y tuvo que abandonar sus estudios. En cambio, su padre decidió que estaba lista para formar su propia familia y permitió que se casara con Carlos, mi abuelo. A juzgar por las fotografías de su boda, eran una pareja feliz. Dos jóvenes apuestos en sus veintes consagrando el lazo indisoluble del matrimonio. Muchos, muchos años después, cargando una historia a cuestas, Ofelia lo describiría con toda la crudeza que las palabras pueden contener: “Pasé de pertenecerle a mi padre a pertenecerle a otro hombre”.

Pero en ese entonces la historia apenas comenzaba y la pareja celebró su primer año con la feliz noticia de un bebé en camino. En 1955 nació mi madre, una niña sana que, sin embargo, llegó entre fuertes complicaciones para Ofelia. Cuatro años y algunos embarazos fallidos tuvieron que pasar antes de que viniera la segunda niña y, durante los siguientes ocho años, Ofelia dio a luz a un total de cinco hijas y dos hijos. El último llegó junto con la advertencia tajante del médico: no sabemos si usted sobreviva a un embarazo más.

Me pregunto cuánto cambia una mujer durante ese tiempo sin tener la capacidad de decidir sobre su propia existencia. Porque aunque sus hijas siempre fueron lo más importante de su vida, pienso que Ofelia vivió años de cansancio extremo, de no reconocerse en ese cuerpo siempre cambiante, incapaz de decidir si quería seguir pariendo. Incapaz de decidir sobre su propia vida. Porque las mujeres debían ser damas. Debían cumplir con sus maridos. Debían ser madres abnegadas. Debían aceptar todo sin quejarse. Debían, debían, debían.

Hasta que Ofelia tomó su vida y su existencia entre sus manos y comenzó a tomar decisiones propias. Se separó y decidió hacerse cargo por completo de sus siete hijas, con las penurias y sacrificios que eso implicó: trabajitos aquí y allá que pagaban poco y le exigían mucho.

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Ofelia vivió años de cansancio extremo, de no reconocerse en ese cuerpo siempre cambiante, incapaz de decidir si quería seguir pariendo. Foto: Dariela Romero

Ofelia estuvo lejos de ser una madre perfecta, pero siempre hizo todo lo que pudo con los recursos que tenía a su alcance. Así fue como se las arregló y fue sacando adelante a su familia. Pero aquí lo más maravilloso de esta historia: Ofelia volteó a verse a sí misma y, por primera vez en cuarenta años, se sintió con libertad de hacer de su vida lo que quiso. Practicó taekwondo hasta alcanzar la cinta negra, luego se volvió instructora del arte marcial y, con los años, se ganó un lugar como jueza de competencias. Se volvió vegetariana décadas antes de que fuera cool y estudió meditación con gurús de India y otras partes del mundo. Una a una, sus hijas e hijos se fueron involucrando en diferentes disciplinas: natación, futbol americano, básquetbol, educación física; estudiaron y fueron formando sus propias familias. Y Ofelia se fue liberando un poquito más y más.

Yo tuve la fortuna de ser su primera nieta y un orgullo ante sus ojos. Para mí, Ofelia siempre fue mucho más que una abuela consentidora. Con el paso de los años y a la luz de sus anécdotas, Ofe se volvió mi inspiración, el ejemplo más contundente de lo que puede llegar a ser una mujer. Nunca tuvo empacho en hablar sin filtros sobre su experiencia como hija y esposa en la primera mitad del siglo pasado, pero tampoco dejó de recalcar cómo su vida cambió en el momento en que decidió desafiar al mundo entero para construir su propia felicidad. Porque Ofe peleó con garras y dientes en una época en la que se esperaba todo lo contrario de una mujer: se atrevió a vivir como se le dio la gana y a ser feliz en el camino. No le importó ir a contracorriente y muy pronto se olvidó del quedirán. Por el contrario, se convirtió en una mujer que sorprendía por su candidez y alegría, por desparpajada y por andar en bicicleta por la Ciudad de México entrada en su octava década de edad.

Ofe luchó por conseguir su libertad y me enseñó que ahí es donde una puede encontrar la plenitud. De ella aprendí que nunca es tarde para intentar alcanzar los sueños, que vale la pena desafiar la incomodidad si lo que se busca es estar en paz con una misma. Al final de sus días, estoy segura, Ofe estaba en paz porque vivió la vida como quiso, a pesar de todo.

En su despedida, el médico que la atendió los últimos meses le dijo a mi madre: “Buenos padres dan buenos hijos”. Yo diría: “Madres que luchan dan hijas valientes”. No dejemos de ser, todas, esas hijas valientes.

Esta es una columna invitada por el equipo de periodistas de La-Lista, quienes seleccionaron a un grupo de mujeres y colectivas que son inspiradoras para las integrantes. Las columnas se publicarán a lo largo del mes de marzo.

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