Fe, esperanza y AC/DC
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Fe, esperanza y AC/DC
Cuando abrí los ojos, la calle estaba llena de luces rojas y azules. Terminé arriba de una patrulla, de la que me bajaron adentro de un bodegón de la colonia Guerrero, golpeado y con tres mil pesos menos.

Hace muchos años, la Semana Santa dejó de tener un significado para mí (si es que alguna vez lo tuvo). Criado como millones de mexicanos en la fe católica, mi alejamiento de la religión fue mayor desde hace unos 20 años. No es que no crea en la existencia de un ser superior, pero me comunico con él a mi manera, no como dictan los dogmas de la iglesia católica.

Al Barba lo contacto, como muchos, en momentos de necesidad; otras veces cuando camino solo por la calle o cuando pedaleo, y en algunas ocasiones por las noches, cuando tengo un momento de reflexión. Debo reconocer que el día que subí al Nevado de Toluca, cuando me zumbaban los oídos, me comenzó a faltar el oxígeno a más de 4 mil metros de altura y la niebla no me dejaba ver nada, tuve miedo y me acerqué a ese ser superior, al que le hablé a través de mi padre, que un día después cumplía 13 años de haber muerto.

El domingo, mientras estaba en la FILCO, en Coyoacán, me llamó mucho la atención la gran cantidad de gente que salía de la iglesia, yo ya no recuerdo la última vez que escuché una misa completa. Hace unas semanas, mientras tomábamos un café en un camellón de la colonia Condesa, Camila y yo mirábamos a la gente salir de la iglesia. Por primera vez en sus casi 20 años de vida, pude conocer lo que mi hija siente respecto a la existencia de un ser superior.

Cuando era estudiante, celebraba la llegada de semana santa porque durante dos semanas me podía levantar y acostar más tarde, vaguear con mis hermanos y encerrarme en mi cuarto a escuchar heavy metal todo el día, aunque alguna vez a mi papá le dio un ataque de “mochez” y no nos dejaba escuchar música ni ver televisión, claro, salvo “El mártir del Calvario”, con Enrique Rambal y Manolo Fábregas. También nos hizo ver dos películas que rentó en un videoclub: “Rey de Reyes” y “Los 10 mandamientos”, pero apenas las recuerdo. Eso sí, creo que a la iglesia nunca nos obligó a ir.

En mi familia nunca salimos de vacaciones de semana santa, vacacionábamos en verano y ahí sí, religiosamente, íbamos a Acapulco. Recuerdo, eso sí, muchos viernes santos en el club, en Cuernavaca, jugando squash y asoleándonos. Ya más grandes, el día terminaba en familia con tacos o pizza y cervezas. El milagro más grande que recuerdo de un viernes santo fue el día que me metí a una tienda de discos en una plaza de la ciudad de la eterna primavera y encontré, en LP, el “High voltage” y el “Let there be rock”, de AC/DC. No sé qué le habré prometido a mi papá, pero regresé al DF con sendos acetatos que me faltaban en mi colección. El “Powerage” llegaría 25 años después.

Semana santa también son para mí las “borracheras exprés” de mi adolescencia, cuando aprovechábamos que mis papás alguna vez, o los padres de los Figueroa, en otra, se habían ido a la iglesia para vaciar, en menos de dos horas, una botella de ron. Lo más feo de las vacaciones de Pascua era hacer tarea. Cuando iba en tercero de secundaria, la maestra Adelina, que me reprobó a final de curso, nos dejó leer “Crimen y castigo” durante esas dos semanas. Entre las celebraciones católicas y la densidad de la novela de Dostoyevski, terminé más confundido que Rodión Raskólnikov después del asesinato de la usurera. Sobra decir que por el trauma que me causó aquella encomienda, nunca he leído completa la novela.

El otro milagro

La madrugada del jueves santo de 2004, una patrulla de la policía de la Ciudad de México, que circulaba en sentido contrario, sin luces y a exceso de velocidad por la calle Juan Escutia, embistió el auto donde viajaba. Después de salir del Gitanerías, un compañero de trabajo me llevaba a la oficina para que recogiera mi auto. No sentimos el impacto. Cuando abrí los ojos, la calle estaba llena de luces rojas y azules. Terminé arriba de una patrulla, de la que me bajaron adentro de un bodegón de la colonia Guerrero, golpeado y con tres mil pesos menos. El auto de Milton y la patrulla terminaron destrozados, pérdida total, y ellos tres en el hospital, yo sólo tuve moretones en las piernas y en el hombro, por el jalón del cinturón de seguridad.

La nota del accidente salió en Metro y en la crónica de una madrugada accidentada de un noticiero de televisión. Los policías extorsionaron a la familia de Milton, que se tuvo que ir de la ciudad con los nervios destrozados. Casi 20 años después, algunas tardes tomo café con mi hija en Anvil, un lugar que se ubica en esa esquina. A veces odio recordar.

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