La placentera cuesta de ser mañana
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

La placentera cuesta de ser mañana
Exposición de Francis Alys en el MUAC. Foto: Instagram / MUAC

Los  doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. 

Me parecen hombres gordos sin cabeza,

que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero.

Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos 

y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados.

[…]

Nos refugiamos en el laberinto de calles 

que forman las cuatrocientas sábanas húmedas […]

Arturo Berea

A Cecilia Amaro.


Malinalco, 2021. La niña larguirucha que cuenta hasta diez, sale corriendo despavorida para perseguir a sus amigos y contagiarlos. Las piedras grandes son una especie de bases de inmunidad. Cada niño sabe que debe ser rápido, esquivar, burlar y protegerse del contacto con los otros, para no ser contagiado. Un caballo pinto y un cerdo café los miran sin comprender las carreras y los alaridos desgañitados, las carcajadas y los aplausos a la única sobreviviente. Un par de perros se unen a la eufórica carrera, en momentos perfectamente circular, otras veces azarosa y trepidante.

Soy cómplice de los niños que filma Francis Alÿs en ese y los demás videos que componen a la muestra Juegos de niñxs en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo. En la infancia corríamos como chivas locas y gritábamos como gallinas dementes, casi todo el tiempo. Cuando no lo hacíamos era porque estábamos comiendo o dormíamos; en el colegio no nos escuchaban nuestros padres, tías y abuelas, pero también lo hacíamos en el patio escolar, las escaleras, los pasillos, los baños y el mismo salón de clases sin maestra.

Todo se volvía más emocionante si, además de perseguir al otro, correr tan rápido como para despegar o no dejarse atrapar, uno gritaba en agudas tonalidades de naranja soleado y azul eterno, y reía con estruendosas carcajadas que arrebataban el aire. Quizá entonces, así supimos lo que era estar vivos y, hoy en esa memoria, entendemos el sentido más prístino de la felicidad.

El corazón parecía salirse rebotando de la caja musical torácica, las mejillas se incendiaban como dos jitomates maduros y del cabello escurría un liquidito salado que nos relamíamos por encima de los labios, deleitándonos con el sabor de nuestra existencia insaciable de diversión y libertad.

Las piernas se volvían de atole por tanto correr y ansiábamos que el tiempo se detuviera para que no terminara el recreo, no se hiciera de noche o no se acabaran las vacaciones. El leitmotiv podía variar, pero la señal indiscutible de que la jornada había ido bien era la capa negra de mugre en las manos, las rodillas raspadas y la ropa por todos lados manchada.

Las traes, bote pateado, policías y ladrones, encantados, stop, escondidillas (con chicle o sin chicle), carreritas o el especial veraniego, sólo permitido de vez en cuando porque los adultos parecían creer que el agua nos encogería o, ipso facto, nos pescaríamos una pulmonía: globos con agua que amorataban los brazos y refrescaban los cuerpos en vertiginoso estado de principio, inicio de una existencia como adivinanza, como visita sorpresiva en una sala de estar o, ni manera de negarlo, como espanto en habitación con las luces apagadas, ya se vería al paso de los años. 

París, 2008. Dos chiquillas muy enmalladas y con cucas botitas de ante, juegan al resorte poniendo una silla en el otro extremo a falta de una tercera comparsa. Hacen gala de agilidad absoluta, qué gimnastas ni qué nada, no pierden el ritmo ni les falta potencia en las piernas que de seguro en la noche deberán fregarse con alcohol porque, efectivamente, crecer duele y a esa edad todo se hace más grande, sin que uno entienda cómo ni por qué. El patiecillo que las alberga detrás de un portón cerrado bajo la luz plomiza parece frío, pero con tanto salto da calor y cualquier claro es bueno para alejarse de los adultos y su absoluta incomprensión de la realidad. Los que las miramos sabemos que ellas comprenden mucho más del mundo que nosotros, incautos. 

Tampoco sentadas nos apaciguábamos. Bisteces con las manos, piedra papel o tijera, matatena, palillos chinos, lotería, serpientes y escaleras, timbiriche, gato, tripas de gato y, ya cuando a los Reyes Magos les subieron el salario en eso de ser magos sin ser reyes más que al momento de cargar muy orondos con los presentes, tuvimos turista, Uno o maratón. De todas maneras gritábamos por ir ganando, por ir perdiendo, porque me tocaba, porque te tocaba y porque no se vale, eso fue trampa.

Casi invariablemente acabábamos medio ajusticiadas y con un vaso de leche en la mano, porque “ya se hizo de noche, detrás de las manos está el diablo y no tienen llenadera para jugar”. Eso estaba muy bien y también las arañitas con las manos o los dedos de los pies descalzos en las paredes frías, volteada de cabeza en las profundidades del aburrimiento de la recámara vacía, sin cómplices para pelear y jugar; también la pegadera de estampitas por todos lados y los dibujos convertidos en avioncito o cartita.

Aburrirse tenía su encanto porque la mente era iluminada por nuevas posibilidades de juego, pero para los grandes era señal de “póngase a hacer algo de provecho, que la ociosidad es la madre de todos los vicios”. Sí, el bendito vicio de imaginar, hacer glosolalia, conocer el cuerpo, pensar(se). La mayor dicha, sin duda, era jugar con los de la propia sangre, hermanos todos con las mismas babas y varicela simultánea, a lo que fuera. Qué mejor si era a la nave espacial con los teléfonos que ya no servían, la máquina de escribir eléctrica tomada a hurtadillas y el pianito de pilas, alumbrándonos con linternas en la habitación con las cortinas corridas, imaginando que todo es muy grave y se nos acabó el combustible, que ya salimos al espacio exterior y la nave está en peligro de chocar y explotar. Sangoloteo constante.

O mejor aún, correr a las calladas por las azoteas unidas de los edificios, entre sábanas, brasieres con varilla, pantalones de oficina y las medias remendadas de las vecinas, sigilosos para que nadie nos oyera andar a gatas entre los tanques de gas y tentando a la muerte, viendo cuánto tiempo aguantábamos de panza, suspendidas como avioncito en la orilla de la barda. Larga vida al placer de saltar. No al vacío como Yves Klein, pero sí evitando la teja mojada del avión pintado con jis, jugando al resorte con una cancioncita diferente en cada turno, con la cuerda que se iba arriscando hasta parecer víbora vieja, esquivando las líneas del pavimento, el mosaico o las baldosas, lo que hubiera al paso cuando el foco saltarín se encendía. Bajar de sentón las escaleras con los patines puestos, aunque la abuela dijera que se nos iba a caer la matriz, de todas maneras no sabíamos qué era eso ni para qué nos iba a servir, si lo único que uno tiene de niño es panza porque se infla, garganta porque duele y cabeza porque está pegada al cuerpo que corre, baila y brinca de cualquier jardinera, árbol o pinchurriento escalón, porque ya cuando se logra saltar más de tres, se es, oficialmente, un temerario profesional, vagales hecha y derecha que se debe respetar.

Lubumbashi, 2021. Subir la cuesta es parte del juego, antesala para el vértigo del frenesí que vendrá: la bajada. Un pequeño, divinidad humana, descalzo y con inmensos ojos de capulín pelado, sube una montaña de tierra negra y grava, rodando cerro arriba una llanta, empujando, empujando para encontrar la solución, canturrean mientras se abrazan; otros tres se le unen para ayudarlo, pero pronto se vuelve pesado y él quiere disfrutar la recompensa sólo, sin compartirla con nadie porque ya se la sabe, vale la pena la emoción y el alarde de valentía que hará correr a los demás para celebrar el logro y cantar a coro. Hay ahí una especie de eco a la pieza “La fe mueve montañas” y al mito de Sísifo que tanto ha interesado a Alÿs a lo largo de su trayectoria como creador que, hace mucho tiempo, excedió las fronteras del Fluxus y se volvió extraordinario. Ya lo sabíamos, pero en esta muestra queda más que confirmado.  

Había alto riesgo también. Como si no fuera suficiente ponerse de panza en el filo de la azotea, bajar rebotando cuatro pisos de escalera o correr entre las bombonas de gas, nos dejábamos ir en una avalancha que alguna vez le perteneció a alguno de los grandes, quien había dejado de ser niño y nos heredó, involuntariamente, su bicicleta y aquella arma mortal de cuatro ruedas. Él ahora salía en un auto achaparrado, con Paradise City a todo volumen, por una chica de labios rojos y cabello suelto que vivía a la vuelta. No recordábamos el nombre del susodicho perfumado y convertido en rebelde sin causa de Azcapotzalco, pero lo que no olvidábamos era sujetarnos bien del volante trabado de la tan disputada avalancha, arrastrada por alguna bicicleta con un bote en los rayos para convertirse, así de fácil, en motocicleta; si en el volado no se ganaba ese privilegio, tocaba ponerse los patines de hilera y sujetarse a una cuerda para saltar, amarrada al tubo del asiento de la bicicleta de alguno de los más corpulentos.

Sabíamos lo que venía, casi invariablemente: la caída, pero había que hacerlo no con gracia sino con pericia, moviendo el cuerpo para salvar la cabeza y meter los codos o las rodillas, al fin que los raspones serían trofeos temporales con costra tiesa, violeta de genciana y cicatrices permanentes, memorias de la maravilla de no tener miedo de morir y suspenderse en la dicha interminable de estar presentes. Otros más aguerridos se sujetaron, también en patines, a las defensas de los camiones y sabían saltar en el momento preciso para caer justo en el pasto del camellón y hacer recuento de los daños, moretones, raspones, fracturas y descalabros. Yo no. Lo más que hacía era escalar la reja, volverme plana como lagartija y caer del lado de la calle para comprar una congelada o una paleta helada, una para mí y otras para mis compañeras, porque el conserje nos tenía fichadas por ser las más pequeñas. 

Nos fue bien en la feria. Todos nos hicimos adultos, más o menos funcionales, con ciertos oficios y algunos beneficios. Formamos familias que se desbarataron, pero volvimos a intentarlo como si siguiéramos jugando, nada más que esta es la deadevis y aquí ya no hay deamentis porque sobrevivimos y nos tocó crecer sin querer. Al menos yo no quería, quizá por eso mi hijo sostiene, con plena seguridad, que soy una niña grande de 14 años que juega a las luchitas con él (y con la vida).

Hoy, lo sabemos y lo vemos, los críos de nuestro país y de tantos lugares del mundo donde reinan distintas formas de horror y devastación de la humanidad, juegan también a que huyen de una persecución policiaca, que se disparan armas de fuego o que tiran a matar en una redada. Así les tocó a ellos en la baraja porque de eso está hecho este mundo, tan infame como el de las plagas o las guerras mundiales, pero mucho más veloz que nunca antes. Si lees esto, no lo resistas, juega. Que todos tenemos ganas de jugar siempre y de tomarnos lo verdaderamente importante en serio: reír a carcajadas, tocar al otro y disfrutar de la sangre palpitando en la cabeza caliente de felicidad. 

Todos los videos de la muestra en: https://francisalys.com/category/childrens-games/

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