Hace poco, visité una preparatoria. Durante una actividad diseñada por los propios estudiantes, jugaban a adivinar “personajes sociales” a partir de estereotipos. Les pareció que habían tenido una buenísima idea y, además, divertida. Luego, decidieron jugar a adivinar la descripción de una mujer negra. Las palabras emergieron rápidamente: sirvienta, la que limpia, esclava. Se rieron. Con esa mezcla de inmadurez, ignorancia y cinismo que se da licencia para hacer de todo material de burla. Como si sus palabras no tuvieran una carga histórica y presente, por demás violenta. Como si nada pareciera realmente grave. Como si las luchas por el reconocimiento social y la dignidad nunca hubieran existido. Como si el racismo y la esclavitud, fueran episodios archivados en vitrinas de museo a disposición solo de quienes quieran darse por enterados.
¿Qué pasaría si lleváramos esa lógica a las reglas que organizan el mundo? ¿Si diseñáramos políticas públicas, leyes, oportunidades educativas con la misma ligereza? ¿Qué tipo de sociedad producimos si aceptamos, desde tan corta edad, como naturales y chistosas esas jerarquías? Aunque, por fortuna, se han logrado desterrar palabras como las anteriores de la redacción de la mayoría de las constituciones, sus efectos y los de tantas otras siguen ahí: en las brechas salariales y de oportunidades, en las personas que faltan en las universidades, en las que sobran en las cárceles o en las calles.
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¿Qué pasa cuando planteamos como deseables jerarquías que llevan siglos reproduciéndose? Discursos de odio, discriminación, violencia, se atrevieron a decir dos voces entre más de treinta. Para quienes nunca han sido encasillados así, es fácil creer que sus palabras no acarrean consecuencias. Y sin embargo, son la base de exclusiones concretas. Esa banalización- esa frivolidad disfrazada de sentido común- no se aprende solo en TikTok. También se escucha en la sobremesa, se perpetúa en escuelas donde muchos docentes han claudicado su tarea de formar y se reproduce como habitus de clase. No es que no sepan. Es que han aprendido a no mirar.
Más aún: muchos se sienten inmunes. Como si las circunstancias confirmaran, una y otra vez, que están del lado que aplasta. Pero esa seguridad es espejismo puro: una autopercepción de falso merecimiento y de falaz autosuficiencia. Me basto yo, ¿los demás quiénes son para tenerles en mente?
“Ya vas a empezar con tus cosas progre.”
Cuidado, ahí va: la palabra progre como sinónimo de “exageradamente” preocupado por el clima, las mujeres, los migrantes, el genocidio. Sinónimo, también, de ingenuidad tediosa, de alguien que no ha entendido “cómo funciona el mundo”; es decir, alguien que no entiende de poder ni de dinero.
Lo que antes se consideraba una postura ética —defender derechos humanos, cuestionar el poder, hablar de justicia— hoy se descarta con etiquetas de un simplismo estilo #hashtag que apabulla: woke, progre. Y se instala, además, una falsa equivalencia: como si conminar al otro a preocuparse o a reconocer al resto fuera ya una imposición autoritaria.
¿Cuándo pasó eso? ¿Por qué es más fácil la burla que buscar de entender?
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¿Qué es eso de “woke” y “dictadura progre”?
La palabra woke no nació en Twitter. Es inglés, y proviene de grupos afroamericanos, donde significa estar “despierto” ante la injusticia. Especialmente frenta al racismo estructural. Ser woke es también estar alerta, consciente, no tragarse el cuento de que todo está bien. Es la capacidad de ver cómo el sistema económico y político actúa sobre todas las personas.
Durante años, el término se ha usado dentro de movimientos sociales, sobre todo en EE.UU., para hablar de desigualdad racial, de brutalidad policial, de exclusión. Luego se amplió: ser woke incluyó conciencia racial, de género, de clase, de ecología. Es decir: tener entendimiento y conciencia crítica sobre cómo opera el poder.
Pero como suele pasar, lo que incomoda busca banalizarse convirtiéndolo en caricatura. La derecha mediática, primero en EE.UU. y después en Europa y América Latina, empezó a usar woke como insulto. Ser woke tenía que dejar de significar estar informado, para convertirse en fanático identitario. Una persona moralista, intolerante, incapaz de soportar la crítica. Y es cierto que algunos sectores de la izquierda han contribuido a esa caricatura: posturas dogmáticas, cancelaciones impulsivas, una especie de pureza militante que deja poco margen para el error, el aprendizaje o la disidencia. De ahí, a reducir todo pensamiento crítico al invento de la dictadura progre, había solo un paso.
Ese término —dictadura progre— es una jugada retórica tan simplista como eficaz en el mundo de la inmediatez, donde la capacidad de concentración se ha reducido a fracciones de segundo. La fórmula es simple: convertir cualquier avance en justicia social en una amenaza a la “libertad”. ¿Libertad de quién, y libertad para qué? Eso casi nunca se responde.
Funciona porque apela a un miedo muy específico: el miedo a no poder decir lo de siempre sin consecuencias; el miedo a perder privilegios que se disfrazan de sentido común; el miedo a ser interpelado, a que te llamen machista, racista o ignorante.
Pero hay algo funesto en el concepto. Porque mientras se agita el fantasma de una supuesta dictadura, lo que se defiende es la continuidad de discursos y acciones que han justificado históricamente la exclusión, la desigualdad y la violencia.
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Manual exprés para sobrevivir a los dichos anti-woke
A continuación, algunas frases repetidas con frecuencia contra lo que ahora se desdeña como “woke”, con respuestas cortas para desactivarlos sin caer en la trampa del sarcasmo vacío.
- “Ahora ya no se puede decir nada sin que alguien se ofenda.”Todos tenemos derecho a opinar, pero las opiniones no valen lo mismo: se puede evaluar la calidad y fundamento de las opiniones, su respeto no solo depende de su existencia. Se puede decir lo que se quiera, simplemente hay personas dispuestas a responder. Es conversación con consecuencias. La libertad de expresión no incluye el derecho a no ser cuestionado.
- “El feminismo ya ganó, ahora exageran.”Las mujeres siguen ganando menos, asumen casi todo el trabajo de cuidado no remunerado y somos las principales receptoras de violencia cotidiana. Si eso es victoria, ¿cómo sería la derrota?
- “Los hombres blancos ahora son los verdaderos oprimidos.”No hay una pérdida de derechos, sino una pérdida de privilegios. Muchas veces, lo que se vive como injusticia es simplemente la experiencia de ya no estar por encima de los demás.
- “Todo el mundo se hace la víctima hoy.”No es que todos se victimicen; es que muchos, por primera vez, pueden nombrar las violencias que siempre vivieron. Lo nuevo no es el señalamiento de lo injusto, es el derecho y el espacio a nombrarla en voz alta.
- “Ya no se puede hacer humor con nada.”Sí se puede. Lo que no da risa es el humor que se sostiene en la humillación del otro. La risa no es obligatoria: criticar un chiste es ejercer la misma libertad con la que fue contado. También valdría preguntarse: ¿qué hay en ese placer de mirar al otro hacia abajo? ¿Quiénes pueden disfrutarlo y por qué? Si lo piensas, ya no da risa.
- “Hablar tanto de racismo, clasismo o género divide a la sociedad.”La división es pre-existente; por eso se nombra. Lo que incomoda no es la división, sino la ruptura de la actuación que la hace visible.
- “Yo soy neutral, ni de izquierda ni de derecha: soy humanista.”La neutralidad, en contextos de injusticia, es complicidad. El humanismo sin posicionamiento político es una forma fácil de continuar mirando como individuos hacia otro lado.
¿Y si ser “woke” es solo no ser indiferente?
Progres, wokes, zurdos, palabras que buscan restar potencia política. Curioso porque para hacer memoria o resistencia, se necesita estar despierto. Escuchar los silencios heredados, ver los mecanismos de exclusión, reparar algo, implica no estar adormilado. La filósofa Susan Sontag escribió: “la interpretación es la venganza del intelecto sobre el arte. Más aún: es la venganza del intelecto sobre el mundo.” En ese texto, Sontag critica la tendencia a sobreintelectualizar el arte, a explicarlo todo. Ella defiende la idea de sentir más y explicar menos, de dejar que el arte y el mundo nos afecten directamente, sin mediaciones. Tal vez, “lo progre”, es simplemente, un modo de rechazar la indiferencia disfrazada de sofisticación, de sarcasmo, de “todo me da igual”. Es volver a mirar el mundo y al otro como si importaran.