Frágil y desnudo, un puño
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Frágil y desnudo, un puño
En los últimos años, mi cuerpo ha cambiado radicalmente. Los sistemas se reorganizaron y funcionan de maneras distintas. Foto: Cortesía

Desnudo #1. Mujer sola en una colina.

Ella de pie frente al viento.

Es un viento fuerte que viene del norte.

Prolongados aleteos y jirones de carne se desprenden del cuerpo de la mujer

y ascienden

Y se alejan con el viento, dejando

una columna expuesta de nervios, sangre y músculos

gimiendo en silencio a través de una boca sin labios.

Me duele escribir esto. 

Anne Carson

Cuerpo. Primera persona, invariablemente singular. La primera, en verdad, reconocida en un espejo, aunque pueda permanecer desconocida por todo lo que dure la vida del ser ahí. Mi cuerpo es cosa propia, casa privada que intento habitar con nula rispidez, reduciendo las vibraciones complejas y evitando la reverberación que distorsione lo percibido, producto de la potente emanación de calor interno: transferencia de temperaturas que entibia, casi instantáneamente, bocanadas de agua, piedras frías que aguardan quietas en recintos helados, otros cuerpos contiguos para generar una simbiosis, incluso involuntaria. Vehículo. Conducto. Receptáculo. Almacén. Terminal. Punto de partida. Caverna liminar. Plural. Posibilidades. Impulsos. Flujos. Tensión. Distensión. Multiplicidad. Conozco, teóricamente, los procesos, ciclos y funciones que lo rigen, pero sigue siendo un misterio. La gestación, el crecimiento anormal de cierto tejido, la muerte o plasticidad neuronal, la degeneración crónica que acabará por aniquilar un organismo como cualquier otro: todos, desarrollos que transcurren en la invisibilidad de un interior no sólo desconocido para casi todos los seres, sino insondable y atemorizante. Lo que no puede verse pertenece a la oscuridad de lo terrible e insoslayable. Estoy acostumbrada al cambio cíclico del cuerpo, pero temo su diagnóstico fatal al desconocer ciertas reacciones, apariciones, sensaciones, eso que llaman síntomas. Trillones de páginas se han escrito a propósito del cuerpo: su historia, estudio, sanación, deterioro, concepción, comprensión y pensamiento. Infinitas metáforas que lo convierten en idea, territorio, sociedad, posesión o autonomía. La historia del arte, prácticamente en su totalidad, se ha concentrado, de una u otra forma, en el cuerpo como objeto de estudio anatómico, protagonista de todo tipo de narrativas, sujeto universal, concreción absoluta de todo lo que, más allá de la obra, parece abstracto pero al adquirir forma humana, es posible de aprehender.

En los últimos años, mi cuerpo ha cambiado radicalmente. Los sistemas se reorganizaron y funcionan de maneras distintas, comportamientos que, como si no me pertenecieran, sigo tratado de comprender. Su fisonomía se ha redondeado con nuevos perfiles, mucho más parecidos a los representados en las pinturas de otras épocas, me hallo en un cuerpo que intenta migrar al pasado y desplazarse sobre su propia composición para desafiar los límites del tiempo. En ocasiones, no lo reconozco, como ocurría en la adolescencia cuando todo crecía desordenadamente, logrando una apariencia desproporcionada y hasta grotesca. Hoy me siento un tanto así, distinta dentro de mí misma, otra, nueva, con la piel fría, la carne perfumada de cúrcuma y jengibre, el cabello lleno de nísperos y la huella de un archipiélago que me recuerda que soy la misma, por si llego a olvidarlo frente a cualquier espejo. Los tatuajes y las cicatrices, intervenciones de sitio específico ligadas a la memoria de las cosas, también permanecen aunque no inmutables; se estiran y encogen en respuesta al cisma de un interior tan plástico como las neuronas que intentan ensancharse para comprender este nuevo proceso. 

Creo que todo comenzó después del terremoto, cuando un trámite burocrático me obligó a proporcionar datos biométricos que permitieran identificar mi cuerpo en caso de quedar sepultada bajo los escombros, irreconocible salvo por señas específicas de identidad intransigentes. Mencioné la cicatriz de diez centímetros en la espalda, las dos pequeñas en el vientre bajo, un tatuaje en el omóplato, dos en el antebrazo y uno en la muñeca. La muñeca ligada al puño, el puño que golpea el costal, la sombra imaginada, la velocidad de la pera; el puño levantado y zarandeado al unísono de las consignas gritadas, desgañitadas, a voz en cuello en la Alameda; el puño alzado como mástil en medio de una estruendosa tormenta, para hacer silencio. Acabábamos de comprender que nuestros cuerpos podían ser reducidos a escombros apenas en unos cuantos trepidantes y oscilatorios segundos. El edificio de la individualidad y las ideas, totalmente aplastado, compactado, borrados los recuerdos trenzados con anhelos. El todo de la única realidad posible de conocer, el ser, defenestrado, lanzado súbitamente al anonimato. Dolor y miedo, eran los espectros que permanecían, necios, incluso en el territorio de vívidos sueños. Y la duda de lo que quedaría vivo, la eterna pregunta sobre el devenir de lo mal llamado “desaparecido”, como si se tratara de un acto de ilusionismo o prestidigitación, etiqueta tambaleante por no poder asegurar el término muerto, la condición de allanado como decir enterrado apenas vivo. (Por lo demás, siempre he pensado que quizá exista alguna historia inenarrable sobre alguien que tomó el pretexto del sismo para desaparecer de una vida absolutamente incómoda e indeseable, para cambiar de aires, de rumbos, de biografía y hacerse de un nuevo nombre, con todo lo que ello implica). 

Así llegó a mi librero una pieza que, un hombre que mucho ama y nada escatima, recién había comprado para contribuir a la reconstrucción de viviendas destruidas en Jojutla, y hacerme el obsequio simbólico de la fortaleza, trabajo escultórico de pequeño formato de Alejandra Zermeño. La obra estaba rodeada de un halo casi místico, de una perplejidad absoluta. Se trataba de una mano idéntica a la mía, quizá la mía, acaso cercenada en otra dimensión de vida, probablemente más bien compartida con ella, otra mujer que como yo buscaba en el exterior, para hallar respuestas, resignación y calma en el interior. La imaginé, una como yo, con la muñeca estrecha, la palma fuerte y los dedos largos, trabajando sobre la noción (nación) del cuerpo, obsesivamente; alcanzaba a percibir rastros de la devastación del material y esbozos de huellas, pliegue sobre pliegue, constreñida, tensa, apretada, capaz de sujetar a un país enlutado, desplazar las lozas de un sepulcro o las manos de otros, firmemente sostenidos. La pieza me sostuvo, tomé su mano como en el naufragio de Géricault, en medio de aquel drama donde todo se desplomaba a pesar del transcurrir de los días, diluviaba muerte y empapaba las calles vacías de almas, pero repletas de desasosiego y rescoldos de esperanza. La Catedral de Camille Claudel se erguía en mi mente liviana, aérea y tendiente a lo celeste, mientras que el Puño y fuerza de Alejandra Zermeño lo encerraba todo con el peso de la existencia que se aferra a sí misma al saberse frágil, absolutamente humana y anclada a la tierra. 

Todos los días, al salir de casa la miro, aunque sea de reojo y recuerdo lo importante que es hacerse del poder en el centro del ser, asir todas las posibilidades con el salvoconducto de un cuerpo imperfecto, para seguir buscando, sin tregua, dentro y fuera de lo que se pone de manifiesto en una vertiginosa existencia irremediablemente tendiente al final, pero deseosa de herir a un “consabido otro” con cierta ternura radical. El puño, ese que es tan mío como el de mi muñeca, me arraiga a la vida y, de paso, es advertencia de lo lejos y profundo que puede llegar una obra de arte que emerge de un alma dispuesta a atravesar la mirada con el alma en el centro de la diana.  

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