La Madonna del futuro
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

La Madonna del futuro
La Madonna del futuro- Foto: Envato Elements

El año es 1964. En Nueva York, la galería Staple exhibe la nueva obra plástica de Andy Warhol, en la que destaca una serie de réplicas de tamaño real de las cajas de esponjas para lavar de la marca Brillo, hechas de polímero sintético y tinta serigráfica sobre madera contrachapada. Indistinguibles de las cajas de cartón originales en los supermercados, con su marca en grandes letras y diseño que combinaba el blanco, rojo y azul, las de la galería reeditan un impetuoso debate iniciado en 1917, también en Nueva York, por la aparición de una obra que cambió para siempre la idea del arte: “Fuente”, el urinario blanco de porcelana de la marca Bedfordshire que Marcel Duchamp firmó con el seudónimo de R. Mutt y que envió para su exhibición en la exposición anual de la Sociedad de Artistas Independientes de Estados Unidos. Dos objetos comunes y corrientes, uno tomado del exterior y el otro recreado, separados por cincuenta años de distancia, tomaron por asalto al mundo del arte, planteando y depurando interrogantes cuya respuesta sigue siendo tentativa.

Simplificando irremediablemente una larga historia cuyos recovecos no cabrían en este espacio, si algo había distinguido la historia del arte occidental desde su origen era el intento por reproducir la realidad de manera fiel, inclusive en las representaciones de escenas mitológicas y religiosas. Lo terrenal y lo divino ocupaba el espacio pictórico y escultórico con imágenes de la naturaleza donde aparecen humanos o seres fantásticos con facciones reconocibles, acompañados de todo tipo de fauna, flora, fenómenos climáticos, ciclos astronómicos, paisajes imaginados más realistas, edificios reales más imaginados.

Hacia mediados del siglo XIX, aproximadamente en coincidencia con la llegada de la fotografía, pero también influido por el espíritu de una época de vertiginosa transformación científica, tecnológica, económica, social y cultural, el interés de los artistas en la fidelidad de la reproducción del mundo externo cede a un interés más enfático en la reproducción del mundo interno, incluida la captura de su manera de mirar y sentir. El foco empieza a virar sobre las emociones y las sensaciones, lo subjetivo empieza a rebelarse frente a lo objetivo. La emotividad es tan importante como la racionalidad. Si los ojos no ven el equivalente de una fotografía o escena estáticas, sino que se mueven continuamente y distinguen apenas impresiones de un paisaje o integran en un plano los múltiples lados desde los que un objeto puede mirarse, el arte puede y debe retratar ese otro aspecto de la experiencia. Surgen los “ismos” que constituyen una narrativa que va desde el Romanticismo e Impresionismo hasta el Surrealismo y Cubismo, con ramificaciones contrastantes o vertientes simplemente paralelas. Todos intentos por retratar e interpretar las revoluciones internas y externas de los habitantes de la era.

Pero todavía entonces la frontera que dividía al arte de todo lo demás era más o menos clara. Ahí estaba un objeto colgado en la pared o sobre un pedestal, ejecutado por manos humanas y representando algo conocido, externo o interno, objetivo o subjetivo. Objetos como ese no se encontraban en las tiendas de abarrotes ni en los baños, sino en museos, galerías, tiendas de arte o librerías especializadas. Lo cotidiano y lo profano pertenecían a un mundo aparte.

El siglo XX lleva el viraje aún más lejos, reconociendo de múltiples maneras que el mundo interno es también el de las ideas. La idea, aun cuando invisible, merece retrato, es retrato y es arte en sí misma. Es al mismo tiempo una realidad a interpretar y una interpretación de la realidad. Duchamp presentó un objeto cotidiano prefabricado al que le agregó un título, un seudónimo y un contexto diferente. La apreciación de la forma y la idea del objeto se convirtieron en arte, o al menos en una reflexión sobre lo que constituye el arte. Warhol planteó un desafío adicional al reproducir fielmente otro objeto cotidiano en lugar de simplemente tomarlo de donde estaba para ponerlo en otro contexto, pero esta vez sí lo firmó con su nombre y adoptó la marca comercial de la caja como título de la obra. ¿Cuál es arte, la caja del supermercado o la caja del museo?

Arthur C. Danto, el reconocido filósofo del arte y profesor en la Universidad de Columbia, salió de la exposición de Warhol en 1964 con la impresión de que el arte se había terminado, por lo menos como hasta entonces se le entendía, con su narrativa de escuelas pictóricas y progreso. La pregunta de Duchamp quizá había llegado a su conclusión con la de Warhol. En la década de los 90s, Danto resumió en su libro La Madonna del Futuro (el mismo título del relato de Henry James de 1873, una meditación sobre la naturaleza del arte, sobre la tensión entre lo ideal y lo real) la inquietud que lo acompañó desde su visita a esa exposición: “Dados dos objetos indistinguibles, uno arte y el otro no, ¿qué explica la diferencia? … ¿Qué significa vivir en un mundo donde lo que sea puede ser una obra de arte?”

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Foto: Envato Elements

Su pregunta conecta con la de Alan Turing, uno de los padres de la computadora y a quien se le atribuye la “prueba de Turing” o el “juego de la imitación”: si en una charla a través de una interfaz de computadora, por ejemplo, ChatGPT, un ser humano no puede distinguir si está hablando con una computadora u otro humano, ¿es inteligente la computadora? O puesto en términos similares a los de Danto, “Dadas dos respuestas indistinguibles, una generada por computadora y otra no, ¿qué explica la diferencia? … ¿Qué significa vivir en un mundo donde lo que sea puede ser una charla con un humano?” O bien, “Dadas dos imágenes ficticias idénticas, pero plausiblemente reales, una generada por computadora y otra no, ¿qué explica la diferencia? … ¿Qué significa vivir en un mundo donde lo que sea puede ser realidad?”

Al hablar del arte, Danto propuso que encontrar ese significado requeriría “inventar una crítica de arte adecuada para un objeto…imaginar lo que podría significar el objeto si fuera el vehículo de una declaración artística”. El arte está en la idea que tenemos de él más que en el objeto, en la filosofía y la teoría, en las conversaciones del medio artístico que informan una interpretación del objeto.

El paralelo de esta perspectiva con las preguntas contemporáneas despertadas por la inteligencia artificial, que no son ya solamente hipótesis de obras de ficción, empieza a asomarse: requeriremos una crítica adecuada para procesar o simplemente interpretar el encuentro con máquinas que producen textos, imágenes, melodías, diseños arquitectónicos, diagnósticos médicos, inclusive ideas, entre una creciente lista de ámbitos de creación, que poco a poco serán indistinguibles de los que habría generado un humano.

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