Apodos, la arquitectura de la imaginación
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Apodos, la arquitectura de la imaginación

A mi abuela paterna, Enriqueta Ponce de León, no la recuerdo como una mujer cariñosa. Siempre seria, no grosera, al menos con mis hermanos y conmigo, a mi abuela le costaba externar su afecto, pero tenía dos grandes cualidades: cocinaba muy bien (ya escribí de sus milanesas) y tenía mucho ingenio para poner apodos, algunos de ellos francamente ofensivos y racistas, de los cuales no voy a hablar.

La tradición de poner sobrenombres está muy arraigada en la cultura de nuestro país, donde el ingenio del mexicano es inigualable para destacar alguna característica física o los defectos de las personas; en pocas ocasiones sus virtudes. Hace unas semanas, el periodista León Krauze escribió en su cuenta de Twitter los que, a su consideración, son los cinco mejores apodos de los últimos 30 años en el futbol mexicano: “Capitán Furia” (Alfredo Tena), “El Grandote de Cerro Azul” (Carlos Hermosillo), “El Emperador” (Claudio Suárez), “El maestro” (Benjamín Galindo) y “El Zorro del Desierto” (Jared Borgetti). El autor de semejantes apelativos es el locutor Enrique “Perro” Bermúdez y, salvo por el de “Capitán Furia”, que aludía a la fortaleza y el carácter del ex capitán del América, los demás me parecen bastante olvidables.

Sin duda, el maestro en las artes de ponerle sobrenombres a los futbolistas fue el genial Ángel Fernández. Juan Villoro describió algún día al narrador como “un arquitecto que podía reinventar el mundo a través de sus palabras y el partido más aburrido lo convertía en la guerra de Troya”. Al genio de Fernández Rugama debemos sobrenombres como “El Niño de Oro” (Hugo Sánchez), “Cyrano” (Enrique Borja), “El Hombre de la sonrisa fácil” (Evanivaldo Castro, también conocido como “Cabinho”), “La Cobra” (Juan José Muñante), “Superman” (Miguel Marín), “Chaplin” (José Luis Ceballos) y mi favorito, “Bonavena”, que le puso a Alejandro Ramírez, un recio defensa central del Atlante, en honor de Óscar “Ringo” Bonavena, una campeón de peso completo argentino que reinó en los años 60 y 70. “La Máquina Celeste” (Cruz Azul), los “Leones Negros” (Universidad de Guadalajara) y la “Jaiba Brava” (Tampico), también surgieron de su mente.

Entre, perros, basquetbolistas y espantos

Después de los barrabravas argentinos, no creo que haya personajes más ingeniosos para poner apodos que los jugadores de futbol americano. De mis primeros años como jugador, en Lobos de Plateros recuerdo al “Flipper”, “Cochikuino”, el “Ciérrale” (por aquel comercial de una campaña para ahorrar agua), el “Bola de Cañón” o “Marvilo”. Casi 40 años después, en Spartans compartí línea ofensiva con el “Comeniños”, la “Res”, el “Cuatro Nalgas”, el “Jamón” y el “Tyson”, en un equipo donde el corredor estrella era el “Elegante” Mendoza. Ahora, en la Horda Dorada, cada entrenamiento me divierto al escuchar nombrar al “Peinados”, el “Chilindrino”, el “Pañal”, el “Choche”, el “Huevo”, el “Sunshine”, el “Hormigo”, el “Rélax” o el “Cuerpos”.

Obviamente, yo no he estado exento de los apodos. En la primaria me decían el “Perro”, por un personaje de las caricaturas que era “bulleado” por el Gallo Claudio; durante dos años de secundaria fui el “Panda”, por ojeroso; en la prepa llegó el famoso “Thriller”, por el bronceado, el pelo a la Michael Jackson y el atuendo con el que llegué al primer día de prepa en la UVM, y en el periódico Reforma, más me tardé en cruzar la redacción que en lo que un editor me endilgara el “Rodman” con el que aún me saludan algunos colegas. En las semanas en que trabajé en la redacción del periódico El Norte, alguien me puso “Tyson”, pero por evidentes razones, nadie me lo dijo nunca de frente. Hubo otro par de apodos vergonzosos surgidos en alguna noche de fiesta, pero de eso no voy a hablar. También he puesto apodos memorables, como el “Dinky”, “La Torta” (a un vecino) y otros mucho más fuertes, porque para eso de poner motes, heredé la creatividad de mi abuela. ¿Y a ti cómo decían?

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