Pinturas de agua fresca y leche con nata
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Pinturas de agua fresca y leche con nata
Jean-Jacques Henner, Fabiola, ca. 1900, óleo sobre tela, desaparecido. Foto: Wikimedia Commons

Como en las ubres (nubes),

en los senos (truenos),

en los vasos (rayos). El líquido esencial (níveo de tan él,

fértil, rico, acaso a borbotones),

la blanca profunda blanca

frescura

llueve a cántaros o bien

vive en el encierro carcelario

de participios que remiten

a un pretérito

concluso, recluso

en su propia monotonía monoaural:

cuajada, curada, malteada, condensada, hervida, pasteurizada,

alterada o “bautizada”, embotellada, y sobre todo y

todos, leche recién ordeñada.  […]

Pura López Colomé

A mi Lourdes.

Era sábado porque tomábamos, las tres, té de hierbabuena cuando aún era rocío de alba el frío de la mañana. Las tazas eran de porcelana con un ribete dorado. Las de ellas con el romántico perfil de una joven, la mía, pintada de diminutas rosas en guirnaldas. Aquello sabía importante porque mi abuela, María de Jesús Batis Galván, marquesa de Ciudad Lerdo, emperatriz de la San Rafael, duquesa de San Álvaro con escuálido guardarropa de tres vestiditos de gasa, corsé de varillas y un monedero raído por tanta quincena adelantada, servía la triada de tazas con parsimonia, cuidando que no se fueran las hojitas y lloviendo en cada una el azúcar que luego meneaba haciendo campanear la fiesta matinal. Ahí las tres, muy sentadas, muy bañadas por el sol que se colaba por la cortina amarillenta dizque de encaje, muy despeinadas pero de mucha pierna cruzada comentando tragedias de parientes lejanos y haciendo grandes planes para el día, que si ensalada rusa o torta de jamón, que si cine o película rentada. María siempre propia, con los tobillos blanquísimos de bailarina rota y una bata acolchada para cubrir el camisón luido de agüita de limón. Por ser sábado podíamos eternizarnos con unas cuatro tazas y hasta leer algo; madre el periódico de izquierdas con encapuchados y magnicidios en primera plana, abuela algún Tolstoi o García Márquez, yo una Austen o Alcott, más bien hacerme guaje detrás de las páginas para ver a madre y abuela tomar la taza con toda elegancia, dar sorbitos, golpear el filo con la cuchara y descansarla suavemente en el platito, una tan moderna y la otra tan antediluviana, las dos tan mías, me tenían tan amada. Al fondo, el verdaccio de las túnicas y las pieles igualitas a mi hierbabuena, Última cena de barbones en dramática tensión, ceños fruncidos, leguaje de señas que me esmeraba en descifrar. Colgando siempre chueco aquel Adolf Schmitz original de la Lagunilla. Todo blanco, todo rayos dorados, todo violetas floreciendo enloquecidas en hileras de macetas, todo tatuado en mi tuétano de niña de clase media.

Si era domingo, había que ir un poco más de prisa, un tanto más seriecitas y sin libro en mano, porque a mediodía habíamos de llegar a misa, bien limpitas, bien talqueadas por Heno de Pravia y perfumadas de Jean Naté, desayunadas hacía rato, no fueran a tronarnos las tripas a la hora de la contrición o a olernos el océano en la comunión. La abuela tan girita, tan devota, tan de golpe de pecho y vela perpetua, seguro en comunicación directa con los de arriba por haber sido tan buena, tan recatada, tan sufrida con tres hijos, una madre enferma y una sobrina huérfana de cascos ligeros, decían. Tan, aquella seguro descansa en la gloria eterna, compungida por el reconcomio de ver a su prole hacer de las suyas, regados y renegados, desperdigados por aquí y por allá. La madre tan llena de culpas, tan sin saber si comulgar o no, no por el huevo revuelto de dos horas atrás, sino por la tormenta de un divorcio que válgame Dios, qué tremendo, algo habría hecho mal, decían las voces suyas entre oreja y ceja, ella pecadora, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Total, que ni pasó a mayores y todo se acomodó con los años, pero eso que ni qué, entonces aquello estaba de la cachetada y no dejaba vivir sin pensar. Yo harto emocionada de caminar por el pasillo central con alfombra roja y flores, imaginando gala de noche o boda real, siempre mirando para arriba, hablando con Dios, decía la abuela, pero no, más bien asombrada por la maravilla de quién habría pintado doce señores en la cúpula y llenado el fondo del altar de estrellas doradas, más horrorizada que anonadada por los rostros virginales penitentes, ánimas sufrimientosas, puros ojos llorosos y cuerpos ensangrentados de bulto,  pareciendo muy atenta, pero pensando en el raspado de grosella que me esperaba a la salida y las estampitas de santas para pegar en una carpeta junto a Prince y Madonna.

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Entre semana nada de té, a menos de que estuviéramos tosigientas y tocara gordolobo, cursientas y tocara manzanilla, coliquientas y tocara orégano con anís. Lo que de diario había sobre la mesa de la cocina, era una jarra panzona de agua fresca para la hora del caldillo, la tinga y el picadillo, todo con arroz rojo lloviznado de diminutas zanahorias y chícharos espulgados por abuela y niña mañosas, todo recargado en frijol flor de mayo que pasaba de caldoso a refrito con el transcurrir de las semanas que rapidito se hicieron años. Aguamanil dulcísimo de limón, flor de Jamaica de a deveras, tamarindo acapulqueño, nada de pulpa de bote o polvito, pura cochinada que inventaron los gringos, puro de amentiritas que antes no había, por eso nadie en enfermaba, decían. En cambio, agüita bailada, recién hervida o exprimida, bien fresca, tapada con servilleta de tela deshilada, calmaba el calor de la calle, sabroseaba la comida y espabilaba la modorra de las planas, las biografías copiadas y las fracciones de naranjas partidas, mejor bien y de buenas para poder correr al patio y cambiar aquel suplicio por las traes, policías y ladrones, ya de perdis carreras de avalancha y bicicleta. La mejor, sin duda, era la de rojo intenso, sangre dulce, cardenal de terciopelo, flor malvacea como lo que escurría por la cabeza de Fabiola, escarlata como la punta de los labios, ondulante como el perfil delimitado por nariz afilada y barbilla roma, bermellón revuelto como el manto recogido a la altura del pecho, liberado del largo cuello estípite. Fabiola, agua dulce que yo bebía deleitada por la tersa carnación rosada de la santa enmarcada en un óvalo dorado, beata como la abuela, humana como la madre, espectadora como la niña, las tres ahí, en la réplica de Jean-Jacques Henner impresión sobre tela barata, trueque con el ropavejero a cambio de un par de belices de difunto o fugado marido, para el caso son lo mismo, santa patrona de las mujeres divorciadas, maltratadas y enfermeras, todas lo mismo, nosotras tres entonces y ahora. 

Con un poco de suerte, al regresar del juego quedaba algo de aquella jarra, servida a escondidas para tomarla sentada en el tapete del baño mientras humeaba la regadera, placer oculto disfrutado a las vivas del párese de ahí que le va a dar un romadizo y se le mete el frío por salva-sea-la-parte, no se vaya a quedar sin hijos cuando sea mayorcita, o peor tantito se vuelva loca como Lucía, que se metía encuerada en un colchón y corría en camisón por las calles de Gómez Palacio, pobre muchachita, todo por haber cogido un mal aire, así que deje esa agua que ya no es hora y métase a limpiar los entresijos que huele a chiva correteada, válgame la Virgen Juana y el caporal del ranchito, el que tiene chichi mama, el que no se cría sanchito. Así se decía la vida que de imágenes y palabras me hizo.

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Más valía, muchas veces, esperar la leche dulce de las noches, miel lechosa para chopear pan con nata, leche salvada de regarse del pocillo e inundar la estufa con calostro metido por pilotos y quemadores, por los cabellos sueltos y los jorongos tejidos, caramelo blanco quemado inyectando las arterias derechito hasta las entrañas que siento mientras escribo. Terciopelo líquido, mullido como el corderito de Los niños de la concha de Murillo a un costado de la cama, niños bebiendo agua que yo imaginaba leche y que iba viendo cada vez más lejos, más lejos, arrullada por la noche y el tiempo, por el tren a unas cuadras que parecían siglos y el punto y coma del caminar de la abuela que se fue yendo a ese reino de nubes y credos, mientras yo me iba viniendo a la vida de errar y añorar, evocar aquella infancia en cada bocanada que bebo y veo.

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