Pozoles y extorsión
HÍBRIDO

Como crítico de cine y música tiene más de 30 años en medios. Ha colaborado en Cine Premiere, Rolling Stone, Rock 101, Chilango, Time Out, Quién, Dónde Ir, El Heraldo de México, Reforma y Televisa. Titular del programa Lo Más por Imagen Radio. X: @carloscelis_

Pozoles y extorsión
Pozoles y extorsión. Foto: La-Lista

Ser una persona feliz te puede meter en muchos problemas. Sé que hay demasiada gente que le encanta el drama y generar situaciones incómodas, pero yo lo evito a toda costa. Soy una persona feliz y me meto en problemas simplemente por serlo. Es como si la gente oliera mi felicidad a kilómetros y no la soportara, es algo con lo que he tenido que aprender a vivir.

Por eso, he desarrollado un sexto sentido para los problemas. Ni siquiera es tan consciente, es como un mecanismo de defensa que se activa en automático ante un posible peligro, como el de una extorsión, tan común en esta Ciudad de México. Los extorsionadores están en todas partes y se inventan nuevas formas de extorsión prácticamente cada semana. Hoy creo haber detectado una nueva: la fila de la pozolería.

Hace unos días, un amigo me citó en una conocida franquicia de pozole. Normalmente evitamos ir a este lugar, sobre todo en ciertos horarios y ciertos días, como el sábado, para no aguantar aglomeraciones. Pero aquel fin de semana no nos quedó de otra, así que llegué antes que él para pedir un turno y, efectivamente, confirmar que el lugar estaba abarrotado y que la espera sería considerable. Al menos 30 turnos.

Para mi suerte, había lugar en las bancas que sirven como área de espera. Por ser un restaurante familiar, algunos grupos grandes prefieren permanecer juntos de pie, pues las bancas son pequeñas y apenas caben dos personas, quizá tres, pero apretadas. La gente iba y venía, desocupando estos sitios a medida que los turnos avanzaban, y en varias ocasiones me quedé solo en la banca, así que pasado un rato, puse mi mochila a un lado anticipando la llegada de mi amigo.

A los pocos minutos ya estaba conmigo y se sentó en el lugar que le aparté. Nos pusimos a platicar porque todavía nos quedaba un rato para entrar, al menos otros 10 turnos. Pero entonces empezó a llegar más gente y -tal como cuentan las leyendas de los memes- los ánimos se empezaron a calentar en aquella pozolería. De pronto, teníamos a dos mujeres, relativamente jóvenes, casi encima de nosotros. Es verdad que no les puse mucha atención y seguí platicando con mi amigo.

A él le entró una llamada a su teléfono y su impulso fue levantarse para contestar, dejando su propia mochila en su lugar. Apenas se movió dos pasos, pero enseguida una de estas mujeres se sentó, sin importarle que la mochila estuviera ahí y que, claramente, mi amigo pensaba sentarse otra vez. No preguntó, no dijo nada, solamente se sentó, animada por su acompañante. Preferí quedarme callado porque, ¿quién le reclama a una mujer una cosa como esa?

Debo admitir, otra vez y en el afán de ser lo más transparente posible, que a veces mi caballerosidad no me alcanza para tanto. Me educaron con modales, sí, y más que a la mayoría de las personas, pero también pienso que, en una ciudad como esta, donde ya hay secciones con indicaciones especiales para todas, todos y todes, la mayoría ya cumplimos con creces al respetar las áreas para mujeres, ancianos, discapacitados, niños, mascotas, ciclistas, no fumadores, baños neutros, etc. Siendo “respeto” la palabra clave aquí.

Cuando mi amigo volvió, lo único que se me ocurrió fue hacerle un espacio y quitar su mochila para que se sentara junto a mí, pero en ese momento explotó la situación. La mujer que seguía de pie se me fue a gritos y entonces entendí que la otra persona era su madre, o eso me dijo. A decir verdad, nunca lo hubiera pensado porque, como ya lo expliqué, ambas eran jóvenes y al mirarlas la diferencia de edad no era tanta.

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Al parecer, no les gustó que mi amigo se sentara otra vez. O sea, para ella estuvo bien que tomaran su lugar sin aviso, pero no que él se sentara junto a su mamá. Sin embargo, empezó a gritar que yo había agredido a la señora, diciéndome “¡¿qué te pasa?!, ¡¿no ves que es una mujer?!” Como ya lo dije, yo trato de evitar problemas, por lo que mi reacción en automático fue bajar la intensidad de mis interacciones. Pero esto la molestó más.

Por el contrario, ella subía de intensidad. Gritaba groserías, se acercaba a mi cara, mientras su supuesta madre le hacía coro y azuzaba a la concurrencia, les metía ideas como que yo había hecho esto o aquello y -qué ironía- que éramos unos maleducados. Para mi sorpresa, algunas personas les daban la razón. Yo empecé a responderles, pero por el volumen de sus gritos también tenía que hablarles fuerte. Preferí no pararme para que no pareciera intimidación, y así sentado, fue cuando la hija me pateó.

Me dio una patada en la espinilla y luego varias más. Yo acepto que ahí ya no aguanté y mientras ella seguía profiriendo mentadas, tuve que contestarle con otras mentadas. Entonces me amenazó con la típica de que le iba a llamar por teléfono a alguien, pero entonces su madre le dijo que fuera por la gente de seguridad de la plaza… Haré una pausa en mi relato para preguntar: ¿ha quedado claro que hasta aquí yo no mostré ninguna señal de amenaza o violencia? No las toqué, no las insulté y, como ya lo dije, ni las miré.

Si se lo estaban preguntando, nadie hizo nada. La mayoría de la gente que esperaba se limitó a ver el espectáculo y los más cercanos ya estaban de su lado. El personal del restaurante tampoco intervino. Y en cuanto a mi amigo, sabiamente, prefirió quedarse callado. Aún con todo lo que les estoy contando, mi intención nunca sería echarle la culpa a una mujer, y va otro giro en la historia, lo que estaba tratando era de evitarle a los demás un disgusto con mi amigo.

Él me citó en aquella pozolería porque había tenido un problema y quería hablar. Como ya lo conozco, fue por eso que le aparté un lugar para que pudiera sentarse y empezar a platicarme lo que le había pasado. Él no es como yo, él sí se enoja y se mete en problemas. En realidad, lo que quise fue evitarles un disgusto a todos, pero así suele pasar con los mediadores, que siempre nos llevamos la peor parte. Apenas un mes antes, a otro amigo lo golpearon en el metro por tratar de calmar una discusión parecida.

La chica regresó con dos elementos de seguridad que lo primero que me dijeron fue que ya habían checado las cámaras de vigilancia y que los acompañara. ¿En serio? ¿Tan rápido? Pero, además, ¿qué fue lo que posiblemente pudieron haber visto en tales videos si no había nada que ver, más que a esta mujer gritándome y pateándome? Ella regresó peor, siguió enfrentándome a la cara y su madre también elevaba las provocaciones. Quizá porque no reaccioné como ellas querían, la señora empezó a gritarme “puto”, a pedir que actuara “como un hombre” y a decirme que su hija tenía “más huevos” que yo.

No reaccioné a sus insultos. Continué sentado y traté de explicarle a los guardias la situación, pero en ese momento la chica me dio un puñetazo en la cara. Fue con unas llaves o con anillos, porque sentí algo metálico y quedaron marcas en mis párpados y en mis pómulos. No lo podía creer, pero en el fondo pensé que, por lo menos así, ya había quedado claro quién era la violenta y los guardias actuarían en consecuencia. Pero no.

Ellos insistieron en que los acompañara. Les exigí que removieran del lugar a las agresoras pues, ¿qué más evidencia necesitaban que una persona intentando sacarme un ojo? Todavía guardo las fotos que después me tomé de las heridas con sangre, en mi cara y en mi espinilla. Los guardias nos intimidaban para acompañarlos, pero solamente a mi amigo y a mí. Su advertencia fue que se lavarían las manos y llamarían a la policía.

La chica siguió escalando la situación, porque sacó su celular y empezó a grabarme. Otra vez pensé, ¿qué se supone que va a subir a las redes?, ¿a un tipo golpeado por ella misma que le está pidiendo a unos guardias que le quiten de encima a una persona violenta? Ahí fue cuando terminé de darme cuenta de que había algo más de fondo. Uno de los guardias le bajó a su tono autoritario y prácticamente me estaba rogando que fuera con él. ¿Les urgía una “mordida”?

Pero me negué. Les dije que ya había esperado demasiado para entrar a los pozoles, que tenía mucha hambre y que ya quería cenar. Como por intervención divina, o comedia involuntaria, llamaron a nuestro turno. Mi amigo y yo simplemente nos levantamos y nos alejamos de toda la situación. Los guardias no intentaron detenernos, el personal del restaurante ni se inmutó, y así como si nada, nos asignaron nuestra mesa.

Ustedes que me leen podrán decir, ¿pero qué necesidad? Tan fácil que hubiera sido pararse e irse desde el principio. Y sí, ya me han dicho mil veces que esos pozoles ni siquiera son buenos, pero ya lo sé, no estábamos ahí por su refinada cocina. He comido en los mejores pozoles de la Ciudad de México, desde Casa Licha hasta El Pozole de Moctezuma, y jamás he tenido que vivir una situación tan exageradamente violenta como esta.

Porque claro, ¿en qué momento nos permitimos creer como sociedad que algo así es normal? Nos divierte más ver la sangre correr que ayudar al prójimo. Y ahora que le doy vueltas al asunto, pienso que no había ninguna lógica en que este par de mujeres escalara tanto la situación, a menos que mis sospechas sean ciertas y se tratara de un intento de extorsión, porque me aplicaron todas las del manual del delincuente. Pero a todo esto, ¿por qué el establecimiento no se hace responsable de lo que sucede en su área de espera?

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Este es el caso de muchos restaurantes en centros comerciales, no se trata de un área común porque esas bancas no las pone la plaza, y aún así no cuentan con su propio personal de seguridad, pero sí exponen a sus clientes a posibles extorsionadores que podrían estar coludidos con la seguridad del lugar. Y es que, al final, el detalle más sospechoso fue que ellas ni siquiera se quedaron a cenar.

Ser una persona feliz me ha salvado de meterme en problemas aún más graves, porque solamente una persona feliz se queda a cenar después de algo como esto. De la misma forma, no soy de los que hacen un drama en internet. Guardo las fotos de mis heridas por cualquier eventualidad, pero no las subo a redes sociales clamando justicia ni exigiendo privilegios. Esta vez sí decidí usar mi espacio en medios para compartir esta experiencia, sólo con la esperanza de alertar a otras personas de esta posible forma de extorsión para que no caigan en provocaciones.

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