La libertad de expresión no se pierde únicamente bajo regímenes autoritarios o con leyes mordaza, así lo demuestra la historia de Jimmy Kimmel. Su voz se perdió en los pasillos del poder corporativo, donde los principios editoriales quedaron atrapados entre balances financieros, fusiones estratégicas y riesgo reputacional corporativo.
En el caso Paramount–Trump, la cadena fue demandada por hasta 20 mil millones de dólares por “editar maliciosamente” una entrevista de 60 Minutes a Kamala Harris. Años atrás, esta demanda habría sido descartada como un mal intento de intimidación política. Pero en 2025, el contexto es otro: Paramount buscaba cerrar una fusión multimillonaria con Skydance Media y temía que el litigio la contaminara, por lo que decidió pagar dieciséis millones de dólares, sin admitir culpa, sin emitir disculpa, sin modificar su línea editorial. La estrategia corporativa pesó más que la editorial.
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Disney, en paralelo, cedía a otro tipo de presión: una ofensiva política disfrazada de advertencia regulatoria, con la FCC alzando la voz y las afiliadas ejecutando el castigo mediante llamadas desde Nexstar y Sinclair, que controlan cientos de estaciones locales, para finalmente lograr la suspensión del show de Jimmy Kimmel tras un comentario incómodo sobre el asesinato de Charlie Kirk, figura mediática de la derecha radical.
El mundo está frente a una transformación silenciosa de los mecanismos que antes protegían la libertad informativa, en donde no es el Estado quien impone límites, sino el mercado quien calcula riesgos. La Primera Enmienda protege a los medios de interferencia gubernamental directa, pero no impide que los propios accionistas conviertan la línea editorial en un pasivo reputacional encubierto, ajustable según la temperatura política y las expectativas de los inversionistas.
En un país como Estados Unidos, donde la libertad de prensa es desde ahora “supuestamente” sagrada, se está construyendo un ecosistema donde esa libertad se convierte en riesgo financiero. Y cuando el costo de ejercerla afecta las probabilidades de una fusión, el contenido deja de responder a la verdad y empieza a responder al Nasdaq.
El caso Paramount no se resolvió en una corte, sino en un Excel. Este tipo de decisiones ya no solo modela lo que se transmite en horario estelar, sino también condiciona lo que no se dice, generando autocensura en redacciones de medios de comunicación, produciendo miedo en productoras independientes y enviando una señal clara a toda la industria: la política editorial ya no se decide en las redacciones, sino en los despachos legales. Sumamente preocupante.
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Si a eso le sumamos la megafusión que avanza entre Paramount, Skydance y Warner Bros. Discovery (con marcas como CNN, CBS, HBO y Showtime bajo una sola arquitectura corporativa), el panorama se vuelve muy complejo. La concentración de medios no solo reduce la pluralidad de voces, también facilita el alineamiento político cuando las decisiones dependen de aprobaciones regulatorias, licencias o silencios convenientes para unos cuantos.
No hay nada más cómodo para el poder que una prensa obediente; y nada más útil para ese propósito que un conglomerado que responde mejor a sus accionistas que a su audiencia.
¿Exagero? No creo. Toca revisar la historia: desde la Ley de Sedición en 1798 hasta las listas negras del maccarthismo, la censura ha adoptado muchos disfraces; hoy, se llama “viabilidad de negocio”, y es tan efectivo como cualquiera de los anteriores.
En América Latina esta lógica nos resulta familiar. Sabemos lo que significa tener medios dependientes de concesiones, presionados por contratos públicos o aterrorizados por la volatilidad política. Pero lo que estamos viendo ahora es una sofisticación del modelo: un ecosistema donde la censura no necesita orden ni amenaza directa, sino una estructura empresarial que valore más la estabilidad bursátil que la integridad periodística.
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La censura de mercado es invisible, técnica y perfectamente legal. Pero su daño es profundamente estructural, porque silencia no solo lo que se dice, sino también lo que se piensa que ya no conviene decir. La desinformación es la norma. Permitir que la verdad dependa del precio de las acciones no es solo una renuncia editorial, sino una rendición democrática.